Proyecto Atlantis

Proyecto Atlantis
Estimado señor lector:
Esto es una carta de presentación, y como buena carta de presentación que es, la utilizaré para presentar lo que viene a continuación

¿Qué es Proyecto: Atlantis?
Una serie de trece relatos cortos (muy cortos) ambientados en un (otro) futuro lejano.
Estos relatos son autocontenidos y (confío que) comprensibles cada uno de ellos por si mismo, pese a que, una vez leídos todos (en el orden que se desee), sirven para dar la visión de una historia que los une a todos, a la vez que permite hacerse un esbozo de este universo ficticio en el que están ubicados.

Asimismo, también sirven como prólogo de la historia que sugieren sus páginas (vale, igual esto es un poco vago, pero no te voy a dar todo el trabajo hecho para que luego pases de leer los relatos)

Hablando en términos de “género”, si bien es cierto que se podía englobar dentro de la ciencia ficción, todos ellos están impregnados de un, en ocasiones, (espero que) sano sentido del humor (y en otras con otro quizás no tan sano) así como de ciertos (y muy leves, en serio, no huyas tan rápido) toques filosóficos.

Para aquellos que no os guste leer en la pantalla del ordenador, podéis descargar todos los relatos juntos en formato epub aquí
Y en un PDF aquí

Javier Albizu

El ermitaño

El ermitaño
- Se acerca una nave.
La dulce voz de Mya despertó a Abner. Una vez más se había quedado dormido en el sillón de la sala de control. La habitación podía parecer pequeña para los estándares, con todas sus funciones automatizadas y preparadas para ser controladas por una única persona, pero tras sus paredes se encontraba oculta una maquinaria muy superior a la que se utilizaba para dirigir los grandes cruceros.
- ¿Trayectoria? – Abner hacía un esfuerzo por enfocar sus ojos, y convertir la neblina que aparecía ante ellos en algo similar a las imágenes que sabía que Mya estaría proyectando frente a él.
- Parece que se dirige hacia el planeta.
Aquello logró que Abner terminase de reaccionar. No había nada en aquel planeta que mereciese la atención de nadie (salvo que quisiera esconderse). Retiró las legañas de sus ojos con urgencia, e incorporó el respaldo del sillón. Su diario cayó al suelo por la brusquedad del movimiento. Ya lo recogería más adelante.
Centró su atención en las imágenes que tenía ante él. Mientras una de las proyecciones mostraba las grabaciones del satélite y otra le mostraba la trayectoria que había tomado la nave extraña, así como el punto en el que había sido localizada, en una tercera se le mostraban los posibles puntos de procedencia, y la cuarta detallaba el proceso de búsqueda en los sectores cercanos de alguna nave mayor de la que hubiese podido partir.
- ¿Sabes si ha detectado alguno de nuestros satélites?
- Las probabilidades son inferiores a un diez por ciento – respondió Mya – Escasas, aunque la posibilidad no es completamente descartable.
- Activa el camuflaje óptico. Trata de mostrarme una imagen más nítida de la nave. Quiero saber de qué clase es.
En la primera proyección aparecía la imagen ampliada de la nave, cuyo morro alcanzaba la incandescencia por la reentrada en la atmósfera del planeta.
- ¿Ha realizado alguna transmisión?
- Ninguna que hayamos detectado.
- Es muy rápida. Ninguna de las naves que recuerdo habría hecho este recorrido a esa velocidad.
- Eso es porque hace setenta años que abandonaste la civilización – Una nueva voz femenina hizo que Abner girase su asiento hacia la puerta. Amy se encontraba apoyada en el marco de la entrada. Sus inconfundibles curvas se le mostraban perfiladas por la luz del pasillo. Mientras entraba en la habitación, sus labios mostraban su inseparable mueca sarcástica.
- Hola, Amy. Para pesar casi dos toneladas, eres un androide muy sigiloso.
- Tú sí que sabes halagar a una mujer.
- Eres un androide. No necesitas que te halaguen.
- Tampoco necesito esas miradas – Maldición, la estaba mirando otra vez “así”.
- Se acerca hacia nuestro emplazamiento – La voz de Mya intervino nuevamente, salvando a Abner de una nueva conversación que, con toda probabilidad, acabaría con él humillado y enfadado consigo mismo – Sus radares se han activado. Hay un ochenta por ciento de probabilidades de que hayamos sido descubiertos. Tiempo de llegada estimado, diez se…
- ¡Activa el pulso! – Eso sí que era un rescate en toda regla.
Las luces de la habitación se apagaron, y un silencio tenso se apoderó del lugar. Abner comenzó a respirar de manera pesada mientras esperaba a que se reestableciese la energía en la nave. Aquellos segundos se le estaban haciendo interminables.
Poco a poco su respiración se fue normalizando, y entonces se dio cuenta del silencio. Un silencio auténtico. Sin el leve zumbido de las máquinas tras las paredes, sin las voces de sus acompañantes artificiales.
Comenzó a moverse en la oscuridad, y su pie golpeó algo. Era su diario. Se agachó y tanteó el suelo tratando de dar con él. Muchas personas de los mundos “civilizados” no sabrían que era aquel “artefacto”. El papel era algo que había caído en desuso siglos antes de que él naciera, pero el momento en el que lo “descubrió” había cambiado su vida. Aquel tacto, y todo lo que transmitía, era algo que nunca había encontrado en el mundo tecnificado.
Invadido por una oleada de nostalgia, Abner se volvió hacia Amy. Allí, inmóvil, parecía un recuerdo hecho realidad de la mujer que le había inspirado a crearla. Casi de manera inconsciente, su mano se acercó para tocarla.
- Viejo estúpido – se detuvo pesaroso – No es ella.
El rugido del metal sin control sonó sobre su cabeza devolviéndole a la realidad. A continuación se escuchó el estruendo provocado por la colisión de la nave visitante. Instantes después se restableció la energía en la nave. El momento mágico ya había pasado.
El cercano impacto agitó toda la nave. Abner perdió el equilibrio, yendo a parar a los pies de Amy, que permanecía inmóvil.
- Como odio que hagas eso – dijo Amy, mientras el pequeño fulgor que desprendían sus ojos volvía a ellos. Entonces pareció fijarse en la situación en la que se encontraba Abner – ¡Esas manos…! – No podía evitar aquella clase de comentarios, él la había programado para ello.
- Mya ¿Has podido detectar si ha saltado alguien de la nave? – Abner trató de ignorar el comentario de Amy y lo que había estado a punto de hacer ocupando su mente en asuntos más urgentes.
- No he detectado nada. Aunque cabe la posibilidad de que haya sucedido entre mí desconexión y vuelta a la funcionalidad.
- ¿Distancia a la que se ha estrellado la nave?
- Cuatrocientos setenta y dos metros.
- ¿Temperatura exterior?
- Cuarenta y dos grados. No lloverá hasta dentro de cuatro horas.
- De acuerdo – Abner reflexionó durante unos momentos – Mya, asegúrate de que mi traje climatizado funciona correctamente. Amy prepárate, vamos a salir.

-Vamos allá.
La compuerta superior de la Raiyel se abrió dejando salir el pequeño deslizador. Abner mantenía la mirada fija en el rastro que había dejado la nave tras su impacto. No deseaba hablar. No quería darle a Amy más munición que utilizar contra él.
- Para esta distancia, podríamos haber ido caminando – Aunque a ella no le hacía falta mucho para lograr molestarle. Era una auténtica maestra en ese terreno.
Apenas tardaron un minuto en situarse sobre la nave caída. Su morro se había incrustado casi veinte metros en el suelo, formando ante ella una gran barrera de tierra. A pesar de lo brusco del choque el fuselaje parecía intacto.

