El místico

Por Javier Albizu, 11 Junio, 2011
- La vida no es un círculo cerrado – Había pasado mucho tiempo desde que Marcus utilizase aquella expresión por última vez – Quizás tienda hacia una forma circular, pero desde luego no llega a cerrarse nunca. Ni siquiera una vez muerto.
- Pero reconocerás que tu regreso aquí sí que dirige la línea de tu vida de nuevo hacia su punto inicial – y aquel lugar era el último en el que la había usado – Estoy seguro de que no esperabas volver aquí en mucho tiempo (si es que albergabas la intención de regresar en alguna ocasión).
- No reniego de mi pasado, Giacomo. Que ya no sea quien fui no implica que niegue haberlo sido nunca, ni que haya olvidado lo que aprendí siendo aquellas personas.
Marcus Dorell había sido cosas muy distintas a lo largo de su vida. Quizás no muchas en el terreno cuantitativo, pero sí en la distancia que las separaba ideológicamente. Sólo había un punto en común entre todos aquellos Marcus que había sido en cada momento, y ésta era la búsqueda de respuestas. El deseo de saber los cómos y los porqués del funcionamiento del universo y aquellos que lo habitaban. Desde sus comienzos había sabido que aquella sería una búsqueda ardua y larga, pero él era un hombre trabajador y paciente.
Su pasado había transcurrido como un viaje accidentado en busca de su meta. Había sido xeno-biólogo, ingeniero y religioso, para finalizar como asceta y filósofo errante. En aquel momento sólo sabía una cosa: No sabía si se encontraba más cerca de su objetivo que cuando comenzó su búsqueda, pero había encontrado el camino por el que encauzar su vida (o al menos eso creía). Un camino que él mismo se había creado a base de andar. El camino del hombre consciente.
Con la edad había aprendido a reducir sus miras. Había pasado de tratar de conocer el funcionamiento de todo, a intentar conocerse a sí mismo.
- Es una pena que no hayas dedicado más esfuerzo en potenciar a ninguno de tus anteriores “yoes” – Aquel era uno de los típicos discursos de Giacomo – Tu inconstancia nos ha privado de una mente brillante en los campos que has abandonado – Aquellos discursos le halagaban e incomodaban por igual.
- No he venido hasta aquí para que trates de recuperarme para la fé, Giaco – Eso era cierto, aunque en cierto modo agradecía el intento de su amigo.
- Eso ya lo suponía, pero supongo que no me culparás por intentarlo – Giacomo parecía intrigado en aquel momento – ¿A qué debo tu visita?.
- He venido a despedirme.
- ¿Despedirte? – La curiosidad desapareció del rostro del sacerdote, para ser sustituida por la preocupación – ¿Acaso estás enfermo?.
- Tranquilo. No se trata de eso.
- ¿Entonces? – El alivio aún no asomaba en su rostro – Comprenderás que, tras más de veinticinco años sin saber de ti, el que vengas a “despedirte” suena un tanto, no sé, ¿drástico?, ¿dramático?
- No quería asustarte de esta manera – Aunque en el fondo esperaba aquella reacción, y en cierta medida le habría decepcionado no obtenerla – En unas semanas voy a iniciar un viaje fuera del planeta.
- ¿Por eso vienes con todas tus pertenencias?
- Veo que continúas siendo muy observador.
- Contigo no hace falta serlo. Es la diferencia entre verte llevando una bolsa o con las manos vacías. Aunque esa cosa que llevas a la espalda me sorprende.
- Se llama espada.
- Lo sé, pero no deja de ser una cosa.
- Cierto.
- No te creo.
- ¿Qué?
- Hay algo más. Esto es más que un hasta luego.
- No te equivocas.
- Pero no vas a decirme más.
- Ahí tampoco te equivocas.
- ¿Tendrás cuidado?
- Todo el que pueda.
Marcus abandonó la iglesia. Aquel lugar había sido su hogar cuando todo en lo que creía le había fallado. La Iglesia del Perpetuo Retorno.
Aquel lugar situado a las afueras de la gran Vashul parecía algo atemporal. Giacomo lo encontró hacía ya treinta años, desorientado y desvalido, y le había ayudado a recomponerse a sí mismo. Aquel lugar y aquella persona eran los primeros de quienes quería despedirse antes de su último viaje. Quizás no compartiera sus creencias, pero era el único sitio en el que no le habían juzgado, ni pedido nada.
Ante aquel pequeño edificio de piedra se alzaba la gran urbe: Vashul. Aquella que le había engullido y escupido cuando ya no pudo darle más. ¿Cuántos años de su vida habían sido desperdiciados entre aquellos monstruos forjados de las mas variadas y resplandecientes aleaciones?
Palpó las cicatrices que habían dejado los implantes de su cuello al ser extraídos y se adentró en las fauces de la gran bestia. Ahí comenzaría su viaje, y confiaba en que los fragmentos de humanidad de su pasado todavía permaneciesen en sus entrañas. Aún quedaba una persona de la que despedirse.
- Cuando te da por ponerte melodramático, lo haces a conciencia – se recriminó, sin poder o querer evitar que una sonrisa contenida asomara en su rostro. Tomó aire, y retomó su camino.

