Araia V (Cosas de niños)

Y llegamos al ultimo capitulo de mis memorias de Araia. Lo cierto es que salvo un par de anécdotas, no me quedan mas recuerdos con una mínima trascendencia que contar.

Empezaremos la leyenda urbana. El camión de los helados.

Se contaba por las calles de Araia, que existía un misterioso camión, que abandonaba la fabrica de Miko (que estaba a la entrada del pueblo, aunque ahora mismo ya no es de Miko, sino creo, de Frigo) cargado con los helados que habían salido defectuosos de la fabrica, para arrojarlos al olvido de un vertedero.
¿Sería tal cosa posible?, ¿Existiría el paraíso de los helados?.
Un día, se uno de los de nuestra “cuadrilla” nos dijo que él, en tiempos, había estado ahí. Así que tras aquellas palabras, no le quedo mas remedio que llevarnos hasta la senda de los helados, el lugar de su ultima morada, donde estos iban a morir derretidos.
No tardamos en ponernos manos a la obra, y durante un largo trecho seguimos la olvidada senda que nos había indicada aquel visionario. Recuerdo que hacía calor, y las dudas sobre la veracidad de la historia no tardaron en surgir. Pero estas dudas fueron acalladas de inmediato, cuando vimos acercarse desde la lejanía un camión de Miko.
Alertados por aquella visión, nos apresuramos a ocultarnos tras unas matas, no fuera a espantarse el camión, y no descargar su valiosa carga (que si tíos, que es verdad).
Una vez que el camión nos adelanto, apresuramos el paso, ignorando el calor, y tratamos de no perder de vista al camión. Pronto la gente comenzó a acelerar aún mas el paso, atraídos por el olor de los helados como si del canto de una sirena se tratase (yo, como, al igual que ahora, no tenía olfato, pues como que no me enteraba de porque les había entrado las prisas).
Finalmente, ante nosotros se alzaban varias montañas de .... mierda. No llevaban los helados a un vertedero de helados, sino a un vertedero de lo mas vulgar. Supongo que no habría desechos orgánicos, porque en ese caso habrían camuflado el olor que seguían estos.
Mas, sin perder la esperanza, los valerosos exploradores nos adentramos en el vertedero, y algunos incluso cogimos algún helado que esta aún en su estado solido, y con el papel aún intacto.
Mirad esta impresionante foto, con nosotros en lo alto de una pila de escombros, ondeando nuestros helados cual tesoro de las minas del rey Salomón.

Araia tenía también su propio cine, aunque ahora mismo no sabría ubicarlo dentro del pueblo. Se que en él vi varias películas, y me sorprendía su precio (cincuenta pesetas), que era como una tercera parte de lo que valía el cine en Pamplona.
La única película que recuerdo haber visto allí fue la de Flash Gordon (si, esa con música de Queen, aunque entonces no los conocía de nada). La serie de dibujos que echaban en la tele me gustaba, y había pedido los comics a circulo de lectores (para que pedir libros, cuando podíamos pedir comics). Guardaba un buen recuerdo de aquella película (recuerdo los combates de espada imaginarios de vuelta a casa de mis abuelos. Hablar del miedo que había pasado cuando estaban en Arborea, y Flash tenia que meter la mano en el tronco. Daba igual que la película no se pareciera al comic o la serie, había molado), hasta que la vi posteriormente en vídeo (algunos años después). Lo cierto es que la primera vez que volví a verla no me pareció excesivamente mala, pero posteriores visionados han ido desmontando mi nostalgia con respecto a ella. Aunque siempre me quedo con ese regustillo de “no ha estado tan mal”

Otro de esos momento que tengo grabados es del verano del ochenta y cuatro: Los juegos olímpicos. Nuestros abuelos ¡no nos dejaban madrugar! (bueno, no nos dejaban madrugar para ver la tele). Pero las prohibiciones no importaban, eramos jóvenes, habíamos conquistado la montaña de basura, habíamos volado junto a los hombres halcón, y machacado brutos mecánicos con Mazinger. Nos habíamos enfrentado a los invasores extraterrestres junto al Comando G. ¿Que podíamos temer?.
Pues lo que todos. No podíamos dormir esperando la hora que empezaban los partidos de baloncesto, así que esperábamos despiertos hasta el momento. Nos escabullíamos cual nijas, bajando sigilosamente (bueno, con pretendido sigilo) las escaleras que separaban nuestra habitación de la cocina (donde estaba y continua estando la tele). Encendíamos la caja tonta, y al poco, bajaba nuestro abuelo o la abuela, y nos mandaban irnos a la cama otra vez (orden que obedecíamos muertos de sueño).
Que dura es la vida de la impetuosa juventud.

Por último, pero no menos importante, estaban las piscinas. El lugar en el que aprendí a nadar (mal), yo solito, y en el que enseñe a nadar (de pena) a mis hermanos. Que recuerdos.
La espera a hacer la digestión para volver al agua, tantos cortes y pinchazos en los pies mientras corríamos hacia el agua, tantas las tripadas brutales,

Nada, mañana comenzamos con Ecai.

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