Tras comprobar los índices de radiación Amy posó suavemente el deslizador tras la nave. Abner y Amy abandonaron su interior con precaución. La jungla había enmudecido y la ausencia de viento provocaba que las hojas estuvieran fantasmalmente quietas. De la parte delantera de la nave continuaba saliendo humo, y el suelo de la parte final del surco se había cristalizado.
- Abner, he encontrado la entrada. Está abierta.
- ¿Alguna huella?
- Por la zona cristalizada es imposible averiguarlo. Pero quizás por los alrededores…
- No importa. Entremos.
- Como quieras. Tú eres el genio.
- Cállate y mira por ese lado – Al menos así estaría tranquilo un rato.
Ambos se introdujeron en la nave con cautela, tratando de causar el menor ruido posible. De no haber sido por el ruido de sus pisadas, el silencio que reinaba en aquella nave le habría recordado a Abner el momento que había experimentado una hora antes.
Las puertas de todos los compartimentos se encontraban abiertas. La colisión había desperdigado por todas partes el contenido de armarios y cajones. Al ver las imágenes de su acercamiento, Abner había deducido que era demasiado grande como para ser un monoplaza. Una vez en su interior, sus impresiones se vieron reforzadas. De cualquier manera, pese a que parecía tener la autonomía suficiente como para realizar viajes largos, todo parecía indicar que había traído un único pasajero.
- Buenos días – una nueva voz detuvo la búsqueda. Abner se volvió para contemplar a su interlocutor, aunque lo primero que atrajo su atención fue la pistola que llevaba en su mano derecha.
- Una manera extraña de saludar – Abner trató de parecer confiado.
- Yo podría decir lo mismo – le replicó el hombre armado – Abner Biuler, supongo.
- Vaya, parece que mi fama me precede. ¿Con quién tengo la desgracia de hablar?
- Puedes llamarme Jenkins.
- Muy bien, Jenkins. Creo que el arma es innecesaria.
- Es posible, pero soy un hombre precavido.
- Sólo soy un pobre anciano.
- Muy anciano por lo que he oído.
- Por favor. Seamos civilizados.
- No soy yo el que vive aislado.
- Entonces tendrá que ser por las malas.
- No tengo ningún problema al respecto.
- ¿No te parece esta una situación un tanto tópica?
- No sé si te sigo.
- El bueno y el malo. El malo en posición de superioridad obvia. Parece sacada de la mente de algún escritor de segunda en horas bajas.
- No hace falta que sigas – le interrumpió Jenkins – Me han informado sobre ti. Que tratarías de confundirme. Para ser alguien a quien mis jefes, y parece que tú también, tienen en tan alta estima, esto es un tanto decepcionante.
- Déjame continuar – Aquello parecía que iba a ser algo fácil – Al fin y al cabo soy un genio. Déjame un poco de tiempo y te enseñaré alguna que otra cosa que desconoces.
- Como desees – El aire condescendiente que estaba tomando Jenkins hacía aquello aún más dulce.
- Como te decía – reanudó su monólogo Abner – Ambos sabemos que la situación es la típica en la que sucede algo “inesperado” – gesticuló usando las manos para dar mas énfasis a la palabra – y entonces, el bueno, o sea, yo, te desarma, cambiando con ello las tornas de toda la situación.
- Si esta fuera una, como tú lo has llamado, historia barata, no dudo de que esa sería la manera más fácil que tendría el escritor para sacar a su protagonista de una situación complicada. Pero ambos sabemos que eso es algo altamente improbable. De todas formas, y siguiendo tu mismo juego, quizás sea yo el protagonista.
Mientras Jenkins finalizaba su respuesta, Abner, moviéndose a una velocidad inusitada para alguien de su edad, se acercó hasta él propiciándole un golpe seco y preciso en su muñeca derecha.
Acto seguido, mientras la mano dolorida de Abner le daba cuenta del error que había cometido, Jenkins, con su mano libre, agarró al anciano. Tras un rápido movimiento de su rival, Abner se encontró a sí mismo indefenso y en el suelo.
- ¡Maldito bastardo! – se quejó – ¡Así que lo han hecho!
- ¿El qué han hecho? – le replicó Jenkins, con expresión de exagerada y falsa sorpresa.
- Un maldito hombre potenciado – respondió Abner más para sí mismo que para su interlocutor.
- No han “hecho” nada. ¿Quién ha hecho algo? Yo no he visto a nadie hacer nada. Ni yo, ni la sección de Mycroft Corp para la que trabajo “existimos”. Si existiéramos, habríamos violado unas cuantas leyes del Conglomerado, y ambos sabemos que Mycroft Corp es una corporación muy respetuosa con la ley.
- Lo que me faltaba – suspiró Abner – Un matón que se cree gracioso.
- Y bien, anciano. ¿Dónde esta tu acción “inesperada”?
- Cierto – le respondió Abner – Casi se me había olvidado.
- Sigo esperando – continuó Jenkins con aire de suficiencia.
- Gracias por recordármelo.
- Sigue sin pasar nadaaaa.
- ¿Amy?
La figura de Amy apareció detrás de Jenkins sin darle tiempo a reaccionar. Casi con expresión ausente, aplasto el arma, así como la mano que la sujetaba, con una sola de las suyas. Jenkins no tardó en reaccionar y le propinó un fuerte golpe con su mano izquierda mientras se daba la vuelta. Sólo obtuvo un fuerte ruido de metal chocando contra metal.
- ¡No eres una mujer! – La sorpresa de Jenkins era patente.
- Sí, eso, tú encima restriégamelo – Amy fingía ofensa mientras sujetaba el brazo izquierdo de Jenkins con su mano libre – Como si me hubiera costado poco tiempo el superarlo.
- ¡Has construido un robot humanoide! – Continuó Jenkins aún sin aceptar su situación – ¡Se decía que solo los Harakani tenían algo similar, pero sólo era un rumor!
- Tú no le des coba – dijo Amy – Ya se lo tiene bastante creído él solo, como para que vengas tú a hincharle el ego.
- ¿Para qué crees que me quieren tus jefes, listillo? – Abner se sumó a la conversación – ¿A qué crees que sustituyes tú? “No, nunca usaríamos tus descubrimientos en el campo militar”. Por supuesto, como soy estúpido, nunca llegaría a imaginar que los corporativos me iban a mentir. Hay muchos despojos como tú deseosos de mutilarse para ser mejores o más longevos.
- Claro – Maldición, se lo había puesto demasiado fácil a Amy – Por supuesto, no tiene nada que ver con atiborrarse de sustancias no probadas para envejecer más despacio.
- Amy – dijo Abner en tono resignado – Recuérdame que mire tus rutinas de sarcasmo cuando tenga un momento. Ahora, ¿quieres hacer el favor de dejar inconsciente a este tipo? Le patearía yo mismo los huevos, pero seguro que también está castrado, y acabaría haciéndome yo más daño que él. Por favor, patéale por mí.
- ¿Está programada para hacer daño a los humanos? – Jenkins aún no acababa de asumir la situación – Eso viola las leyes de la robótica.
- Cuando vuelvas a Vashul, manda a alguien para que me detenga.
Amy fue rápida, y relativamente piadosa con el pobre Jenkins. Tras dejarle inconsciente revisaron los bancos de memoria de la nave y sabotearon todos los sistemas salvo los de comunicación. Cuando se iban, Jenkins aún no había recuperado la consciencia.
- Mya – dijo una vez de vuelta en la sala de mandos de la Raiyel – Sácanos de este planeta.
- Destino – preguntó la voz de Mya. En aquel momento ya no le sonaba tan dulce.
- No tengo ni idea. Tú sólo sácanos de aquí.

Javier Albizu

El observador

El observador
- Y decían que estaba loco – se dijo para sí mismo eufórico – Ya estoy viendo los titulares en todos los informativos: “William H. Kirk llega donde el hombre no ha llegado jamás y nos muestra a los harakani. El rostro tras el mito”.

Ellos habían estado ahí mucho antes de que el hombre llegase al espacio. Primero habían sido descubiertas las ruinas de sus antiguas colonias: Restos de edificios antaño colosales, devastados por el tiempo, la climatología, y la larga guerra que mantuvieron contra los desaparecidos namul.
Durante siglos los científicos e historiadores de la galaxia se preguntaron por su apariencia, pues no se había encontrado obra artística alguna perteneciente a ninguna de las dos razas. Durante este tiempo se dio por hecho su completa desaparición. Se barajaron cientos de posibilidades, entre las que se incluía su exterminio durante una posible guerra fratricida (en aquel momento nada se sabía de los namul), o bien una plaga que hubiera acabado con toda la especie.
Surgían leyendas que los describían como criaturas etéreas. Seres que siempre habían estado “ahí”, guiando los pasos de la raza humana desde el alba de los tiempos. Por todas partes aparecían “iluminados” que afirmaban haberse comunicado con ellos.
Las sectas pseudo-religiosas florecían con facilidad en aquellos tiempos, pues la gente volvía a estar deseosa de nuevos guías. El espacio abría nuevos horizontes, y siempre ha habido y habrá personas dispuestas a aprovecharse de las necesidades espirituales recién nacidas.

Los emisarios de los harakani no se mostrarían hasta mucho tiempo después.

Su primera nave apareció sobre Ramasu, creando una mezcla de pánico y expectación. Se había encontrado vida inteligente en otros planetas, pero ésta, salvo en el caso de los nyali, rara vez había alcanzado un nivel tecnológico similar al humano.
Aquella nave era algo completamente desconocido, tanto en diseño como en tecnología. Se materializó aparentemente de la nada sobre el espacio del planeta, sin que las estaciones orbitales que lo rodeaban la hubieran siquiera detectado.
Para sorpresa de las autoridades, no sólo hubo respuesta a los mensajes enviados por radio en todos los idiomas conocidos, sino que esta respuesta fue hecha en lexú, la lengua que se había creado como puente de unión entre las distintas especies.

La llegada de la lanzadera harakani a la isla neutral de Nueva Sapiens, lugar elegido por los dirigentes de las potencias del planeta como punto neutral para aquel primer contacto, congregó a millones de personas. Desde autoridades políticas, hasta grandes pensadores de las nuevas filosofías. Desde los omnipresentes periodistas, hasta los inevitables nuevos iluminados.
Todos ellos sin excepción fueron atrapados por un infantil sentimiento de decepción cuando de la lanzadera sólo descendieron tres androides de aspecto humanoide. Así pues, ni en aquel momento, ni hasta la fecha, miembro alguno de las razas inteligentes del universo conocido ha visto personalmente a uno de los harakani.
Por supuesto, aquel evento creó nuevos mitos. Los había que decían que eran criaturas gaseosas, y que los androides eran realmente un traje de contención. Los había que decían que bajo aquellas carcasas se escondían los cerebros de aquellas criaturas, y los había que decían que ellos mismos eran los androides, pues nunca se había visto una creación artificial tan sofisticada.

