Biografía daegonita XXXXXVIII: Cabos sueltos II - IV

Por Javier Albizu, 16 Diciembre, 2020
Tras el interludio de la semana pasada, regresamos al turrón. Al “cliffhanger”. Al momento en el que los jugadores se encontraban a punto de padecer cosas feas. Nos adentramos en terrenos complicados. Pero lo menos complicado de todo esto era la situación de los personajes.

Hay muchas ideas de las que aparecieron en las aventuras ambientadas en Namak que me gustan. Conceptos que he reutilizado y expandido con posterioridad. Escenarios y axiomas que nacieron o fueron presentados allí.
Aun así, mirados con mis ojos de hoy, todo se me hace muy burdo. Demasiado molonismo. Demasiada épica y drama por el mero hecho de meter épica y drama. El conjunto no se sostiene si lo sometemos a un escrutinio moderadamente serio.

Como no podía ser de otra manera, la situación no resultó se para tanto. Los jugadores no ser vieron obligados a generar nuevas fichas nada más llegar al “plano de la destrucción”. Cuando ya no quedaba nadie más y su turno estaba cercano a llegar, eran salvados por una presencia familiar. Por algo que no eran capaces de ver, pero sí de sentir. El ser que les había salvado la vida en “Las mareas”. Su sola presencia servía para que las criaturas que habían se estado llevándo a sus compañeros abandonasen el lugar. Por supuesto, esto no significaba nada bueno. Como ya les había dicho en la anterior ocasión “si un kurbun no te mata es porque sabe que en lo que te queda de vida vas a causar mucha destrucción”. Una frase lapidaria, aunque un poco facilona. De haber sido formulada hoy, la cosa habría sido algo más parecido a “si no mueres al encontrarte en presencia de un kurbun, es porque su naturaleza ya habita en tu interior”. Aún tengo que darle alguna que otra vuelta más.

Muy bien. Aquí es donde tenemos el primero problema. Bueno; los dos primeros. Mejor aún; los tres primeros.

Porque ¿cómo es que unos humanos podían sobrevivir en aquel lugar? ¿No se suponía que aquel lugar era la fuente de la que surgía toda destrucción en el universo? ¿Que, en sí mismo, aquella era la esencia del concepto que “entraba en contacto” con todo aquello que se marchita y se desgasta? ¿De lo que se rompe y pudre? ¿De lo que conduce hacia el final?

Por la misma ¿cómo es que fue necesaria la presencia del “gran kurbun” para alejar a “los menores”? ¿No se suponía que aquel “saber” era algo intrínseco a todos ellos?.
No. Nada de aquello tenía sentido. Lo que acababa de suceder tendría era un error básico de concepto. No sólo la intervención del “grande”, sino también la elección del mismo punto en el que habían aparecido.

Por otro lado… todo aquello de “si no te mata es porque…” tampoco tenía demasiado sentido. Al menos no si lo interpretamos literalmente. Si los kurbun no tenían “propósito” o “voluntad” (tal y como la entendemos), no elegían. Si no elegían, tampoco podían intervenir directamente.

Desde un punto de vista dramático aquello podía molar. Tener un cierto sentido y propósito. Pero desde un acercamiento metafísico no. Nada en aquella situación lo tenía.

Podía tener muy claro cuál era la situación concreta a la que, una vez llegada, y de no ser capaces de leerla correctamente, iba a provocar que los jugadores “hipotecasen” su futuro y el de muchos otros, pero aquel era otro asunto. Uno para el que aún quedaba mucho tiempo.

Eso sí, para que se fuesen preparando hasta que llegase aquel asunto, y mientras se encontraban a la deriva sumidos en aquel vacío, sus personajes tenían una visión individual y personalizada acerca de aquel futuro que les aguardaba. Un avance de las consecuencias que cada uno de ellos, sus allegados… y el mundo en su conjunto, padecerían como consecuencia de acciones que aún no habían llevado a cabo.
Porque en Daegon y sus aledaños siempre ha reinado la felicidad.

Una vez superado aquel trámite, el regreso de sus consciencias hasta Namak les devolvía hasta un lugar más amable que el que abandonaban. Aun así, aquel no era un contexto en el que fuese recomendable permanecer durante demasiado tiempo. Los personajes continuaban lejos de estar a salvo. Flotaban lejos de cualquier superficie sólida incapaces de moverse. Momento para presentar al segundo Deus Ex Machina de la jornada. Un mecanismo divino que aparecía bajo la forma de un viejo conocido; Yakumo Urutsokidoji; “el pescatero”. Porque, por lo que se ve, ninguna entrada en esta saga puede permanecer demasiado alejada de “La Gran Campaña”.

Aquí tenemos el segundo de los problemas de coherencia interna. Porque Yakumo podía ser un personaje bastante poderoso… pero no era superior a un kurbun (aunque, quizás sí, alguien equivalente a ellos en cierta forma). Los kurbun no podían viajar alegremente entre los planos. No podían interactuar o existir / no-existir de forma directa con nada que no fueran ellos. El suyo era un contexto muy acotado. No tenía ningún sentido que la gente viajase con aquella alegría hasta aquel lugar.
Yakumo podía tener la ventaja de poseer una forma física con la que interactuar con lo material y lo orgánico, pero su presencia en aquel lugar no dejaba de ser un recurso muy torpe. Una respuesta fácil… y una manera de convertir al multi-cosmo-verso de realidades metafísica en un lugar muy pequeño. Tan pequeño como para que llevase a los jugadores hasta un lugar que ya habían conocido sus antecesores. Tan reducido como para que se encontrasen también allí a otros dos viejos conocidos.
Para ser no-lugares cuasi infinitos, las zonas interesantes de aquellos planos estaban resultando bastante limitadas.

Los jugadores llegaban hasta la ciudad ailanu de Ky’Lun’Tyr. Ya sabes, el lugar aquel pre-Gran-Campaña sacado de los dibujos de la Filmation.

Aunque lo que encontraban en aquella ocasión era algo muy diferente. Ya no había lagos de ácido. Ya no había una montaña que servía de “frontera” con los Jo’Na’Ryum. Ya no había barcos construidos con “madera flotante” extraída de un bosque élfico. A todos los efectos, era otro lugar. Lo era pese a ser el mismo. Lo era a pesar de que ya sólo quedaba uno de los jugadores (que no de los personajes) que habían participado en la aventura en la que salté al tiburón. A pesar de que tenía claro que ninguno de ellos iba a ser capaz de llevar a cabo la conexión entre los puntos que ligaban a aquellas ubicaciones, aquel era el lugar. Lo era porque “lo viejo” ya no tenía sentido dentro del paradigma que estaba definiendo. Porque nada de lo que había presentado con anterioridad lo tenía.

La nueva Ky’Lun’Tyr era una megalópolis construida sobre un erial. Una ciudad rodeada de un cementerio de naves. Por todos los intentos fracasados de sus habitantes por abandonarla. Era una gran mentira. Una en la que sus ciudadanos creían que lograban “mantener a raya” a lo que los rodeaba. Donde los orgullosos ailanu creían haber sido capaces de prosperar. De imponerse sobre el contexto que les había tocado en suerte.
Pero todos tenían graves heridas internas. Cicatrices metafísicas que les impedían ser conscientes de la realidad. Que les permitían continuar con su existencia fatalista. A pesar de no recordarlo, habían experimentado la muerte cientos de veces. Un destino que también aguardaba a los jugadores.

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