Los olores, aunque con leves variaciones, continuaban asaltando su olfato. La suciedad del nivel cero no había hecho sino empeorar. La “moda” dominante en aquella zona apenas parecía haberse visto alterada por el paso del tiempo: Andrajos y prótesis hechas con los restos y materiales desechados por los niveles superiores.
Según se adentraba en la ciudad, el panorama cambiaba de manera ostensible. Los olores se iban suavizando hasta llegar a ser medianamente aceptables. Las bases de los edificios apenas tenían suciedad, y la calzada ya no tenía tantas irregularidades. En las alturas se veían los puentes que unían los distintos niveles de la ciudad, y los deslizadores se paseaban por las alturas ajenos a la gravedad y a las miradas de los viandantes de los niveles inferiores.
Suponía que ya no disponía de crédito, por lo que no podría tomar un deslizador para llegar a su destino, así que buscó una plataforma elevadora. Cuando abandonó la urbe no eran muy frecuentes, o al menos no había necesitado nunca de ellas. En aquel momento aquello le parecía frustrante.
Por fin encontró una plataforma, y lo que creyó sería un analizador de ADN. Confiaba en que no hubiesen borrado sus datos de la red central. Se había extraído su identificador junto con los implantes. Introdujo la mano en el escáner.
- Marcus Dorell – dijo una voz femenina. Millones de años de evolución, y la humanidad no había logrado erradicar su machismo – ¿En qué puedo servirle? – aunque él también prefería ser recibido con una voz amable y dulce.
- Acceso al nivel doce – Trató de que su voz no temblase.
La gente se sorprendía de que alguien como él, alguien crecido en la ciudad y con estudios superiores en varias especialidades de ingeniería, desarrollase una tecnofobia como lo había hecho él. A aquello siempre había respondido lo mismo: “Cuando sabes que las leyes en las que se basa el funcionamiento de estos aparatos están sujetas por hipótesis sin confirmar al cien por cien, y la fé ciega de los creadores en estas hipótesis... Cuando algo funciona, pero no sabes a ciencia cierta por qué, o durante cuánto tiempo lo hará, pese a ser tú quien lo ha creado... Entonces es cuando tienes razones para temerla”.
No. No le gustaba la tecnología. Cuando vio que la biología no le daba las respuesta que andaba buscando, busco éstas en las máquinas. Si no podía desentrañar las leyes naturales se fabricaría las suyas propias. Pero éstas eran tanto o más inestables que las funciones físicas y celulares de las especies. Durante años estudió y confió en lo que habían estudiado y dado por cierto otros. Pero al final las maquinas fallaban, y demasiadas veces los creadores decían “No sé por qué ha sucedido esto. Todo está bien, no tendría por qué haber fallado”. Prácticamente dio su vida por un proyecto, sólo para que éste resultase un fracaso demasiado traumático para alguien que había dormido dos horas al día durante los últimos cuatro años.
- Debería haber funcionado – dijeron todos – Los cálculos son precisos, los circuitos funcionan a la perfección, la teoría era correcta.
Pero él era el director del proyecto, él era la cabeza de turco que debía ser cercenada. La vida y la cordura que fueron destruidas por abogados, ejecutivos y contables, eran las suyas.

