Aprendiendo a ser un impostor

Ayer me rompí. La rabia y la frustración acumulada del último mes me llevaron a ¡¡¡ANATEMA!!! estar a punto de echarme a llorar en medio del trabajo. Destruí ante mis compañeros el personaje que tanto me ha costado levantar y con el que no sé si he logrado engañar a alguien.
Llevo más de un año así. Rompiéndome y recomponiéndome de nuevo en silencio. Intentando que nadie se de cuenta de que soy un fraude. Que no soy la persona en la que se pueden apoyar pero que no necesita el apoyo de los demás. Me rompí moral y emocionalmente ante ellos. Esa muralla que trato de mantener ante el mundo, esa proyecto de mi mismo que trato de alcanzar, se ha resquebrajado. Finalmente había alguien en el bosque cuando me caí para comprobar que, efectivamente, sí que se generaba un sonido.

Llevo varios meses con esta entrada en los borradores. Tratando de darle un enfoque en el que no parereciese que se trataba de un grito pidiendo ayuda. Porque no lo era. No quería que lo fuese.
Aunque probablemente todo esto también fuese mentira. Probablemente sólo quería que no lo pareciera.

Porque no me avergüenzo de lo que quiero llegar a ser. No me avergüenzo de mi mentira. Porque soy un impostor y lo reconozco libremente. Soy un impostor en todos los aspectos de mi vida, y me da igual. Soy un impostor porque es lo que quiero ser. Soy un impostor porque no sé si existo.

Y soy un imbécil.

Soy un tipo que miente cuando parece alguien sin sobrepeso. Cuando intenta parecer alguien seguro de sí mismo. Cuando intenta aparentar que su aspecto no le importa.
Cuando me miro al espejo no me veo a mi mismo. Tampoco veo a mi yo de antaño con cuarenta kilos más, o con pelo. El aspecto nunca fue el problema.
De haberlo sido, en las ocasiones en las que me puse a dieta por motivos estéticos no lo habría dejado. De haberlo sido, habría intentado hacer caso a mis peluqueras con las cosas que me decían que me echase cosas en la cabeza.
El problema siempre he sido yo. La percepción que tengo de mi mismo. Ser feo y gordo no me preocupaba. Morir solo no me preocupaba. No formar parte de algo no me preocupaba.
Me decía todas estas cosas y me mentía. Sabía que lo hacía, y me mentía aún más diciéndome que eso tampoco me importaba.
Porque no tiene que importarme, así que actúo como si esa fuese la verdad.

Adelgacé por motivos de salud. Esa era una razón objetiva que no podía obviar. El hecho de que, en una parte enterrada de mi mente, algo dijese “igual así le gustas a alguien” tenía que ser irrelevante. No lo era pero tenía que hacer como si lo fuese.
Porque todo eso da igual. porque mi aspecto, por más que me pueda llegar a afectar, no tiene que definirme. Porque mi imagen mental no ha variado. Con ciento treinta o con noventa kilos, soy quien soy. Con pelo o sin él, con barba o sin ella, soy quien soy, de negro o de de blanco, soy quien soy. Pero no debería importar. No elegí ser quien soy, no elegí mis defectos, sólo son rasgos contra los que luchar. Todos comenzamos como una tabula rasa. Por más que quiera, uno no elige lo que es, elige lo que quiere llegar a ser.

O eso es lo que quiero creer. A fin de cuentas no somos nada más que la suma de una serie de reacciones químicas en nuestros cerebros.

Pero eso tampoco importa. Por más que a algunos esto les sirva como excusa, como justificación para ocultar motivos ulteriores de sus decisiones, siempre tenemos elección.
Esto no sirve como excusa. Al menos no ante el que construyen la suma de mis reacciones químicas. Todos somos los últimos y únicos responsables sobre nuestras acciones.

Quien soy es irrelevante, por más que esto cambie de manera constante, lo que importa es quién aspiro a ser. Al menos eso es lo que le importa a quien aspiro a ser hoy, ahora, en este preciso instante.

Pero hay otro yo.
Mentira también, sólo hay un yo.

Quien me devuelve la mirada desde el espejo también soy yo. Quien me dice que tiene que importarme todo lo que sé que no debe importarme, que sea uno más, que encaje, también soy yo.
Por más que no me guste, por más que esta me permee, la culpable no es la sociedad, no son “los demás” a quien debo echar la culpa por mis acciones.
El miedo y la cobardía forman parte de uno. Esa parte que quiere que te rindas porque, en el fondo, todo da igual, la que te dice que no pasa nada, que tienes derecho a hacerles daño a los demás porque, en el fondo, ellos también te lo harían a ti, la parte que te dice que lo único que importa eres tú, también eres tú.

He intentado ser muchas cosas a lo largo de mi vida. A algunas de ellas les he dedicado más esfuerzo que a otras. Algunos fracasos me han sido más fáciles de justificar que otros, pero siempre han sido eso, justificaciones.
Siempre podría haber dedicado más tiempo y esfuerzo a cada una de esas facetas. No es una cuestión Cohelana de “puedes ser todo lo que te propongas”, sino algo tan prosaico como “obtienes tanto como el esfuerzo que le dedicas”.