El nerviosismo recorrió la espina dorsal de Kirk (así como su estomago). Había colocado sensores en todas las saqueadas ruinas harakani conocidas, con la pobre y vana esperanza de que algún día volvieran a ellas.
Durante años sólo recibió falsas señales provocadas por nuevos saqueadores, y alguna que otra peregrinación de los adoradores de los llamados “Arquitectos de las estrellas”.

- Lo cierto es que los nuevos religiosos son igual de pomposos que los de la antigüedad - se decía para si mismo Kirk, ateo convencido, cada vez que tenía que volver a reajustar los sensores.

Pero la espera por fin había sido exitosa.

- El planeta: Hache cinco cuatro ocho siete - comenzó a grabar – sólo a los planetas habitados por el hombre se preocupan de darles nombres “molones”, aunque los acólitos lo llaman “Amanecer del conocimiento”. De todas formas, sólo son religiosos, así que, ¿a quien le importa como llamen ellos a cualquier cosa?
- Mierda – se interrumpió – Yo y mi bocaza. Ahora tendré que empezar de nuevo. Menos mal que acababa de comenzar.
- El planeta: Hache cinco cuatro ocho siete – comenzó de nuevo – Fecha: veinticinco de soún del cuatro mil seiscientos cincuenta y cuatro D.P.C.
Me encuentro delante de las ruinas harakani, unas ruinas que todos ustedes habrán contemplado más de una vez, ya sea en nuestro noticiarios o en las postales y carteles de agencias turísticas. Pero tras de mí se encuentra algo que jamás ha contemplado el ojo humano.
Kirk se giró, e hizo que su cámara remota le siguiera en su giro, para grabar, en toda su magnificencia, la gran nave que flotaba a treinta metros del suelo tras de él.
- Quizás no lo puedan apreciar debido al tamaño de sus pantallas – comenzó a describir – pero debe medir más de kilómetro y medio. A pesar de la gran resolución de nuestras cámaras Sayon LX-8400, la mejor actualmente en el mercado, la imagen parece fluctuar, pero les transmito lo que están contemplando mis ojos.
Su contorno parece difuso, pero yo diría que su forma recuerda a una estrella de cinco puntas, aunque no todas las puntas parecen estar situadas a la misma altura. No se ven aperturas ni ventanales en las secciones que tengo ante mí, pero sí que se pueden observar desniveles por toda su superficie. Su color fluctúa entre el marrón y un verde similar al del fondo marino.
No se observan por ningún lado toberas, reactores o algún modo de propulsión conocido, así como tampoco puedo adivinar si está equipado con alguna clase de armamento.
Una visión abrumadora, ¿no es así? Pero no es ésta la principal razón por la que nos encontramos hoy aquí - volvió a girarse, haciendo que la cámara apuntara esta vez hacia el suelo - Esto que pueden observar, este pequeño sendero hecho sobre la arena, es muy posible que sea el primer rastro de pisadas harakani visto jamás por la humanidad. Si continúan con nosotros, yo, William H. Kirk y la cadena de noticias Enterprise, les mostraremos hasta donde conduce este rastro.

Kirk apagó la cámara y tomó aire.
- Como odio esta maldita publicidad – dijo tras escupir al suelo.
- Bueno, William – se dijo tras unos segundos de reposo – vamos a ello, y después de esto, unas laaargas vacaciones en Voligair.
El piloto de la cámara le indicó que ésta funcionaba bien, así que ajustó el monitor que tenía sobre su ojo izquierdo para ver lo que estaba grabando. Tras revisar la grabación de lo sucedido hasta aquel momento y probar de nuevo el audio, se adentró en las ruinas siguiendo el extraño rastro.
Lo cierto era que aquel lugar nunca le había resultado demasiado interesante. Es más, le resultaba de lo más anodino. Cientos de metros de piedra lisa; Ni ventanales que dieran a mundos fantásticos, ni asombrosos restos de tecnología surgida de la mente febril de algún programador de comics. Lo único que había allí eran paredes de piedra derruida, piedras cristálicas de diversos colores y cientos y cientos de metros del más completo y absoluto aburrimiento.
Los museos tampoco es que fueran santos de su devoción, pero al menos de vez en cuando encontraba alguna reproducción, o grabación de momentos históricos impactantes, como la toma de Lagto´Soa por parte de las tropas del conglomerado, o la muerte del sol de Xaind.
Sin embargo aquella vez todo era distinto. Aquella vez todo le resultaba nuevo y excitante. La blancura de las paredes le parecía sacada de algún anuncio del “destructor de suciedad definitivo” y cristales más brillantes y bellos que las joyas que portaba la ultima estrella de Holowood en la ceremonia de premios de este año.
- Tengo que ver menos programas de cotilleos – se dijo, mientras agitaba la cabeza, y reanudaba su camino.
Un ruido captó su atención, y alteró su rumbo para dirigirse hacia su fuente. Aquella zona estaba más oscura que el resto. Parecía que las sombras se hubieran apoderado de ella. La luz que proyectaba la cámara apenas lograba iluminar tenuemente un metro por delante de Kirk, como si la oscuridad reinante absorbiera la luz. Y de repente lo tuvo delante de sí.
Debía medir cerca de cinco metros de altura, incluso encorvado como estaba. Su cabeza era enorme y alargada hacia delante, siendo la prolongación natural del cuello, el cual no parecía diferenciarse de su tronco. Según descendía, su torso se iba haciendo más y más delgado, hasta llegar a unas piernas extremadamente finas en proporción al cuerpo, pese a tener aún el grosor del tronco de Kirk.
La cabeza se giro hacia él, permitiéndole ver que aquel ser no poseía ojos o cuencas para estos, así como tampoco orejas, vello o labios. En el lugar donde debería haber una boca, cientos de hileras de gruesos filamentos sugerían la forma de unas fauces rebosantes de colmillos.
De la parte superior de su tronco, poco debajo del comienzo de la cabeza, surgían dos delgados brazos, cada uno de ellos finalizado en cuatro finos y alargados dedos rematados en afiladas garras.
Todo su cuerpo era de un tono marrón y verde similar al de la nave que había visto en el exterior, aunque sensiblemente más oscuro, cercano al negro.
El primer impulso de Kirk fue echar a correr, pero sus piernas no le respondían. Contradiciendo esos impulsos, en su mente se repetía una y otra vez:
- Por favor, por favor. Que la cámara esté grabando.
Durante varios minutos Kirk permaneció en esa posición, mientras la criatura le ¿miraba? Fijamente.
- Saludos – logró articular finalmente – Soy William H. Kirk, del canal de noticias Enterprise.
- Lo sé – le respondió una voz a su espalda – He presenciado alguno de sus reportajes.
Kirk se enfrentó a su interlocutor, y se encontró con un androide. Éste no se parecía en nada a los emisarios de los harakani que había visto con anterioridad, pues mientras que aquellos tenían aspecto humanoide, el que se encontraba ante Kirk en aquel momento parecía una versión reducida y más angulosa de la gran criatura que acababa de encontrar.
- Disculpe el retraso – continuó el androide – Pero no esperaba visitas, y no había traído conmigo un traductor.
- ¿Quién está hablando? – preguntó confuso Kirk.
- Mi especie no se comunica de la misma manera que la suya – dijo el androide – no producimos sonidos articulados, pues carecemos de sus cuerdas vocales o sus pulmones. Creamos estos androides para comunicarnos con especies como la suya.
- ¿Es usted un harakani? – preguntó Kirk, mientras su ojo izquierdo se aseguraba que la luz de grabación de la cámara estaba activada.
- Así nos llaman – respondió el androide.
- Por lo que se puede apreciar – comenzó a decir Kirk, sin saber muy bien a quien mirar mientras hablaba – Tampoco disponen de ojos.
- Podemos percibir un espectro de frecuencias más amplio que el suyo – le respondió el androide – Así como también tenemos un perímetro de alcance más amplio.
- ¿Por qué no se han puesto nunca en contacto directamente con la raza humana, o las demás razas inteligentes del universo conocido?
- Por lo que a mi respecta, nunca me han causado demasiada curiosidad las demás especies. Los humanos mucho menos que otras. Tienen la molesta costumbre de creerse el, usando una expresión suya, ombligo del universo.
- En ese caso, ¿Por qué han mandado emisarios?
- Yo no he mandado ningún emisario, pero no soy el único miembro de mi especie.
- ¿Qué puede contarme de los tiempos antiguos de su especie? De la guerra contra los namul.
- ¿Qué edad le parece que tengo? – preguntó el androide.
- No sabría decírselo – respondió Kirk.
- Me está preguntando por sucesos que tuvieron lugar, según su medida de tiempo, hace ya más de diez mil años. ¿Podría darme detalles de lo que le sucedió a su especie en aquellos tiempos?
- La verdad es que no – respondió un perplejo Kirk.
Lo cierto es que nunca se había planteado cual era la esperanza de vida de aquella especie. El misterio y la veneración que despertaba le habían hecho pensar que se trataba de criaturas casi intemporales.
Aquella situación se le hacía tremendamente extraña, a la par que la experiencia más excitante de su vida. Tenía ante sí una criatura gigantesca que agitaba sus manos sobre lo que parecía una especie de nicho, pero que al parecer, por lo que acababa de descubrir, podía ser la máquina mas sofisticada que hubiera visto en su vida.
El ¿rostro? de aquella criatura ¿miraba? con atención hacia una pared en la que no se podía apreciar nada mientras que, de alguna extraña manera, emitía alguna clase de señal ¿telepática? a un androide que se encontraba tras de él.
- ¡Demonios! – pensó Kirk – ni siquiera sé si me esta escuchando, o es también ese trasto el que oye lo que digo, y se lo devuelve de la misma manera.
Aprovecha tu oportunidad, tío. ¿Cómo podría hacer para llevármelo hasta la central?
¡Espera, espera, espera, espera, espera! ¡Mierda, si es telépata, igual esta leyendo todo lo que estoy pensando!
Joder, deja de pensar, y pregúntale algo.
- En ese caso – volvió a decir el androide – Comprenderá que yo tampoco sea capaz de remontarme tan atrás en la historia de mi especie. No soy ni historiador ni antropólogo, sólo un simple científico.
Ahora, si me disculpa, le borraré todo recuerdo de esta conversación, y me iré.
- ¡¿Qué?! – exclamó aterrado Kirk – ¡No puede hacer eso!
- Por supuesto que puedo – respondió el androide – Dispongo de la tecnología necesaria para ello.
- ¡Joder! – exclamo nuevamente Kirk, mientras su mente le decía que más tarde tendría que borrar esa expresión de la grabación – No me refiero a eso. ¡Mierda! - esto también tendría que borrarlo – Joder – … – ¡No esta bien! ¡Eso vulnera todos los derechos que me confiere el conglomerado!
¿Y que le importará eso a este tipo? – pensó – ¡Joder, joder, joder, joder, joder! ¿Qué hago? ¿Echo a correr?

