Días de vídeo

Hay influencias innegables que me han ido marcando a lo largo de mi vida. Esas cosas de las que os suelo hablar por aquí. Personas, eventos o productos que me han impactado e ido moldeando hasta dar forma la persona que soy a día de hoy (así que echadles la culpa a ellos).
En definitiva: Todos esos detalles que pueblan mis recuerdos y me hacen torturaros con las diversas letanías nostalgiadoras que voy publicando por aquí.
De esta manera, os he ido hablando de videojuegos, tebeos y rol, pequeñas y dispersas partes de un todo. Facetas del mosaico (que prosaico) aglutinador del que, como resultado, surge mi persona.
¿A que viene tan ampulosa presentación? Os preguntaréis.
A aquello de lo que no os he hablado. La pieza fundacional en la que se apoyarían el resto de mis aficiones. Mi fábrica privada de héroes y roles a imitar. Antes de Los Cuatro Fantásticos, antes de Jorune o el Pong, mi afecto lúdico ya se hallaba preso de mi primer y prematuro amor (por si no lo habéis adivinado por el título, os lo aclaro ya mismo): El Vídeo.
Y digo bien, no creáis que hay error en mis palabras: Vídeo. No cine o televisión

Sí señores, desde mi más tierna infancia, ya en la lejana Alsasua (en los igualmente lejanos setenta), fui el afortunado poseedor (al menos en usufructo) de un reproductor de videocasetes.
En él visionabamos una y otra vez las películas que mi padre alquilaba en Pamplona. Excelsas y magnas obras como la filmografía completa de Bud Spencer y Terence Hill, o las de Esteso y Pajares. Clásicos indiscutibles como Las amazonas contra los supermanes, Las aventuras de Ultraman o (hágase un respetuoso y devoto silencio) las versiones reducidas de algunas de las series de Go Nagai que se publicaron por aquí: SuperMazinger, Groizer X y Grendizer. Por el camino también se nos deleitaríamos con pequeñas joyas como La espada del sol, Tarzerix, Alas doradas, Capitán Futuro o, porque no decirlo, El armario del tiempo, la mejor película jamás realizada de Mortadelo y Filemón.
Aquellas cintas se quedaban en casa durante meses, antes de ser devueltas a mi santuario personal de aquellos años: El vídeo club Telman. Para mí, las visitas a aquel sacrosanto lugar eran auténticas peregrinaciones de Fé. Suplicantes experiencias iluminadoras que alumbrarían mi camino a la voz de “Aitá, pilla ésta”.
Con el tiempo aquel lugar ha cambiado mucho. Años después albergaría en su sen otro de los templos de mi devoción; una sucursal de la tienda de ordenadores Iguzquiza (donde llegaron a vender PCs de la marca Commodore). En la actualidad y, acorde a los tiempos (supongo) el local está ocupado por una Sex Shop. No, ahí aún no he entrado.

Pero continuemos con lo que estábamos.
Al llegar a Pamplona hecho ya un hombre hecho y derecho de nueve años, no tardaría en crear mi propio camino (bueno, miento, la verdad es que tardaría un tiempo en superar mis limitaciones y condicionantes socio-personales)
Al principio mi atención se repartiría entre Gonzalo (la librería que, aún hoy, perdura frente a casa de mis padres) y el vídeo club Iturrama. Aún no tenía dinero como para comprar o alquilar por mi cuenta sus contenidos, pero soñar era gratis (frustrante, pero gratis)

Así pasaría el tiempo y (afortunadamente) crecería. Comenzaría a trabajar (e ingresar dinero) pronto y a edad temprana ya podía permitirme el sufragar mis aficiones. Eran (y continúan siendo) más numerosas las aficiones (y sus componentes fetiches físicos) que el dinero que podré ahorrar en veinte vidas, pero era un comienzo.

Si bien he tendido a ser siempre “socialmente parco” (para qué negarlo), ha sido siempre gracias a mis aficiones que he logrado entablar relación con aquellos a los que llamo mis amigos. Más de una vez he comentado que no conservo ningún amigo del colegio y que las relaciones que mantengo ahora surgieron a través de mis aquello que realmente me gusta. Aquellos que comparten, ya sea sólo en parte o en su totalidad, mis intereses lúdicos (que no forzosamente mis gustos)
En todos ellos, incluso en aquellos no necesariamente socializadores como podría ser la música, la lectura o el cine, he encontrado siempre elementos de unión que me he utilizado para conectar con los demás. El vídeo, por supuesto, no fue una excepción.

Allá en los (sí, me repito) lejanos noventa disfrutaría de algunos de mis mejores momentos. Aquellos sábados por la noche en los que torturaba a quienes no gustaban de salir de bares o, simplemente, no les apetecía aquel día salir por ahí, con las películas que alquilaba en el Bogart.
Noches de Mallrats o Clercks, de Dragón Ball o El Puño de la estrella del norte (ya fuesen ambos en dibujos o imagen real)
Sustituiríamos el Movierrecord por la entradilla de Manga Vídeo. Las películas del cine se dividían entre dignas, o no, de “Noche de acción en Telecinco”
Cuando en la velada post sesión maratoniana de Evangelion o Escaflowne, la tele nos sorprendía con joyas como Karate Cop, Hechizo mortal o alguna película de chinos. Cuando parábamos el reproductor, y en El Plus estaba una porno en la que un tipo se preocupaba porque “no sabía bailar”.

Sí el maestro de Conan me preguntase “Javi, ¿Qué es lo mejor de la vida?” le respondería sin dudar:
Una película atroz, una comida decente y una buena compañía para disfrutarlas.

Si, una vez llagados hasta aquí, habéis llegado a la conclusión de que éste (el de las películas) es otro de los temas que tengo de intención de retomar, habéis acertado.
Sino... pues nada, seguid a lo vuestro. Ya trataré de ser más claro en la próxima entrada.

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