Biografía fabuladora III: Rescatando a la chica

Por Javier Albizu, 6 Junio, 2012

Cuando llegué a Pamplona con ocho o nueve años, todo era nuevo; entorno, vecinos, colegio, compañeros, ambiente en general. Todo era extraño, sorprendente y... la mayoría de las veces, bastante atemorizador.
Era un extranjero en tierra extraña. No es que me sintiera solo, pese a estarlo. Al menos no al principio. Tenía mis tebeos, tenía mis recuerdos de las películas vistas una y mil veces en el vídeo. Tenía mi ración semanal de series televisivas. Tenía las historias que había creado, repetido, modificado, pulido y reimaginado una y mil veces mi cabeza. No necesitaba nada más, no necesitaba a nadie más. La transición a la vida pamplonica no fue dura.. hasta que llegó el primer día de clase.
Bueno, igual sí que necesitaba de algo más, pero casi cualquier intento por mi parte de establecer algo similar a una relación social, resultaba un reto. Un reto casi insuperable sobre el que solía fracasar con frecuencia.
Podría decir que daba el perfil perfecto del empollón encerrado en sus libros, pero los estudios tampoco eran lo mío, y la biblioteca del colegio sólo la visité dos veces. Debo reconocer que nunca he sido un lector voraz. Mi relación con el papel no dibujado siempre ha sido racheada y frustrante, cuando no directamente nula.
Según iba creciendo, viendo y leyendo, las historias continuaban formándose en mi cabeza. Realicé algún intento de plasmar alguna de aquellas historias que habitaban mis neuronas sobre el papel, pero lo que me movía no era un interés real por definir y trasvasar mis correrías imaginarias sobre papel, sino una intentona por hacerme un hueco en la clase. De aquella manera, y tratando de imitar la obra de un compañero de clase al que sí que se le deba bien dibujar, creé a Tarugh, personaje que no logró alcanzar un estado superior al de boceto, tras varias sesiones de infructuoso garabateo de papel.
Era posible que en mi interior aguardase algún talento por ser descubierto, pero estaba muy bien escondido el muy jodido.

Hete aquí que algo despertó en mí cuando alcancé los doce años. Ese algo comenzó a alborotar mis hormonas al conocer a una chica llamaba Sheila. Ella, entre otras características, era extranjera, algo mayor que yo... y un dibujo animado.
No sé si el desbarajuste químico-emocional se les despierta a los chicos a edad más temprana pero, en mi defensa, diré que Larraona, el lugar en el que tenía que cimentar las bases de mi futuro cultural, era un colegio de curas. Ergo, chicas cero. En Pamplona mi vida social se había visto reducida a los compañeros del colegio, mis progenitores, y poco más.
Sí, había tenido amigas con anterioridad, en Alsasua y en los respectivos pueblos de mis padres, pero. Relaciones establecidas en los tiempos en los que la amistad era algo sobre lo que el género del individuo se consideraba algo de lo más irrelevante. Relaciones que habían desaparecido con el distanciamiento geográfico.

En fin. Sheila y yo eramos de lo más felices en nuestra no-relación. Yo la salvaba constantemente de los orcos, Tiamat o Venger, y ella me daba las gracias y, quizás, la mano o un beso en la mejilla.

Pero como toda relación perfecta e imaginaria, tenía que llegar a su fin. No sería por la rutina, por que fuese perfectamente consciente de que ella no existía, o porque la serie dejase de emitirse. No, la culpa la tendría “otra”.
Sucedería que mi hermano mayor (¡¡¡malditos hermanos!!!) se echó un amigo (pausa para chascarrillos y comentarios intencionadamente equivocados) y nuestros padre se cayeron en gracia. Con el paso de los meses ambas familias comenzarían a planificar fines de semanas juntos, a los que nos veíamos abocados nosotros sin poder poner objeción. Ese amigo tenía una hermana (¿Por qué, señor, por qué mis amigos no tenían hermanas?... ¿por qué no tenía vecinas de mi edad?) y esa hermana comenzó a darse garbeos de improviso por mis mundos imaginarios.
Una nueva no-relación comenzaría a formarse en mi imaginario, pero esta vez había un problema: ¡No podía hablar con ella! ¡Era una chica! ¡y mayor que yo! Además ¡¡¡ERA UNA PERSONA REAL. A ELLA NO LA PODÍA SALVAR DE LOS ORCOS!!!.

No se trataba de que necesitase sentirme “poderoso” ante sus ojos, o “superior” físicamente, es que no encontraba ninguna excusa (razonablemente lógica y no forzada) para hablar con ella. Tampoco conseguía encajarla en los mundos que imaginaba habitualmente. No la veía habitando en universos poblados por robots gigantes, demonios o tipos voladores en pijama. Sólo quedaba una opción... debía... crear un mundo real en el que relacionarme con ella.

¡¡¡LA RESCATARÍA DE UNA HORDA DE NINJAS!!! ¡Claro, todo el mundo sabía que los ninjas sí que existían en el mundo real!

Así, la rescataría siempre que aparecía por entre mis neuronas. La rescataría en su casa y en la mía, en medio de clase y el súper, en la iglesia (ninjas rompiendo cristaleras y saltando desde las alturas ¿acaso existe una visión más hermosa?) y en el monte.
La salvé cientos de veces, sólo para quedarme ahí parado mientras ella me daba las gracias. Era una persona real. No podía, no me atrevía a “obligarla”, ni siquiera en mi imaginación, ni siquiera a que me tocase.
Y el tiempo pasó y, sí, alguna vez hablé con ella y sí, era simpática, era amable, pero no teníamos de que hablar. Nada que nos uniese ¿donde estaban los ninjas cuando uno los necesitaba?
Espera. ¿De donde habían venido los ninjas? ¿Por qué venían a por ella? Cada vez aquellas preguntas tenían más peso que su presencia en mi imaginación.
Con el tiempo ella desaparecería de las historias, y serían otras a las que rescatase. De ninjas, asesinos, cultistas o simplemente, tíos que me caían mal. A veces ellas tenían más importancia en la historia que quienes trataban de agredirlas, en ocasiones sería al contrario. Incluso se llegarían a dar los casos en las que las cosas se complicarían y no necesitaría rescatarlas. Momentos en las que tomaría el camino difícil y hablaría con ellas tratando de aparentar que no se me estremecía todo el cuerpo. Y de esas decisiones para las que necesitaba de un valor real, surgirían relaciones de amistad reales.

Pero, de vez cuando, sienta bien tomar el camino fácil de nuevo y lanzarte desarmado contra una horda infernal para poder plantarte delante de una desconocida, aunque la historia no tenga excesiva importancia.

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Luis (no verificado)

Hace 11 años 9 meses

sip... son fantasías típicas de esa edad, supongo. y es raro sacarlas a colación en la edad adulta. lo cual, por cierto, me parece que hace valioso un texto.

quizá podrías fabular tu biografía fabulada y convertirlo en un relato (si es que quieres, vaya)... ;)

Javier Albizu

Hace 11 años 9 meses

Si me pongo a fabular mi biografía fabuladora, acabaría contando la historia de otro.
Hice algo "parecido" en la serie de relatos del Microverso / Macroverso, donde hablaba de un tipo llamado Javi que, pese a no ser yo, se parecía mucho a mi.

http://www.mytgard.com/historico/daegon/palabras/v2/category/relatos/ma…

Tengo intención de reescribirlos (en un principio no lo planteé como una historia en conjunto) e ir republicándolo por aquí.