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Desde el exterior de la atmósfera de Kunsul, Kriig´Shall´Rakunn observó como la nave del humano se alejaba.
- Veamos – pensó – Borrado de memoria, borrado de la información de video y audio, alteración de los relojes de grabación, borrado de la grabación de la bitácora de los sensores de la nave, esterilización de ropas y piel. Si, creo que está todo.
- Estos humanos – se dijo – nunca aprenderán.
De pie en el centro de su nave, puso rumbo hacia Elistan, su hogar. Los datos recogidos en Kunsul no le indicaban nada bueno. En la antigüedad a los suyos les pareció una buena idea crear el destructor de soles, pero ese arma debería haber muerto con la guerra.
Hasta aquel momento había sido un observador, y ninguno de los eventos de los últimos tres siglos le había hecho abandonar esta función. Pero esta vez era distinto. Esta vez los suyos estaban involucrados.
Ahora había vuelto a ser activado y le tocaba a él, y a los pocos descendientes de aquellos harakani, el detenerlo.

Javier Albizu

El ermitaño II

El ermitaño II
- ¿Qué tal va esa conversión? – Abner no podía dejar de darle vueltas a aquello.
- Sin éxito por el momento – La dulce voz de Mya, como de costumbre, no daba muestras de prisa – El sistema de archivos que utilizan no se parece en nada al que has desarrollado.
- ¿Qué esperabas? – Ahí estaba Amy, dispuesta para comenzar un nuevo asalto – Tú y tu manía de hacértelo todo “a tu manera”. ¿Acaso creías que por el simple hecho de que tú creyeras que era el mejor camino, todo el universo iba a seguirlo?
- Esas malditas corporaciones y sus malditas compatibilidades. ¿No se dan cuenta de que los códigos de Palsar quedaron desfasados hace eones?
- Deja de quejarte. Ni siquiera sabes si los aparatos que saqueamos de la nave eran realmente las unidades de almacenamiento de datos. Igual nos llevamos el generador de alimentos.
- Sé que no tienes en gran estima mi inteligencia – Abner comenzaba a preparar su defensa.
- Tú me programaste así – Pero, como de costumbre, Amy sabía dónde atacar para hacer daño.
- Gracias Amy. No hace falta que me recalques lo obvio cada vez. Quizás haya estado mucho tiempo alejado de la civilización, pero hay patrones lógicos y tecnológicos que aún sé reconocer.
- Muy bien. En ese caso, descifra esos maravillosos datos.
- ¡Las variables son casi infinitas! – Ya lo había conseguido otra vez. Ya le había hecho saltar – Debería haber cogido también los procesadores para estudiarlos – necesitaba un momento para rearmar su defensa – Pero quejarse a posteriori es muy fácil – no estaba mal para comenzar – De cualquier manera, sé lo que vamos a hacer.
- Ilumínanos.
- Contactare con la A.P.U.M.
- ¿Los anarquistas para un universo mejor? ¿Pero qué me estas diciendo? Si esos no son nada más que una panda de colgados fanáticos de las máquinas, que no tienen nada mejor que hacer que quejarse a grandes voces. Jamás harán nada que merezca la pena verse, aparte de sabotear las apariciones televisivas del Presidente. Además, operan desde un satélite de emplazamiento móvil. Si fuera tan fácil localizarlos, ya les habrían cerrado la bocaza hace mucho tiempo.
- Para ellos soy un ideal – Abner sacó pecho con orgullo nada disimulado – En sus transmisiones me han mencionado más de una vez. Seguro que están encantados de ayudarme en mi “lucha” contra las corporaciones.
- Vamos a ver – El tono de Amy cambió. La burla daba paso a la recriminación – Durante, ¿Cuánto fue?, ¿treinta y cinco años?, trabajaste para la Mycroft, y te las arreglaste para robarles millones para financiar tus experimentos privados. Luego, cuando te inventaste unas “diferencias creativas” con ellos, te largaste. No te hagas ahora el rebelde. Nunca trabajaste para ellos engañado. Siempre fuiste consciente de lo que hacías, y para quién lo hacías.
- No es tan sencillo.
- Nunca es tan sencillo.
- Lo que más me preocupa – Abner buscaba una nueva ruta de huida – Es que, tras setenta años, hayan vuelto a poner precio a mi cabeza. Los dirigentes de la corporación con los que trabajé estarán jubilados, o muertos. ¿Por qué entonces volver a buscarme?
- Podrías habérselo preguntado a Jenkins.
- Jenkins sólo era un matón. Dudo que supiera nada.
- Por supuesto. Como tú lo suponías, has amoldado la realidad a tus suposiciones... una vez más.
- De acuerdo. Quizás supiera algo. Pero eso es ya irrelevante. No voy a regresar a buscarle. Ahora mismo mi objetivo principal es descifrar la información que contienen estos dispositivos.
- Y vas a buscar a esa panda de tarados de la A.P.U.M. para que te lo descifren. Unos tipos que, aparte de dárselas de grandes genios y rebeldes galácticos, como alguien que conozco, también son los mayores paranoicos a este lado de la galaxia. Seguro que tienes la holotarjeta de alguno de ellos con su dirección.
- No exactamente – La expresión de orgullo y suficiencia de Abner volvía a asomar en su rostro – pero he sido capaz de triangular la posición de su satélite a pesar de todas las medidas de seguridad anti-rastreo que utilizan.
- Los cielos nos protejan de los egos desatados de los genios.
- ¿Los cielos nos protejan? ¿He implementado yo una expresión tan arcaica en tus bancos?
- Así es – Cómo odiaba aquella sonrisa – Puedo darte fechas si así lo deseas.
- No hará falta – No quería volver a aquel tira y afloja – Me estoy volviendo viejo. Expresiones pseudo-religiosas. Lo que me faltaba.
Abner introdujo las coordenadas del emplazamiento del satélite de los A.P.U.M., haciendo que Mya dirigiera la Raiyel hacia ese nuevo destino. Las horas transcurrían lentamente mientras Abner volvía a sentir en el estomago aquellas sensaciones que creía ya olvidadas. La llamada de lo desconocido y la excitación por desvelar lo que se hallaba detrás de todo aquello.
La espera se le hacia eterna, y el sueño se negaba a llegar. La impaciencia se había apoderado de él, así que se levantó para dirigirse hacia una sala que no había visitado en mucho tiempo. Aún más, en aquellos momentos se preguntó si alguna vez había llegado a usar la sala de preparación física.
La puerta se abrió suavemente, dejando ver las maquinas que contenía tras de sí.
- Activación – dijo Abner. La sala se iluminó.
- ¿Nivel de intensidad y duración de la sesión? – preguntó una voz masculina.
- Vamos a ver – Abner jugueteó pensativo con su barbilla – Nivel tres. Una hora y media.
La maquinaria de la sala se reorganizó, dejando en el centro la primera que debía usar Abner. Éste se introdujo en ella, y la maquina comenzó a moverse, haciendo que los brazos y piernas Abner la siguieran acompasadamente. Así permaneció durante lo que le parecieron horas, hasta que, agotado, finalmente dijo:
- Finalizar sesión. ¿Tiempo transcurrido?
- Doce minutos, cuarenta y dos segundos.
- Maldición – se quejó mientras se incorporaba dejando la maquina a duras penas – Mya, camilla para la sala de preparación física, creo que hoy dormiré aquí.
La noche transcurrió intranquila, no sólo por las agujetas provocadas por el esfuerzo, sino porque volvió a soñar con Amy, la verdadera Amy. La mujer a la que tanto amó, y cuya muerte le afecto tanto.
- ¿Abner? – la voz de Mya lo despertó.
- ¿Sí?
- A la velocidad actual, llegaremos al satélite de la A.P.U.M en treinta minutos.
- Gracias. Creo que me daré una ducha y me afeitaré antes de reunirme con ellos.
- No he detectado ninguna clase de camuflaje o transmisiones provenientes de él.
- ¿Seguro que son las coordenadas que introduje?
- Son las coordenadas que yo triangulé.
- ¿Por qué haré algunas veces preguntas tan estúpidas?
- Lo desconozco.
- No empieces como Amy. ¿Has tratado de comunicarte con ellos?
- No. Tampoco se detecta ninguna clase de energía procedente de él. El satélite esta “apagado”.
- Maldición. Maldición – Abner gruñía mientras caminaba presuroso hacia el puente de mando – ¿Es que últimamente no puede ponerme nadie las cosas sencillas?
- Envía uno de los minisatélites a obtener información más detallada – dijo Abner a la par que irrumpía furibundo en el puente de mando. Aún no había terminando de ponerse la bata – Informe en pantalla dos. Dimensiones y características técnicas. ¿¡DÓNDE ESTÁ ESA INFORMACIÓN!? – Gritó mientras tomaba asiento.
- En cuanto esté disponible, aparecerá en pantalla. Tus funciones vitales se están acelerando. Te recomiendo unos ejercicios de relajación.
- Quita mi cara de esa pantalla - volvió a gruñir Abner - Ya sé que mis pulsaciones están aceleradas.
- ¿Continúo con el curso de aproximación?
- Sí. Activa camuflaje visual y electrónico. Energía al mínimo en toda la Raiyel, salvo en esta sala. Redirecciona toda la potencia a los motores, y ten en espera el hipersalto. Coordenadas: Elistán. Esto no me gusta nada.

