Biografía fabuladora XIV: Tribus urbanitas

Por Javier Albizu, 20 Febrero, 2022
Nunca he sido una persona especialmente sociable. Mi relación nunca ha estado marcada por el concepto de “cuadrilla”, sino siempre ha estado focalizada en alguno de los individuos que las componen. Dentro de mis aspiraciones jamás se ha encontrado la de “ser o estar” dentro de “lo popular”. Tiendo a desaparecer cuando me encuentro dentro de grandes grupos sin importar la relación que tenga con sus miembro o el afecto que sienta por ellos. No recuerdo haber “peleado” o haberme esforzado nunca por pertenecer a ningún grupo.

Cuando pienso en las relaciones que establecí en Alsasua solo soy capaz de acordarme del nombre de uno de mis amigos. Seguro que llegué a establecer lazos con más gente de mi edad… pero no soy capaz de acordarme de nadie más. Cuando pienso en Araia o Ecai me vienen a la mente nombres o apellidos. Tengo claras ciertas ubicaciones geográficas. Casas, puertas y portales. Datos concretos que no soy capaz de asociar entre sí. Cuando pienso en mi llegada a Pamplona la información es algo más rica. Recuerdo quién tenía el Oric Atmos y le gustaba dibujar. Quién tenía el MSX. Quién tenía unos padres propietarios de vídeo club. Sus nombres y una vaga idea acerca las relación que me unía con ellos. Cómo llegar hasta la casa de alguno de ellos. La disposición de sus habitaciones.

Por otro lado, recuerdo algún nombre y dato más. Sí que sería capaz de recitar unos cuantos nombres y apellidos adicional. El rol que cumplían dentro de la “estructura social” de la clase, pero no la relación que llegué a desarrollar con todos ellos. Qué vínculos se establecieron entre nosotros.

Pero nada de esto importa. Una vez que abandoné Larraona, independientemente de la cercanía geográfica de sus casas, sin importar lo que pudimos llegar a compartir, mi relación con aquellas personas finalizó. No fue algo intencionado. Simplemente pasó.

No recuerdo hablar con ellos acerca de las series de la tele, aunque seguro que aquellas conversaciones tuvieron lugar. No recuerdo qué películas fui a ver con ellos al cine, aunque, sin duda, aquellos hecho acontecieron. No recuerdo hablar con ellos acerca de tebeos, recreativas, súper héroes o roboces gigantes… y aquí ya me entra la duda acerca de la posible existencia de tales conversaciones.

Sí que recuerdo que hasta mis oídos llegó que, en alguna localización remota de la ciudad, existía un lugar en el que se podían cambiar tebeos. Un mercadillo mágico que se montaba los domingos pero al que nunca fui capaz de acceder hasta aquella quimera. No sé si aquello desapareció como consecuencia de la apertura de TBO1 el mismo año de mi llegada hasta la ciudad (aunque no conocería aquel lugar hasta mucho más tarde), o si aún perduraría algún año más.

Sea como fuere, el mito perdura en mi imaginario. Una imagen que seguro que no se acerca para nada a la realidad.

Tampoco sé a través de quién llegó aquella información hasta mí. Si el canal fueron los mitos y leyendas de los adultos o los dimes y diretes del colegio.
¿Quién sabe?, quizás llegó a través de quien muy probablemente fuese mi primer amigo en Pamplona. La primera persona con la que se dirigió hasta mí cuando hacía cola para entrar a clase el primer día de colegio. Recuerdo que se llamaba igual que otro compañero de clase. Que cuando me refería a ellos lo hacía utilizando también sus apellidos. Pero no recuerdo los datos de ninguna de estas dos personas. Y he de reconocer que esto sí que me da un poco de pena.

Lo que sí que tengo claro es que no formaba parte de ningún grupo concreto. Podía relacionarme indistintamente con miembros de los “empollones” o los “populares”. Con los “deportistas” o los “graciosos”. Pero yo no era nada de aquello. Como mucho, y ante la ausencia de nada parecido a los “nerds” americanos que veíamos en las películas, con los noventa kilos que llegué a pesar en aquellos días cuando aún no había pegado el estirón, como mucho podrían haberme metido dentro del conjunto de los “gordos”.