Es innegable que puedes tener una predisposición natural hacia ciertas áreas, pero siempre puedes mejorar. Seguramente no tan rápido como te gustaría, quizás no llegues hasta donde te gustaría, pero siempre puedes llegar un paso más allá.

En mi caso, esa parte dañina es la sensación que se empeña en empujarme a dejar de esforzarme, que me hace sentir que no voy a conseguir lo que quiero y muchas veces lo consigue.

Siempre que me he impuesto mis autoretos, ha sido según acuerdos de mínimos. Mínimos que he cumplido, en ocasiones haciéndome trampas a mi mismo. Objetivos que he logrado tergiversando unas reglas que sólo yo conozco para no dañar aún más mi autoimagen. Ganando mediante tecnicismos.

Dos años haciendo un dibujo diario sin concretar “qué” es un “dibujo”.
Cuatro meses y pico escribiendo algo al día, sin concretar cuánto es “algo”. Marcando otro mínimo de tres páginas semanales sin especificar si esto implica llegar hasta la primera línea de la cuarta o basta con llegar a la primera línea de la tercera.
Año y pico dedicando una media de una hora a estudiar matemáticas, pero usando y abusando del concepto de “media”.

Y esta no deja de ser también mi parte dañina hablando. La que me dice que soy un tramposo y un vago. Que todo esto no ha servido para nada, cuando sé que esto no es cierto.

Informática, electrónica, dibujo, escritura. Si no soy mejor de lo que soy en ninguna de estas disciplinas es porque no les he dedicado más tiempo, pero esto no quiere decir que no haya realizado ningún progreso.
Aún así soy incapaz de considerarme , de “sentirme”, un informático, un dibujante o un escritor.

No soy tan bueno en nada como aquellos a quienes envidio y admiro, pero ellos tampoco son tan buenos como yo en otras cosas. La sensación dañina sólo se queda con la primera parte obviando la segunda.
Así que elijo no escucharla. Pero siempre sigue ahí tratando de derribarme, así que tengo que mentirme. Tengo que actuar como si no existiese. Tengo que ser un impostor.

Quiero creer que todo empieza con lo que soy capaz de recordar, quiero creer que puedo confiar en mi memoria, aunque sé que los recuerdos son siempre imperfectos.
Quiero echarle la culpa de todo lo malo al colegio, posiblemente mi peor experiencia vital, pero las coas nunca son tan sencillas.

El estudio y yo nunca hemos sido demasiado compatibles, me digo excusándome.
...corrijamos: La formación reglada y yo nunca nos hemos llevado demasiado bien.
Una nueva excusa.
...corrijamos de nuevo, puedes hacerlo mejor, ser más rebuscado: Desde que abandoné el tercer curso de la ya extinta EGB la manera de explicar los conceptos no prácticos en la educación estándar no sirve para mi.
Excusas, excusas.

Me digo que soy de esos que tratan de buscar una explicación racional (al menos una válida para mi limitada y parcial capacidad de raciocinio), así que me lanzo a buscar teorías que aparenten coherencia.

A lo largo de toda mi vida he ido creando una narrativa compleja alrededor de todo esto. Una serie de justificaciones construidas sobre y alrededor de verdades parciales que tratan de circunvenir mis contradicciones personales.

A día de hoy, la (mi) versión oficial que trato de vender ante otros y ante mi mismo es que las cosas sólo me entran cuando las practico. Y con “practica” no me refiero a le mera repetición, sino a tener un objetivo claro para lo que sea que estoy haciendo (más allá de la simple ejecución reiterada enfocada hacia la memorización pura)

Muy bien. Suena como algo... válido. Incluso coherente. Hagamos como que me lo creo, como que es una verdad absoluta sin matices. Empecemos a trabajar a partir de ahí.

He estado en multitud de cursos. He empezado montones de libros sobre temas que me interesan, pero el conocimiento no me ha llegado a través de ellos. La comprensión sobre la asignatura no llega hasta el momento en el que encuentro un proyecto personal en el que aterrizar y concretar esas enseñanzas. No soy capaz (mentira) de crear reglas mnemotécnicas de una manera voluntaria.
Hasta donde lo he intentado, no me es suficiente con poseer un interés a priori sobre la materia a tratar.

No es cierto, al menos no completamente. Cuando las cosas requieren un mayor esfuerzo, o una base de la que carezco, en lugar de tratar de adquirir esa base, lo dejo porque el esfuerzo me parece superior al beneficio.
Me digo que el culpable es el método, cuando este sólo tiene parte de la culpa. Me autoengaño buscando algo que sé que no existe, explicaciones sencillas a conceptos complejos. Un método mágico que encaje con mis mecanismos de aprendizaje.

Aunque, claro, tengo pruebas irrefutables que validan parcialmente algunos de mis argumentos. Situaciones fuera del control de mi yo de antaño que perdonan a quien una vez fui, mientras le convierten en alguien que no quiero ni quise ser.