Los minutos trascurrían con lentitud, y el silencio permitía a Abner escuchar los leves chasquidos de las máquinas que funcionaban en la nave. Finalmente, la pantalla dos comenzó a rebosar información.
Tras unas horas observando los datos, Abner cambió su posición y se preparó para dar una orden.
- Amy, prepara la lanzadera - se le adelantó la androide quitándole las palabras de la boca. Durante los últimos minutos había permanecido inmóvil observándole.
- ¿Por qué no está lista ya? – Le preguntó Abner con tono sarcástico.
- Lleva horas preparada – respondió Amy en tono igualmente sarcástico. En aquel momento dejó al descubierto su brazo izquierdo, oculto hasta aquel momento tras su espalda – Ponte el traje de vacío, supongo que lo necesitarás – Finalizó mientras se lo arrojaba.
- ¿Has logrado algún avance en contactar con los ordenadores del satélite? – preguntó Abner mientras Amy y él se dirigían hacia la lanzadera.
- Sí – Respondió Mya – El puerto de embarque cinco dispone de potencia. Estoy introduciendo los vectores de aproximación en la lanzadera.
Abner se sentó en el sillón de mando, y dejó que la nave siguiera la trayectoria que había trazado Mya hasta el satélite. Su mente continuaba dándole vueltas a lo pasado en los últimos días, y aquello continuaba dándole mala espina. No le gustaba estar a merced de los acontecimientos. Prefería ser él quien moviera las fichas, y no ser tan sólo un peón en manos de un jugador desconocido.
- ¿Cómo es posible que Mya haya sido capaz de acceder a la computadora de la A.P.U.M.? Creía que los sistemas con los que nos habías programado no eran compatibles con los usados en el resto del universo conocido.
- Durante sus comienzos – comenzó a responder Abner, mientras su mente permanecía sumida en las divagaciones – Ayudé anónimamente a la A.P.U.M. en la preparación de sus sistemas, tanto los de seguridad como los de gestión de recursos, dejando siempre, sin que ellos lo supieran, una puerta trasera abierta para mí.
- Me sorprendes – dijo Amy con falsa expresión de indignación – Nunca hubiese esperado una maniobra tan rastrera de alguien como tú, defensor acérrimo de los más altos valores.
- Por favor, Amy – le recriminó Abner – no estoy de humor.
La lanzadera aterrizó en el satélite con suavidad. Las luces intermitentes de la pista fueron lo único que recibió a los visitantes mientras abandonaban su nave.
Abner se movía pesada y torpemente. La falta de gravedad en el entorno le obligaba a usar los anclajes magnéticos de sus botas, limitando su movilidad, y el casco le reducía ostensiblemente la visión. Por su parte, Amy carecía de esas limitaciones, y paseaba a su antojo sin necesidad de protección alguna.
- Te estás agobiando – dijo la androide – Tus constantes vitales me dicen que estás al borde de un ataque de claustrofobia.
- Cállate – le respondió Abner alterado – Bastante difícil es ya hacer esto, como para tener que estar aguantándote.
- ¿Por qué no me haces caso nunca? – le recriminó Amy – Sabes que no es necesario que salgas de la Raiyel para esta clase de cosas, pero tú siempre te empeñas en estar en el centro de todo.
- Debe haber algún problema con tus receptores de audio – se quejó Abner – Sé que mi memoria no es la de antes, pero creo recordar haberte dicho que te callaras.
- Ciertamente tu memoria no es muy buena – se burló Amy – porque de conservarla intacta, recordarías que tú me programaste para ignorar gran parte de tus comentarios.
- Debí programarte para que no fueses tan repetitiva – se dijo para sí mismo Abner.
- Gravedad y atmósfera artificial restauradas – pudo escuchar Abner a través de la radio de su casco, mientras los indicadores de su traje se lo confirmaban.
- ¿Es estable? ¿Cuántos sistemas has logrado reactivar?
- Sistemas restaurados al sesenta y tres por ciento – le respondió Mya – Estabilidad de un ochenta y nueve por ciento. Sistema de seguridad imposible de restaurar, daños físicos.
- ¿Acceso a los registros de seguridad hasta el momento del fallo?
- Imposible acceder a ellos remotamente.
- Tus constantes se están acelerando de nuevo - le dijo Amy.
- ¡YA LO SÉ! – Le gritó Abner, mientras comenzaba a caminar con un paso frenético, y se quitaba el casco con sus manos temblorosas – ¿Quieres hacer el favor de dejarme en paz?
Aquello terminaba de unir las piezas que habían revoloteado por su cabeza, dando forma a sus sospechas, y no era nada bueno. Sabía quién había arrasado aquel satélite. Su marca era inconfundible. Jenkins tan sólo había sido un aviso, y él había respondido tal y como esperaba su adversario.
En algún lugar de aquel satélite se encontraba la confirmación de quién se encontraba tras aquello. Aquella persona no tenía intención alguna de tener un encuentro directo en un terreno que no conociera a la perfección. Había provocado la curiosidad de Abner para que fuera él quien se pusiera al descubierto.
Tras deambular por los pasillos del satélite, Abner finalmente llegó hasta la sala de comunicaciones donde encontró lo que esperaba. Todo permanecía intacto, salvo dos módulos que habían sido extraídos de sus paneles de conexión, sólo para ser depositados sobre una de las consolas, a la espera de que alguien los volviera a situar en su lugar.
Tras unos minutos de duda Abner los conectó en su lugar, para contemplar en todas las pantallas de la sala el rostro sonriente de su adversario.
- Te espero, Abner – le decía mientas le guiñaba el ojo y simulaba dispararle con una pistola imaginaria.
- Así que es él – dijo Amy – Para ser casi tan viejo como tú, tiene bastante mejor aspecto. Los hay que no saben quedarse muertos.
Abner no escuchó el comentario de Amy. En su cabeza había dos preguntas, y no sabía cual de las dos le daba más miedo.
¿Cómo podía seguir vivo aquel hombre?
¿Por qué lo quería vivo?