Conociéndome a día de hoy, y a tenor de lo que he ido contando hasta este momento, alguien podría pensar que, de haber existido algo como “los nerds” americanos que mostraban las películas en aquellos días, o los “frikis” actuales, mi entorno me podría haber incluido dentro de estos grupos. Pero no. Dudo que nadie me hubiese etiquetado con cualquiera de estas categorías.

Porque pude que conociese a Asimov sin saberlo relativamente pronto, pero aquello no dejó de ser un espejismo. Llegué hasta él a través de los recursos del colegio. Gracias al que probablemente sea el único libro que he sacado de una biblioteca; Las aventuras de Lucky Starr2. El único amasijo de páginas mecanografiadas que sería capaz de finalizar en bastante tiempo.

Y no fue por no intentarlo. Traté de leer tanto “El Hobbit” como “El señor de los anillos”. Tras ver la película de Bakshi insistí a mis padres para que pidiesen aquellos libros a Círculo de Lectores, pero no pude con ellos. Más o menos lo mismo que sucedía con Momo o La historia interminable.

Sí que recuerdo que me animé a crear mis primeros personajes de tebeo, Tarugh el troglodita y Sir Tontorrón (sigh) por envidia. Porque a uno de mis compañeros de clase (el del Oric Atmos) se le daba bien dibujar. Pero más allá de los diseños iniciales creo que no llegué a terminar ninguna tira con ellos.

Por otro lado, no recuerdo cuándo fue la primera vez que escribí algo con la intención de contar una historia propia, pero sé que fue durante aquellos días. Durante los primeros años de mi educación primaria en Pamplona. Aun así, no sería capaz de concretar cuál fue mi primera intentona, si pudo existir alguna previa, o si en mi mente ya existía la semilla o la necesidad de contar otras historias. Tampoco cuál fue mi sensación al terminar aquellas.

Hasta donde me alcanza la memoria, podría acotar la lista de sospechosos hasta dos trabajos para clase:
Una historia “de romanos” en la que dos amigos (cristianos para más señas) se veían obligados a enfrentarse en el circo para decidir quién sobrevivía.
Otra en la que un niño encontraba un “cofre del tesoro” en el fondo del río.

A buen seguro la extensión de cualquiera de ellas no llegaría a superar una página, y tanto la preparación como el trasfondo de sus protagonistas no habría superado los diez minutos.
No sé qué nota recibiría por aquellos trabajos… aunque, si no me falla la memoria, supongo que la respuesta sería “ninguna” ya no formaban parte de ningún examen. Tampoco sé que reacción (de haberla habido) provocó la primera de estas historias en aquel colegio de curas (ya fuese entre los profesores o el alumnado).
Sí que he de reconocer que de vez en cuando vuelvo hasta aquellos personajes. Me hago más preguntas. Trato de averiguar la serie de eventos que les llevaron hasta allí. No creo que la reescriba nunca, pero vete tú a saber.

Así pues, no. Dudo que nadie me hubiese etiquetado durante aquellos días como un “nerd” (de haberlos habido en el contexto dentro del que me movía). Sí, de acuerdo, se podría decir que era un lector ávido, pero solo lo era cuando el papel que tenía frente a mi estaba repleto de viñetas.
Por otro lado, y más allá de la ausencia de gafas de pasta sobre mi nariz o bolis en el bolsillo de mi camisa, estaban el tema de mis notas.

A su vez, carecía del nivel de “pasión”, “obsesión” o “dedicación” que se atribuye a los llamados “frikis”. Leía lo que llegaba hasta mis manos y quería hacerme con el “siguiente número”, pero no investigaba. No me movía más allá del terreno que ya conocía. No terminaba las cosas que me animaba a empezar.

Había construido mi hogar en tierra de nadie. En un territorio árido lleno de barreras. Un lugar que, probablemente, resultaba poco atractivo para los demás.

Enlaces:

1. TBO
- Su blog
- Y un poco de su historia

2. Lucky Starr y los océanos de Venus

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