Nivel doce. Allí estaba la segunda y última persona de la que quería despedirse.
¿Por qué quería despedirse? ¿Qué lograba con aquello?
Ver a aquellas personas por última vez no cambiaba nada. Ya había tomado su decisión y, al igual que a Giacomo, no iba a decirle a Arthur lo que se disponía a comenzar, ni como acabaría para él. Aquella pregunta se la había hecho varias veces antes de decidir su curso de acción. Al fin y al cabo era un hombre consciente. Debía saber de sus autenticas motivaciones antes de emprender cualquier tarea.
Había obtenido algunas respuestas a aquella pregunta, pero sabía que no eran todas. Hacía mucho tiempo que había aprendido que no todas las razones podían ser definibles. Mucho tiempo desde que aceptó que había preguntas cuya respuesta no averiguaría nunca, aunque no por ello dejaría de intentarlo. Aquello era algo que también había descubierto y aceptado sobre sí mismo. Había cosas que no eran ni buenas ni malas. Sólo estaban ahí, y trataba de no intentar anularlas. Aquella, al igual que otras facetas de sí mismo, no podría controlarla. Aunque no por ello dejaba de intentarlo de manera solapada (aunque en el fondo consciente). Había ocasiones en las que aquellos bucles eternos de preguntas y respuestas le daban dolor de cabeza.
¿Por qué despedirse?
Quería saber si aquellas personas se acordaban de él a pesar del tiempo que habían pasado sin verlo. Saber que, una vez que él no estuviera, al menos quedaría su recuerdo en la memoria de aquellos hombres.
Aunque él también quería verlos. Había momentos en los que había considerado la nostalgia un símbolo de debilidad. Pero este razonamiento no tardó en mostrarse como una autentica estupidez.

Finalmente llegó al edificio en el que vivía Arthur. Se detuvo unos segundos en los analizadores de la puerta, hasta que éstos le identificaron.
- ¿Con quién desea contactar, señor Dorell? – Parecía la voz de la señorita de antes.
- Arthur Doyle.
Unos segundos de silencio, y la proyección de su amigo apareció ante él.
- ¿Marcus?
- El mismo.
- ¿Eres tú?
- No.
- Estás increíble.
- ¿Para un hombre de sesenta y cinco años?
- Cuando tenías veintitantos no se te veía tan bien.
- ¿Me vas a dejar entrar, o toda nuestra conversación va a ser aquí?
- Claro. Pasa, pasa. Perdona – Mientras el elevador alcanzaba la vivienda de Arthur, la imagen de éste no desapareció – ¿Qué te trae por aquí?
- Una visita antes de abandonar el planeta.
- ¿Dónde has estado todo este tiempo? Cuando el portero me informó de que eras tú me costó asociar tu nombre.
- Falta uno un par de días, y ya se olvidan de él.
- Dejaste la compañía hace casi cuarenta años.
- Donde he estado los días eran muy largos.
Tras ser repudiado por la corporación, y el fracaso de lo que había considerado el trabajo de su vida, Marcus había sufrido graves problemas mentales causados por la depresión. Lo perdió todo y a todos, o al menos eso pensó su yo de aquellos momentos. Tras eso llegaría la iglesia, pero una vez “sanado” aquel camino tampoco le servía.
También abandonaría aquel lugar, pero esta vez no como una huída, sino como un acto consciente de avance. Antes de tratar de conocer lo que le rodeaba, debería conocerse a sí mismo.
Empezaría con lo más sencillo. Conocer su cuerpo, y hasta dónde era capaz de llegar éste. La tecnología y la ciencia en las que había confiado le habían fallado. A partir de aquel momento sólo dependería de sí mismo para lograr sus objetivos. Tras el desarrollo y control del cuerpo llegaría lo más arduo: El estudio y conocimiento de su propia mente.
Aquel conocimiento aún se estaba llevando a cabo. Mucho se temía que nunca llegaría a completarlo, pero había alcanzado un estado de paz que no había conocido nunca antes.
- Así que te vas – Le sorprendió la expresión de tristeza en el rostro de Arthur.
- Así es.
- No pensaba que te quedasen ganas de volver a trabajar para la corporación.
- Me hicieron una oferta que no pude, ni quise, rechazar.
- Cuando regreses, no tardes cuarenta años en volver a visitarme. Quizás no dure tanto.
- Si regreso, no dudes en que te visitaré – La charla había sido amena. Mucho más de lo que esperaba. Se sorprendió de que le apenase el irse de aquel apartamento. Gustosamente habría prolongado su estancia allí, pero se obligó a levantarse y abandonar la compañía de Arthur.

