Devolvedme mis magdalenas (cabrones) II (La secuela binaria)

Hubo un tiempo, antes de los amigos, antes del (mi/su) descubrimiento de “la” tienda especializada de tebeos, los salones de recreativos, o el rol. Cuando un ordenador “serio” costaba un millón de pesetas y una impresora láser tres veces más.
Antes de ser quien soy, cuando sólo era alguien que se le (me) parecía un poco, que esa persona tenía una serie de rutinas que le ayudaban a sobrellevar su vida.
Rutinas de descubrimiento de las que ya hablé hace un tiempo. Rutinas, certezas y lugares totémicos el último de los cuales, este sábado, supe que ya nunca más serían.
Igúzquiza ya no existe. Ahora sólo será un espectro más que sólo mis ojos contemplarán cuando, sin poder evitarlo, gire mi cabeza al pasar junto al Centro Comercial Avenida.
Carátula de Avenger

No fue la primera tienda de vídeo juegos que conocí, pero sí una de las dos que con más asiduidad visité en los ya lejanos tiempos de los ocho bits.
Primero, cuando los juegos baratos costaban del orden de las dos mil cien pesetas, llegué hasta las más cercanas a casa: AMS (Arévalo MicroSistemas), Audio y Paymo. Tiendas de material de oficina que traían alguna que otra cinta de manera esporádica y sin demasiado criterio o conocimiento de causa.
Después de eso, Electrodomésticos Noain, que me pillaba de camino desde casa o el colegio hacia al primer emplazamiento en Pamplona del negocio familiar. Allí, entre lavadoras y equipos de sonido, en el centro geográfico del local, tenían el mostrador tras cuyas vitrinas se podían ver las carátulas del Critical Mass de Durell o el Fist II de Melbourne House.

Carátula de Critical mass

Algo más alejado de casa, cerca de la antigua cárcel, estaba el Supermercado del cassette, en cuya entrada se encontraba la vitrina con los juegos para alquilar. Allí conocí al anteriormente minero, para entonces ya millonario, Willy así como la Venganza del camino del tigre.
Lejos. Mucho más lejos. Cruzando lo que creía que eran dos fronteras, un fin de semana (o quizás algún puente) la familia nos fuimos hasta Andorra cuyas tiendas me enamoraron y de donde volví escuchando el Nikita de Elton John en mi walkman mientras deseaba llegar a casa para poder jugar al Buck Rogers.
Yo quería tiendas como aquellas en Pamplona, pero no había suerte.
A casa llegó la Master System y, para aquel entonces las tiendas anteriormente mencionadas ya no traían juegos. La leyenda decía que en “El Centro” había un lugar donde podría encontrar juegos para ella.
Tras amplias pesquisas llegué hasta “el” centro. No era para tanto. Ni siquiera para un chaval de trece años que apenas se había aventurado solo lejos de casa. y así llegué hasta el lugar mítico: Radio Frías (que resultó ser un bazar) en cuya parte trasera pude encontrar algún que otro cartucho a unos precios que rara vez me podía permitir.

Cuando todo parecía ya perdido, surgió una nueva leyenda. El el mítico e indefinido “Centro”, donde de todo existía, se encontraba un lugar llamado Ramar. Un lugar en cuyo interior había juegos. Montones de juegos. Y, lo más sorprendente, también había un dependiente que sabía lo que estaba vendiendo.
Siguiendo unas crípticas indicaciones llegué (el autobús me llevó) hasta “El Centro”. Un “Centro” diferente a aquel en el que ya había estado. Aquello ya era más desconcertante. ¿El Centro no es el Centro? ¿Qué clase de brujería era aquella?
Atemorizado y desorientado recorrí la plaza donde me dejó la línea dos (sin saber cuantas veces más me bajaría en aquella parada en el futuro para ir al Club) escudriñado los escaparates de todos los locales sin éxito. Ramar no estaba allí. Había una tienda apenas iluminada en cuyo interior había cacharros electrónicos y alguna cinta, pero no era lo que estaba buscando.
Amplié el radio de mi búsqueda a las calles que daban hasta aquella plaza y finalmente llegué al lugar. Al menos era un local cuyo nombre coincidía con el que buscaba, pero en su interior no veía carátulas con dibujos llamativos, sólo moqueta y un señor con traje. Había ordenadores, pero eran para trabajar. Desanimado cejé en mi búsqueda por un tiempo hasta descubrir que no me había bajado en la parada correcta.

Cuando el la Micro Manía apareció el anuncio del Lingote decidí lanzarme de nuevo a la aventura. Esta vez no desfallecería. Las indicaciones eran más precisas, la determinación mayor. Nada me detendría.
Así llegué hasta un nuevo “Centro” de la ciudad. Pero... no era un centro nuevo, ya había estado ahí con anterioridad. Allí estaban los cines donde me habían llevado a ver unos años atrás a E.T., Indiana Jones o los Gremlins.
Recorrí aquella plaza con esperanzas renovadas hasta llegar al Centro Comercial Roncesvalles; el local en el que mi informador había situado el lugar marcado con la X. Entre los distintos establecimientos, oculto a simple vista (se encontraba en el sótano) encontré Ramar, la de verdad, y no quise salir de allí nunca más. Luego me di cuenta de que tampoco podía hacer gran cosa allí y, tras manosear diversas carátulas dejé tranquilo al dependiente. Pero, antes de retomar el camino de vuelta a casa me di una vuelta por los cines para ver los carteles de las películas. Cual sería mi sorpresa cuando, al dirigirme a los cines Príncipe de Viana, por la periferia de mi visión se colaron unas imágenes familiares. En las cristaleras de uno de los edificios frente al cine se encontraban expuestas gran parte de las imágenes que acababa de contemplar y manosear en Ramar. Ahí estaba el escaparate de Igúzquiza. Para mayor conmoción, en la salida de aquella calle estaba la “Plaza de Radio Frías”.
Aquel era “EL CENTRO” de verdad. El bueno. De haber descubierto aquel día que a menos de cien metros de allí se encontraba el salón de juegos Carlos III, y un poco más lejos Tebeo, me podría haber dado un síncope.