Javier Albizu

El observador II

El observador II
A los ojos de los humanos aquella gran sala habría parecido vacía, salvo por la imponente figura de Kriig´Shall´Rakunn. Ésta permanecía inmóvil y silenciosa para todo aquel que no poseyera las capacidades comunicativas de los harakani. Pero los sentidos del alienígena en nada se parecían a los de la gran mayoría de las especies que habitaban el Cosmos.
Para aquél capaz de percibirlas, vibrando a distintas frecuencias se encontraban las consolas que daban acceso a la maquinaria que controlaba la nave, abarrotando la sala con su presencia. Piloto y nave estaba teniendo una conversación en aquel lugar y momento. Una conversación en la que pocos serían capaces de participar.
- Jamás comprenderé a los humanos – dijo Kriig.
- Nunca lo has intentado – le respondió la nave – Según tu misma definición, No son más interesantes que una mota de polvo estelar.
- Sabes que hay momentos en los que tiendo a generalizar. Hay algún humano que despierta mi curiosidad, pero que encuentre interés en alguno de ellos no quiere decir que pueda llegar a ser capaz de comprenderlos.
- Yo los encuentro apasionantes.
- Tú encuentras apasionantes a los Nahail.
- Qué le voy a hacer. Tienen unos armónicos tan divertidos…
- ¿Vas a empezar a desvariar otra vez?
- Perdona. Yo creo que el problema de comunicación que tienes con ellos es a nivel genético.
- No sé cuál de los diseñadores los creó, pero hizo una chapuza.
- Todo apunta a que fue Dayos.
- ¿Dayos?
- Efectivamente.
- Pero si son una raza más joven que la nuestra, y están peor diseñados.
- No son ni mejores ni peores, simplemente distintos.
- Igual tenía prisa por acabarlos.
- Por lo que sé de su mundo natal, éste fue finalizado en cinco rotaciones, y el diseño de la especie se hizo sólo en una.
- ¿Existía algo parecido a la senilidad entre los diseñadores?
- Se lo puedes preguntar a Daimos si lo encuentras de nuevo.
- No sé cómo alguien que nos diseño a nosotros pudo perpetrar algo como los humanos.
- Si sabes fijarte, no sois tan diferentes.
- Tenemos dos extremidades motrices y dos manipulativas, pero ahí acaban las similitudes.
- Eso es algo común en todos sus diseños, pero compartís más cosas. No tanto a nivel de diseño genético-físico, sino al nivel del instinto social, incluso a nivel moral. Es curioso, pues según algunas definiciones que utilizan, vosotros careceríais de “alma”.
- ¿Qué es eso?
- Lo cierto es que ni siquiera ellos lo tienen muy claro, pero dada la cantidad de literatura que se ha dedicado a tratar de definirla, debe tratarse de algo muy importante para ellos. Eso también es algo muy típico de su especie. Prácticamente cada uno pone nombre a las cosas en un intento de definirlas, pero esas definiciones no se parecen en nada a las que dan el resto de sus iguales. Son incapaces de comunicarse con eficacia, e incapaces de aceptar la subjetividad de las cosas. Tratan de definirlas, y al hacerlo simplemente las limitan a conceptos aceptables tan sólo para quien los ha creado. Buscan una objetividad universal, sin saber que tal cosa no existe.
- Un error grave de diseño.
- Cierto, pero a cambio pueden realizar otras funciones mientras se comunican, lo cual es un acierto.
- ¿Qué otra cosa puede hacerse mientras te comunicas? Diversificar los recursos de esa manera me parece un desperdicio. Así es imposible comunicarse con ellos de una manera coherente.
- Tienes a Logan.
- Como te decía, no es posible comunicarse con ellos de una manera coherente.
- A mi no me eches la culpa – se defendió el androide – A mí se me creó para transmitir ondas sonoras en un rango de frecuencias de veinte a veinte mil hercios. Si quieres que sea capaz de transmitir también distintos aspectos de imagen que fueran capaces de percibir, los módulos que tendrías que integrarme me harían ser más grande que todo el espectro de tu ser. Bastante hago con “interpretar” toda la información que transmites como para que sea comprensible para unas mentes tan limitadas.
- ¿En qué estaría pensando Dayos cuando los diseño? Ni siquiera son prácticos para el combate. Sus órganos vitales vibran en la misma frecuencia que su carcasa externa, así que lo que daña ésta, lo daña todo.
- Son más rápidos y ágiles que vosotros, aparte de que presentan un blanco más pequeño.
- Necesitan protección contra los elementos. No soportan el vacío.
- No pierden treinta rotaciones para generar una carcasa cada vez que se erosiona. Su carcasa se regenera sin necesidad de consumir otras funciones.
- ¿Estas diciendo que su diseño es mejor que el nuestro?
- No, tan solo digo que son distintos. No todo tiene por qué ser comparable. Aunque hay momentos en los que creo que tampoco soy capaz de comunicarme contigo de una manera coherente.
- ¿Me estás acusando de tratar de imponer mi lógica a la tuya?
- Eso sería algo típicamente humano, pero no. Ambos exponemos siempre los mismos argumentos, repitiéndolos una y otra vez, sabiendo que no lograremos convencer al otro. Simplemente trato de dar por zanjado el asunto.
- Cierto. Jamás lograré comprender a los humanos.
Javier Albizu

Reunión

Reunión
- ¿Falta mucho? - preguntó Abner.
- No seas vago, y mira tú mismo los monitores - fue la respuesta de Amy.
- Estoy ocupado.
- Deja de trastear con el “mastodonte”, y tendrás más tiempo.
“Mastodonte” era el termino que utilizaba Amy para referirse “afectuosamente” al inmenso exoesqueleto que se había construido Abner para tratar de comunicarse con los harakani a su mismo nivel. Había integrado entre las funciones de Amy la capacidad para llevar a cabo tal función, pero aquella vez sería él quien generase los impulsos, sin necesidad de la “libre interpretación” que hacía la androide de sus palabras.
- Siempre te comportas como un crío cuando nos dirigimos a su encuentro - continuó Amy.
- Perdóname por no ser tan “maduro” y “equilibrado” como tú.
- Una lección que tienes aprendida para el próximo androide que crees.
- Y dale - se quejo para sus adentros Abner - No se cansa nunca de tocar las narices, y lo que más me jode es que tiene razón.
- Alcanzaremos Elistan en ocho horas, treinta y siete minutos - dijo la voz de Mya.
- Gracias. Tú sí que eres un encanto.
- Pelota - Amy se burló de la inteligencia artificial de la nave.
El viaje continuó sin contratiempos, pero a cada momento el nerviosismo de Abner se hacía mayor. Durante casi setenta años su vida había transcurrido en un estado de paz y tranquilidad casi absoluta, pero el último mes se había vuelto demasiado agitada para su gusto. Al abandonar la civilización había dado por cerrados todos sus lazos con ésta, pero parecía que algunos fantasmas de su pasado se negaban a desaparecer.
Y encima aquel condenado aparato se negaba a funcionar bien.
- Sabes que acabarás con jaqueca, como siempre que lo usas - volvió a hablar Amy al rato.
- Cállate y acércame el ajustador manual.
- Me encanta cuando utilizas la terminología técnica para referirte a la maquinaria especializada – dijo Amy entregándole el martillo.
- Siempre que me meto en esta maldita máquina me hago alguna herida con esta juntura - se defendió Abner - Y además, si me dedico a golpear a esta cosa, se me pasaran las ganas de desahogarme golpeándote a ti.
- Veo que hoy estamos de buen humor – le replicó Amy – Más te vale desahogarte ahora, porque no sé que tal se tomaría Kriig las proyecciones de tu frustración.
Abner no podía evitar estar ansioso, a la par que preocupado. Desde que conociera al harakani, siempre le había fascinado aquella criatura.
El descubrimiento y estudio de especies alienígenas era algo que siempre le había apasionado, pero aquella era otra cosa más para la que había nacido demasiado tarde. Para el momento de su concepción todas las razas alienígenas habían sido ya descubiertas o presentadas a la humanidad.
Dado que su gran vocación le había sido arrebatada por la época en la que le había tocado vivir, dedicó su ansia de descubrimientos hacia otros campos, hacia todos aquellos que pudieran dar respuesta al resto de preguntas que la humanidad (y él mismo) se había hecho desde el comienzo de los tiempos.
Pronto desecharía la filosofía, así como los campos teóricos y de elucubración (como gustaba de llamarlos), centrando sus esfuerzos en todo lo que le diera unos resultados palpables. Pero de su mente nunca desaparecería la esperanza de que quedase alguna nueva especie por descubrir, pese a no poder evitar considerarlo como algo englobado dentro de esos campos que había tachado como no viables. Como una ficción o un sueño de infancia.
El tiempo y el azar le demostrarían lo equivocado que estaba.

Ahora era uno de los pocos (sabía que no era el único) que había contemplado a uno de los harakani, pero sería el único que habría logrado comunicarse con ellos por sus propios medios, y no sólo eso, sino que lograría ver el universo como lo hacían ellos.
Llevaba setenta años desarrollando aquel artefacto. Setenta años de frustración y logros parciales. Setenta años de trabajo febril.
- ¿Por qué serán tan condenadamente complicados? - se decía a sí mismo cada vez que sus intentonas fracasaban.
Pero en el fondo daba las gracias a aquella criatura. Gracias a ella había recuperado la ilusión por crear que perdiese hacía ya tanto tiempo. Sabía que cada pequeño fracaso le acercaba más al éxito. Cada fragmento compartido de la percepción de los harakani le hacía desear más.
- ¿Vas a esperar a última hora para probarlo, como siempre? – le interrumpió Amy – ¿O tu ego ha sufrido ya lo suficiente y lo probarás antes de hacer el ridículo delante suyo una vez más?.
- Si me dejas acabar estos ajustes – le respondió Abner dando los últimos martillazos a la juntura rebelde – podré hacer que te tragues esas palabras en breves instantes.
- Sigo sin entender por qué no quieres hacerte un implante neuronal – le dijo Amy, como le había dicho todas las veces anteriores que habían probado el mastodonte – Con uno sencillo tendrías una velocidad de transferencia mucho más estable, a parte de una mayor movilidad.
- Ya te he dicho montones de veces lo que opino sobre las mutilaciones en favor de la tecnología.
- Sí, ya me sé ese cuento. “Lo que pasa es que los científicos de las corporaciones son demasiado vagos como para dedicar el tiempo necesario para desarrollar una tecnología no-invasiva” – dijo Amy, imitando los gestos y la voz de Abner – Lo que realmente pasa es que eres demasiado orgulloso como para aceptar el camino que toma todo el mundo. Si el universo no acepta tus preceptos, el universo está equivocado.
- Blablablablablablabla – se quejó Abner – Deja ya esa cháchara. Ya me la conozco.
- Así me gusta – se burló Amy con una amplia sonrisa en su rostro – Una reacción muy madura, digna de un “genio”. Pero no vas a conseguir desquiciarme. Ese es otro de esos detalles que se te olvidó implementar en mi programación.
- No sabes cuánto puedo llegar a odiarte – gruñó Abner.
- La última vez que cuantificamos tu odio hacia mí la cantidad resultante fue de trescientas quince unidades.
- Es verdad – dijo Abner llevándose la mano a la cabeza – Había olvidado las unidades de odio – Continuó mientras se levantaba – ¿Cuánto había bebido?
- Dos vasos de Colús - le respondió Amy.
- Recuérdame que no vuelva a tomarlo – le pidió mientras comenzaba a desvestirse.
- Ya lo hice en aquella ocasión. Deberías avisarme cuando vayas a hacer esas cosas - se burló apartando la vista del cuerpo desnudo de Abner – Quizás no pueda ruborizarme, pero esa visión es una afrenta contra mi buen gusto.
Ignorando el comentario de Amy, Abner se enfundo en el ajustado traje neuronal que había diseñado para controlar el mastodonte. En un principio los sensores de la maquina se adherían directamente sobre su piel, pero un cierto pudor (aunque hasta cierto punto injustificado, ya que su interlocutor no “veía” o compartía cánones de belleza o estilismo con los humanos) y sobre todo, por el frío que pasaba cada vez que lo usaba.
Tomando impulso, se subió hasta el asiento del mastodonte, y con un pulso firme y decidido se ajustó los anclajes de seguridad de manera mecánica, mientras iba repasando con la vista los distintos indicadores de la cabina. Todo parecía funcionar correctamente.
No sin cierto nerviosismo, apoyó la cabeza contra el respaldo. En aquel momento surgieron los sensores repartidos por todo el asiento, y se ajustaron a la red neuronal del traje. Abner no pudo evitar una sonrisa al recordar el tacto frío de aquellos contactos sobre su cuerpo. Una pequeña victoria lograda, y además, gracias al traje, la transferencia de información era mucho mejor, y no tenía que raparse el pelo cada vez que usaba aquel trasto.
Finalmente, insertó los dedos de sus manos en las aberturas para esa función situadas en los extremos finales de los reposa brazos y cerró los ojos.