De nuevo en la calle, permitió que su mente retomase el análisis de lo que iba a hacer. Había pasado mucho tiempo desde que tuviese aquella visión. Sí, la palabra adecuada para describirlo era visión. Contemplar la muerte de uno era algo que marcaba.
Durante mucho tiempo analizó cual podía ser el origen de aquellas imágenes que habían invadido su mente. Finalmente desestimó la búsqueda. Sabía que no encontraría la respuesta. Había estudiado muchas filosofías ajenas antes de encontrar su propio camino. Filosofías antiguas y contemporáneas. De cada una de ellas había tomado aquello con lo que estaba de acuerdo, y desestimado aquello que consideraba erróneo, o no valido para él.
Siempre le había intrigado el concepto del destino, presente en muchas de ellas, pese a que nunca había creído en él.
Pero aquella visión había amenazado con romper todo su equilibrio interno. En su interior la sentía como cierta, pero no tenía intención alguna de montarse en ningún horror tecnológico para abandonar el planeta. Por lo tanto, su lógica le indicaba que aquello que había visto no llegaría a suceder nunca.

Hasta hacía un mes.

No sabía como han dado con él. No había tratado de ocultar su rastro, pero aún así, no entendía cómo o por qué lo habían buscado precisamente a él. No sabía por qué razón le habían ofrecido aquello, y lo que más le sorprendía: No sabía por qué estaba tan dispuesto y ansioso por comenzar aquella tarea.
La único respuesta que se le ocurría para explicar su reacción era que había llegado el momento de volver a ampliar su búsqueda. Sus viejos yoes parecían haber despertado. Viajar en una nave que había visitado lugares no vistos por la humanidad conocida. La posibilidad de encontrar otras culturas humanas, que fuesen alienígenas para todo lo que él conocía. La posibilidad de estudiar una maquinaria no humana, de tratar de extrapolar su funcionamiento mas allá de la tecnología concebida por el hombre.
Pero aquello mismo implicaba más cosas. En el momento en que aceptó el trabajo supo que no llegaría a verlo concluido. Él iba a morir en aquella nave. Más concretamente, en el exterior de aquella nave.
¿Existía el destino? ¿Había una fuerza invisible que guiaba sus pasos? ¿Un ente todopoderoso que manejaba sus hilos y decidía por él?
Se negaba a creerlo. Sus decisiones eran el fruto de sus deseos, de sus elecciones. Pero la trampa ya estaba tendida. Su decisión ya estaba condicionada por la visión, y las sensaciones que ésta le provocaba.
Si no iba, actuaba movido por su deseo de demostrar que aquella visión no era cierta. Si iba, en cierta medida también era por ese motivo; para demostrar que no creía en ella, que él era el único dueño de sus actos. Que no creía en aquello que le había sido mostrado.

En el fondo nunca tuvo opción.
Por mucho que tuviese dos elecciones posibles, sólo podía tomar un camino.
Aquella lucha interna no tenía sentido. Lo sabía. Él era un hombre consciente. Sólo le quedaba tomar la elección correcta.
Su elección.

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