Ramar e Igúzquiza se convirtieron en mi lugar de peregrinaje las tardes de los sábados durante una temporada bastante larga (quizás un par de años, hasta que comencé con el rol). Trabé una buena relación con los dependientes de ambos negocios (o eso es lo que quiero creer, quizás sólo fui un crío pelma más).
El dependiente de Ramar me solí pasar los juegos que otros clientes le devolvían defectuosos para Commodore, porque el no tenía con qué probarlos y, con el tiempo, directamente me dejaba las novedades que le iban llegando sabedor de que me las iba a copiar. En Igúzquiza siempre solían tener algún Amiga conectado corriendo un juego o una demo y no me decían nada mientras me dedicaba a pulular por ahí. Todo lo contrario, cuando me veían llegar se preparaban para mostrarme las novedades y darme conversación.
Ramar cerró no mucho después (previo cambio del dependiente y subir el local dos plantas en el mismo centro comercial), para entonces todos los que había conocido antes ya habían dejado de vender juegos o directamente habían desaparecido. Así que sólo quedó Igúzquiza.
El local “serio” que tenían en la calle Esquiroz se movió hasta el “Centro” un tercer centro situado cerca de la casa de la juventud y que me pillaba de paso cuando iba a la librería Antares o el vídeo club Bogart. En su escaparate vi como pasaban los distintos modelos de Commodore PC. Pero esa parte también cerró poco después.
El el local del Centro Comercial Avenida pasé de los ocho bits (Commodore) a los dieciséis (Atari y MegaDrive) y a mis primeros juegos de PC. Allí compré el Pirates! para todos los sistemas que pasaron por mis manos, el Unlimited Adventure, Cobra Mission y Metal & Lace y otros muchos.
De vez en cuando, tras visitar la juguetería Irigoyen o la librería Gomez buscando juegos de rol, me pasaba por allí camino de la casa de la juventud para ver si había salido algo interesante.
Pero los juegos que iban saliendo para PC cada vez me gustaban menos y los de MegaDrive llegó un día en el que dejaron de aparecer en sus vitrinas.

Poco a poco dejé de pasar por ahí. Los juegos de rol los encargaba por correo y ya apenas me pasaba por las librerías. Abrieron un Centro Mail cerca de casa de mis padres y un Canadian cerca de la casa de la juventud y también me llevaba bien con sus dependientes.
Canadian cerró, y Centro Mail se convirtió en Game. Los juegos modernos que salían cada vez me interesaban menos y me centré en la emulación.
Pero siempre que iba a alguno de los cines del centro me daba una vuelta por la cristalera de Igúzquiza.
Y llegaron los centros comerciales de las afueras con sus multisalas, Irigoyen, el salón de juegos Carlos III y los cines Príncipe de Viana cerraron, dejando nuevos espectro sólo visible al escrutinio de mi mente.
Ya no me pillaba de camino hacia ninguna parte y tampoco pensaba en él pero, cuando el azar me hacía pasar delante, me reconfortaba ver que seguía abierto.
Hace cosa de cuatro o cinco años (o quizás fueran seis o siete), para el cumpleaños de un amigo, entré para comprarle un juego para la DS y la dueña, sin decir nada y pese a mis cambios físicos, me reconoció.
Hace unos meses pasé por delante y vi que seguía ahí y, este sábado, cuando me lo dijeron, algo pequeñito que estaba dentro de mi se rompió. Ayer me pasé por delante de su cristalera para cerciorarme y confirmar la triste verdad. Ahora, en su lugar, hay una tienda de ropa infantil.

He mirado por internet para saber algo más de ellos pero no hay nada. Ni de ellos, ni de Ramar, ni de AMS, Supermercado del cassete.
Miento, hay menciones de páginas genéricas de negocios. Páginas que no dicen nada de lo que significaron para gente como yo. He visto que AMS abrió en el 86, y que Ramar aparecía, en la hemeroteca de La Vanguardia, como una de las decenas de tiendas que vendían el PCW de Amstrad.
La única que tiene una web ha sido ella, la que llegó hasta la época de internet, y me ha dolido un poco más el saber que se dedicaban al retro. Una tienda con material retro en mi ciudad, una que significó tanto para mi, ignorada... olvidada... incluso por mi, cuando aún le quedaba tanto para darme.
Espero que el cierre haya sido por jubilación y me los quiero imaginar ahora, con tiempo, en su casa jugando con todo aquello a lo que no pudieron dedicarle tiempo mientras trabajaban.
Se ha ido la última de las primeras.
Se ha ido para convertirse en un nuevo espectro de la ciudad que conocí.

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