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- ¿Se acercan? – preguntó Kriig.
- Atracarán en kilen – respondió la nave, refiriéndose al tiempo que tardarían en acoplarse a ella: cuando las corrientes de ylgur alcanzasen la formación conocida por los harakani como kilen (las corrientes de ylgur son... bueno, mejor lo dejamos así) – Deberías controlar tus niveles de gantú (equilibrio vibracional) – le recriminó – No vaya a pensar nuestro invitado que estas ansioso por recibir su regalo.
- ¿Crees que esta vez funcionará su artefacto?
- Es muy obstinado, y para ser humano, intelectualmente dotado.
- Hay que reconocer sus méritos.
- Sin olvidar su inmunidad al lavado cerebral.
- Eso sería un mérito de tratarse de algo genético, o ligado a su voluntad y control neuronal. Yo optaría por lo primero: una anomalía mutagénica.
- Sea como sea, no te puedes librar de él.
- ¿Quién te ha dicho que pretendo hacer tal cosa?
- Cierto, cierto. Logró desarrollar el Nyali Dyaga.
- Algún día lograré hacerme con el proceso.
- ¿Y entonces qué? ¿Dejarás de comunicarte con él?
- Es posible.
- Sabes que eso no es cierto. Podrías haberme ordenado que transifiriese todos los datos de su nave en cualquier momento. Podrías haber sondeado sus frecuencias de pensamiento para sacar por ti mismo la información que quieres, y ni siquiera se habría enterado. Pero no lo has hecho, porque en el fondo te gusta estar con él.
- No digas estupideces.
- Ambos sois iguales; dos anacronautas. Navegáis por el presente anclados en los tiempos antiguos, tratando de imponer vuestra visión de las cosas (que por cierto es muy similar). Os negáis a adaptaros a los tiempos que corren, y sabéis que éstos no se van a adaptar a vosotros. Pero sois demasiado arrogantes como para reconocerlo, y en el fondo esa pequeña quimera es la que os hace avanzar, el saber que nunca lograréis vuestros objetivos por completo.
- Se te ha olvidado decir lo de “Ambos sois unas rarezas, unos parias en vuestras respectivas especies, y estáis orgullosos de serlo”.
- No se me ha olvidado. Como sé que es algo que te encanta escuchar, he preferido omitirlo.
- Por cierto, me ha gustado lo de anacronauta.
- Lo tendré en cuenta para posteriores sermones.
- Pero con palabras amables no lograrás que admita lo que quieres.
- Reconoce al menos que le tienes simpatía.
- Reconoceré que respeto su tenacidad. Y me encanta que se esfuerce en “comprenderme”.
- ¿Entonces, volverás a interpretar ante él tu papel de alien-misterioso-e-insondable-que-no-comprende-las-acciones-de-las-demás-razas-”alienígenas”?
- Por supuesto. De no hacerlo me perdería el respeto. Además, me divierte cuando se pone tan ampuloso y pedante.
- ¿Y qué hay de aquello de “jamás lograré entender a los humanos”?
- Y no los entiendo. Pero por alguna razón que me supera, algunos de ellos me parecen graciosos. Pintorescos, podría decir. Utilizando una expresión suya “no hace falta que entiendas un chiste para que te haga gracia”.
- Cómo desearía que no hubieras logrado comprender el sentido del humor humano, y lo que hubiera dado por que no lo compartieses.
- Tú eres la que siempre dice que no todo lo humano es inferior a lo nuestro. Reconoceré una cosa más para ti: Antes de conocerle, mi existencia era mucho más aburrida. Para una cosa en la que te doy la razón...
- Yo no comparto su sentido del humor. A mí me parece humillante lo que haces. Y no se qué opinaría él de saber que estas jugando con él. Pero ésta es una pequeña victoria para mí. Al menos has reconocido que te divierte estar con él.
- Es una manera de verlo.
- Dejémoslo así entonces.
- Me gustabas más antes de perder tu carcasa. Tardabas más tiempo en rendirte. Desde que te uniste a la nave has perdido tu instinto mordaz, y tu persistencia dialéctica.

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En realidad esta conversación no fuese “exactamente” así, pero es una “traducción” los más aproximada y aceptable para los estándares de comprensión y comunicación humanos, sin dejarnos llevar por pirotecnias narrativas (algo que pretendemos dejar para vuestro deleite y disfrute en la que tendrá lugar a continuación).

