Biografía fabuladora I: Comenzamos

Por Javier Albizu, 29 Junio, 2011

Bien, vale...
¿Cuándo empecé a escribir?
No, espera. Esa no era la pregunta.
¿Por qué empecé a escribir?
Mmmm. No. Esa tampoco era...

Vale, me salto la fase de las preguntas.

La inspiración.
Sí... creo... Me parece que la cosa iba por ahí.
¿Que me inspira a escribir?
No, cagontó. Está cerca, pero no.
Que me inspira... para imaginar.
Sí, por fin. Por ahí era por donde quería empezar.

¿Las musas? ¿El “arte”? ¿La llama creativa?
Frio, frio. Nada tan elevado ni intelectual.
Si bien es cierto que comencé a escribir a edad tardía, mi cabeza comenzaría a generar historias desde mucho antes. No me hizo falta saber leer o tragarme mamotretos llenos de letras para empezar a forjar mis propias historias. Todo lo que tenía que hacer era mantener los ojos abiertos, y dejar que las imágenes atravesasen mis nervios ópticos e inundasen mi cerebro infantil.
Todo empezó con La Primera y Gran “T”: La Tele (una no muy grande... ni muy libre, pero bueno, era lo que había)

Sólo quedaban dos días para que alcanzase los cinco años de edad cuando se emitió el primer capítulo de Mazinger Z, y aquello me marcaría para el resto de mi vida.
Eran los setenta y la pantalla era todo lo que necesitaba para comenzar a viajar. Sin vehículos motores, sin bestias de carga (y sin drogas) mi mente sería transportada a lejanos mundos poblados por toda clase de genios del mal, secuaces hermafroditas y nazis con monóculo que llevaban la cabeza bajo el brazo. Y robots gigantes, claro. De eso que no falte nunca.
Así que ahí tenéis al artífice primigenio de mi vocación fabuladora. Echádle la culpa a Go Nagai de todo el mal que le he hecho a la lengua castellana.

Vale, sí, de acuerdo. Después vendría el Comando G y, más adelante, mi padre compraría un vídeo y alquilaría cualquier cosa en cuya portada apareciese (o pareciese aparecer) un dibujo animado, pero la primera impresión fue la que se quedó grabada a fuego.

¿Quién quiere a Shakespeare, teniendo a Miyazaki? ¿Alguien necesita a Lope o Calderón teniendo a mano las obras de Oshii o Takahata?
Sí, vale, manzanas traigo. Comparar a este gente es un poco desafortunado (habrá incluso quien diga que estúpido) sobretodo si tenemos en cuenta que (por el momento) no he sido capaz de terminarme nada del primero... ni he tratado (aún) de leer alguna de las obras de los otros dos mencionados.
Ni trato de justificar mi falta de curiosidad por (algunos) de los clásicos, ni pretendo poner a unos por encima de los otros. Cada uno somos hijos de nuestro tiempo y de nuestro entorno y en el mio la cultura que se impuso de manera aplastante fue la nipona sobre la patria.
Lo más cercano a un “clásico nacional” que catarían mis tiernos ojos en aquella época serían las películas de Alfredo Landa, Esteso, Pajares u Ozores. Si nos ponemos continentales, podríamos ir hasta Italia con Bud Spencer y Terence Hill o, un poco más tarde a Inglaterra con los Monty Python (a los que con ocho o nueve años tampoco les pillabas mucho el punto)

Pero me desvía del tema.
A lo que iba.
Negar la influencia del anime (o las pelis “de chinos” en general) en mi... (ejem) “obra” sería como tratar de defender que el agua no moja. Si bien es cierto que sus estructuras narrativas y desbarres estéticos, salvo honrosas excepciones, hace ya muchos años que dejaron de conectar con mis criterios y gustos personales (por no hablar del cada día más frecuente molonismo descontrolado que lo inunda todo) su sentido de la épica, el heroísmo y la tragedia o su enfoque de lo “grande”, lo cósmico y lo sobrenatural siempre me han resultado algo de lo más atrayente.

Pero para que llegase hasta estas conclusiones aún tendría que pasar mucho tiempo. Ya te he dicho que estamos en los setenta, y el tema de la escritura aún no ha asomado por mi mente. En ella no hay lugar para disquisiciones filosóficas o elucubraciones metafísicas; sólo hay espacio para la acción.
Ni siquiera salvas a la chica. Al fin y al cabo... ¿para qué quieres a una chica? Sólo saltas de tejado en tejado y te mueves con la agilidad de animales exóticos. Con el simple poder de tus puños destrozas lo indestructible y arrojas a tipos vestidos de negro hasta la luna. Todo eso, por supuesto, cuando no te encuentras pilotando una mole metálicas de cientos de toneladas de peso, armada con lo último en armamento.

Dicho esto, hacemos un fundido en negro hasta que te hable de la siguiente, La Segunda (por orden cronológico, que no por importancia) Gran “T”

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