Desde que llegué a Pamplona y comencé cuarto de EGB hasta que dejé los estudios con dieciocho años, allá por el noventa y uno, mi carrera académica fue una escalada imparable de suspensos.

Aquí la narrativa entra en conflicto con la realidad. Los datos objetivos me dicen una cosa, pero la información que permanece en mi recuerdo atenúa, cuando no contradicen, esos datos.
Por un lado, a los catorce años padecí de reuma, lo que me impidió ir a clase durante todo un trimestre.
Si bien el diagnostico médico es indudable, mis recuerdos no conservan toda la carga traumática. Mi sensación general, mi recuerdo sensorial, es de “no fue para tanto”. No recuerdo el dolor físico cada vez que trataba de doblarme, pero sí que recuerdo la sensación de angustia cuando estaba solo e indefenso en casa incapaz de moverme.
Una parte de mi quiere pensar que todo fue una excusa para no ir a clase, que no tengo defectos graves de los que preocuparme, algo parecido a lo que me sucede con las sensaciones que conservo de la úlcera nerviosa por la que abandoné los estudios a los dieciocho.
Esa misma parte de mi quiere creer que los engañé a todos. No importa lo que dijesen los médicos, no tenía nada grave. Por fin conseguí dejar de estudiar, todo había funcionado según el plan. Soy un genio del crimen, un maestro maquinador. No soy el que se quedaba en blanco durante los exámenes, alguien que no era capaz de aprobar ni siquiera con la ayuda de clases particulares.

Pero debo hacer caso a los datos. Soy humano, soy débil, soy defectuoso.
Quería dejar los estudios porque tenía miedo de no ser capaz de superar cada curso, porque en más de una ocasión estuve a un paso de suicidarme. En más de una ocasión me quedé mirando el vacío bajo el puente que separaba el colegio de mi casa. En más de una ocasión me pregunté si no sería mejor simplemente saltar. Si no sería mejor empujar el destornillador que tenía apoyado contra mi estómago. Porque esos años me marcaron como pocas cosas han hecho y no fui capaz de hablar de ello hasta muchos años después. Porque cada vez que lo hago quiero echarme a llorar.
Pero no lo hago porque eso convertiría en real lo que sé que es verdad, porque no quiero volver a ser esa persona, porque soy un hombre, porque soy fuerte, porque soy imbécil, porque soy un impostor.

Y sin embargo, no siempre fue así. No siempre me bloqueé en los estudios. Mientras vivimos en Alsasua saqué buenas notas, pero al llegar a Pamplona algo cambió. No sé lo que fue, no recuerdo el cambio en sí como algo traumático, pero mi rendimiento escolar comenzó a desmoronarse.
Igual fue algo tan simple como el cambio de colegio, el nuevo ambiente o la llegada de la edad que tocase. Pero ya no importa, a día de hoy eso es irrelevante e inalterable.

Me miro al espejo y el chico gordo feo, estúpido y asustado me devuelve la mirada. El que es incapaz de valerse por sí mismo e iba a quedarse para siempre en el negocio familiar porque no servía para nada. El que es incapaz de dirigirle la palabra a una chica.
Sé que eso es mentira, sé que ya no soy él, pero de nada me sirve el saberlo. De nada me sirve que otros me lo digan.
Él sigue ahí, convertido en una sensación, en un retorcijón en el estómago, diciéndome que todos los demás son mejores, que no merece la pena el esfuerzo que, al final, alguien descubrirá el engaño.
Pero, si alguna vez lo fui, ya no soy él. Por más que forme parte de mi, trato de ignorar su voz. Trato de negar su existencia actuando como si no estuviera ahí, inventando y construyendo la persona que me gustaría ser, pero no siempre lo consigo.

Y entonces me rompo. Esa persona tampoco existe. Sólo soy un estado transitorio ente ambos. Por más que quiera obviarlo, yo también necesito ayuda.

Llevo tanto tiempo fingiendo que las cosas no me afectan, tratando de aparentar que no necesito lo mismo que todos lo demás, que esta máscara se ha convertido en un acto reflejo. No sé si engaño a nadie aparte de a mi mismo, pero me sirve para sobrellevar los días.
Lo tengo tan interiorizado que, en ocasiones, me pregunto si mis aficiones realmente me emocionan, o sólo me dejo llevar por la inercia de quien fui. Si también esto es falso y sólo se trata de una mentira más, de otra parte del personaje que interpreto ante los demás.

En el fondo, nada de esto importa. Esto es lo que soy o lo que creo ser, y me sirve gran parte del tiempo. Tengo la posibilidad de cambiarlo a diario, pero elijo no hacerlo. Elijo ser un cobarde en lo afectivo y centrarme en mis aficiones. No correr riesgos, no permitir que nada me hagan daño. Y sin embargo, aquí estoy escribiendo estas palabras. Destruyendo el personaje que trato de crear ante los demás.

Soy un impostor y lo reconozco libremente. Soy un impostor en todos los aspectos de mi vida, y me da igual. Soy un impostor porque es lo que quiero ser. Soy un impostor porque no sé si existo.

Pero esto no siempre es capaz de salvarme de mi mismo.

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