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- Acoplamiento efectuado con éxito – La dulce voz de Mya se dejó escuchar por los altavoces de la sala – Se detecta actividad en sus generadores de atmósfera.
Dentro del mastodonte, Abner realizaba sus ejercicios de relajación. No quería que su nerviosismo fuese proyectado por aquella máquina. Por el momento fracasaba en su intento, y veía ante sí las imágenes que trataba de contener.
- Sigues proyectando – Amy lo estaba disfrutando – ¿Quieres una pastillita? – Agitaba un bote de calmantes con su mano, mientras su inconfundible sonrisa maliciosa se le dibujaba en el rostro.
- No – Los pensamientos de Abner se verbalizaron a través del sintetizador de voz del mastodonte. Cuando estaba “conectado” su cuerpo quedaba completamente inerte – Tengo que ser capaz de hacer esto por mí mismo.
- Tus constantes vitales dicen que no lo estas logrando – Amy continuaba burlándose. La odiaba cuando mostraba tan abiertamente que tenía razón – No sólo eso, sino que vas a más. Y no me vengas con tus reticencias a la química ahora. Llevas más de media vida drogándote con esa mierda de retardador del envejecimiento, y nada más sentarte en esa cosa, te inyecta los amplificadores de señal neuronal.
- Está bien, está bien – gruñó Abner – Dame una maldita pastilla.
Amy se alzó hasta el asiento en el que permanecía inmóvil Abner, separó con delicadeza sus labios, y le introdujo la pastilla. Apenas un minuto después sus signos vitales se normalizaron.
- Ya estamos listos – dijo tras asegurarse de que aquellas nuevas constantes eran estables – ¿A qué estás esperando ahora?, ¿Quieres que te lleve de la manita?
Mordiéndose los labios mentalmente, Abner eligió no responder a aquel comentario. Parecía que los calmantes servían para algo más. Acto seguido ordenó al mastodonte que avanzara.
El amasijo de hierros comenzó a caminar con paso lento y estruendoso guiado por la mente de su pasajero. En el interior de la máquina, Abner, sumido en el trance provocado por los potenciadores psíquicos, no notaba como el suelo vibraba a cada paso, y el sonido de las pisadas le llegaba como algo muy lejano.
Su consciencia se encontraba proyectada fuera del cuerpo, y desde esa posición guiaba los pasos de la máquina. No podía evitar contemplar su cuerpo “desde fuera” cada vez que probaba el mastodonte, y siempre lo veía como el de un extraño. Le gustaba la sensación de ingravidez que le proporcionaban aquellas drogas, y el cuerpo perfecto que creaba para sí mismo en sus proyecciones. Siempre le costaba regresar de nuevo al peso de la carne, y a los dolores y achaques de un cuerpo de ciento veinte años, por muy cuidado y mil veces depurado que éste hubiera sido. No sabía cuánto de aquello era fruto de su sentir interno, y cuánto debido a que se estaba volviendo un adicto a aquella experiencia.
En aquel momento decidió alejar aquellos pensamientos de su mente, pero aquello era algo sobre lo que tenía que pensar. Tenía tiempo, ya lo haría más adelante. Siempre se decía lo mismo.
Sus pasos le llevaron a través de los pasillos de la Raiyel hasta la compuerta de embarque. La pesada escotilla que separaba su nave de la del harakani se abrió con un ruido neumático, dejándolo ante el túnel de acceso a la nave multi vibracional (como le gustaba llamarla).
Aquel artefacto existía en varios niveles de realidad diferentes, y en cada uno de ellos era distinta. Los ojos humanos solo eran capaces de percibir uno de ellos, e intuir aquellos que se solapaban levemente con este “primario”, dando al observador una sensación de inmaterialidad. Pero los sensores del mastodonte estaban preparados para registrar y transmitir al cortex de Abner los distintos niveles vibracionales, así como todo el espectro de radiaciones y frecuencias visuales que había ido descubriendo.
Imbuido en aquel exoesqueleto Abner era incluso capaz de contemplar los pensamientos de otras personas, pues había descubierto que estos eran visibles en algunas frecuencias. Pese a que tendían a ser muy caóticos, los pensamientos de una persona podían llegar a ser entendidos por otros. De cualquier manera, ésta tampoco era tarea sencilla, ya que la frecuencia de vibración de las imágenes proyectadas por la mente humana variaba con cada persona, así como con sus estados de ánimo.
Abner podía contemplar todas las salas que se iban abriendo a lo largo de su camino, a pesar de que no podía acceder a algunas de ellas, ya que el mastodonte, pese a ser capaz de “ver” los niveles en los que estaban construidas, sólo podía vibrar en la frecuencia “humana”. Los conocimientos y la tecnología para construir algo capaz de vibrar simultáneamente a distintas frecuencias, o incluso de variar su frecuencia de una en una, era algo que el hombre aún estaba lejos de lograr.
Finalmente llegó al lugar en el que se encontraba Kriig. El corazón de la nave. La primera vez que llegó hasta aquel lugar, tan sólo fue capaz de contemplar una inmensa sala vacía, pero con cada nueva visita, y las mejoras en la tecnología de los sensores de su máquina, descubría poco a poco las maravillas “ocultas” en aquella estancia.
Ahora era capaz no sólo de ver la portentosa maquinaria de la que estaba repleta la sala, sino de sentir cómo la información era transmitida de unas a otras a través de los conductos nakt. Esta información era interferida por Kriig quien, simplemente con sus manos y el resto de las partes que formaban su “todo”, era capaz de manipularla, introduciéndola de nuevo en aquellos canales una vez modificada y corregida.
Abner sabía que el alienígena había detectado su presencia antes siquiera de escuchar las pisadas del mastodonte y que, al carecer de ojos y oídos, no necesitaba de la comunicación “direccional”, pero en deferencia hacia él (o al menos eso supuso), Kriig se volvió, encarándose hacia el lugar en el que se encontraba.
- Un aluvión de imágenes surgieron ante Abner, proyectadas por los órganos comunicativos ubicados a lo largo de toda la carcasa de Kriig. Aquellas imágenes mostraban primero a un Abner setenta años mas joven. El aspecto que tenía cuando lo conoció, pese a que aquella forma no era ni remotamente humana.
Los sentidos de los harakani eran capaces de percibir una serie de longitudes de onda y espectros del campo visual lumínico, sub lumínico y extra lumínico desconocidos para el resto de razas, aparte de que también eran capaces de percibir la gran mayoría de aquellos conocidos, aunque para aquellos que no eran capaces de percibir por sí mismos, habían creado máquinas que suplieran estas “deficiencias”. Algo tan sencillo como la forma humana, para ellos era igual a la suma de las interferencias que causaba el cuerpo en todas estas longitudes de onda. Igual a los armónicos que generaban éstas, algunas al atravesarlos, y otras al ser parcial o totalmente interrumpidas por la barrera que representaba lo físico. Pero no sólo esto, ya que también eran capaces de percibir “visualmente” las interferencias que creaban lo que para nosotros está englobado en otros sentidos como el oído o el olfato.
La forma en la que era representado Abner era una masa informe de colores que vibraban en diferentes frecuencias sónicas y del espectro visible. Había colores con texturas propias y casi sólidas, colores que iban más allá de la sencillez de una paleta plana, para expandirse hasta alcanzar cuatro dimensiones. Sonidos que Abner podía “palpar” mentalmente gracias a los sensores del mastodonte. “Olores” que no existían pero cuyo “tacto” podía sentir.
Aquellos eran los recuerdos de Kriig proyectados por él mismo. El universo no era tan sencillo como cosas ocupando un espacio hasta entonces ocupado sólo por el aire. “Todo” estaba ocupado por cientos de miles de “cosas” al mismo tiempo. Las “imágenes” proyectadas por Kriig se solapaban o interactuaban sobre todo lo que “existía” simultáneamente en aquel lugar.
Lentamente la forma fue cambiando, mostrando la evolución y cambios que había sufrido su cuerpo a lo largo de las ultimas décadas, mientras a su lado iban pasando ampliaciones de las zonas más arrugadas, así como de las manchas, alteraciones y deterioros que habían surgido en partes tanto internas como externas de su cuerpo. (Aquello podría traducirse como un “Hola. Cuánto tiempo. ¿Qué tal estás?” Aunque quizás sobrase el “Hola”).

Mientras la carcasa de Kriig se encontraba “orientada” hacia Abner, el resto de su ser continuaba haciendo sus funciones. Lo que Abner consideraba su mente, estaba situado en medio de un haz de luz caleidoscópica, ubicado cerca del extremo opuesto de la sala al que se encontraba el mastodonte. No es que tuviera forma de cerebro ni nada por el estilo pero, de manera regular, éste percibía como surgían de aquella especie de pequeño amasijo de esfera gótica, impulsos hacia el resto de lo que Abner consideraba las partes que componían al alien (aunque había algunas de las que no sabía con seguridad si se trababan de partes de la nave).
Al lado de muchas de esas partes, los sensores también percibían pautas similares a las de Kriig. En un principio Abner creyó que se trataban de más “partes” del harakani, pero éste le explicó que se trataba de Shu´Tu´Nir. Otro harakani el cual, debido a la pérdida irreemplazable de su carcasa, se vio obligado a quedarse confinado dentro de la nave ya que, fuera de ella, habría acabado dispersándose. Con el paso del tiempo él (lo que sería su “mente”) y la nave se habían fundido completamente. Lo que percibían los sensores del mastodonte eran las proyecciones del resto de su ser.
- Abner dudó antes de “decir” nada. Pese a que no era su deseo y trató de contener esas dudas, éstas fueron proyectadas como una serie de imágenes de si mismo disminuido ante una criatura informe de proporciones colosales.
Una vez controlado este pequeño descuido, pasó a saludar a Kriig como había hecho en las últimas ocasiones. Se abrió un pequeño compartimiento situado en la parte superior del mastodonte, dejando ver su valioso contenido, el Nyali Dyaga. Aquel era un mineral artificial con una característica muy especial: A pesar de vibrar en el espacio “humano”, cuando era tocado por la carcasa de un harakani vibrando a esa misma frecuencia, el mineral comenzaba a vibrar en más y más frecuencias simultáneamente, lo que llevaba a que, por un instante, pasase a ser completamente “opaco”, impidiendo que absolutamente nada lo atravesase, para al instante siguiente, dejar de vibrar, desapareciendo por completo. No se transformaba en ningún tipo de energía, sino que pasaba de existir a dejar de hacerlo. En aquel momento el espacio que había ocupado pasaba del vacío absoluto a un big bang en miniatura, en el que, de la nada, volvía a surgir la energía necesaria para rellenar aquel vacío. Pero había algo más aparte de un mero estallido de energía. Ante los ojos y sentidos de aquellos que se encontraban presenciándolo, en el corazón de aquel evento tenía lugar lo que parecía ser el nacimiento del universo. En aquel lugar y por unos segundos se abría una ventana que mostraba el origen de todo lo que existía.
Los sentidos se veían abrumados ante la avalancha de sensaciones, y las máquinas no eran capaces de registrar, codificar o almacenar aquella información. El recuerdo de aquella visión duraba tanto como la experiencia misma. Una vez finalizada ésta, tan sólo quedaba el vago recuerdo de haber presenciado algo único. Algo que dudaba que nadie más hubiera contemplado.
Después de aquello, silencio. Los sentidos tardaban en regresar, y la mente trataba de comprender todo lo que había visto, pero no era capaz. Ninguna mente humana o alienígena era capaz de hacerlo.

Abner activó los filtros y cortafuegos que había instalado para separar los pensamientos que proyectaba de aquellos que debían permanecer como privados. Hasta que había “soltado” la imagen de inseguridad, confiaba en poder contenerlos sin ayuda externa, pero después de aquello prefería ir a lo seguro. Tomando aire mentalmente se dijo a sí mismo:
- En fin. Vamos a ello.
- Flotando en el espacio situado entre Abner y Kriig, apareció una pequeña porción de vacío estelar, en cuyo centro se encontraba la versión miniaturizada de lo que Abner recordaba de la ”Ircant III”, la nave que pilotaba cuando encontró al alienígena. Aquella era una libre interpretación del sector espacial en el que se encontraba, y tanto la posición de las estrellas, como los detalles del fuselaje de la nave, no eran demasiado exactos. Kriig lo sabía, tenía muy buena memoria. A Abner le parecía que quedaba bonita aquella estampa, y no le daba mayor importancia a esos detalles. Acercándose a gran velocidad, entraba en escena un enorme crucero, que disparaba toda clase de rayos contra el indefenso bajel. Abner no recordaba que clase de nave era la que le perseguía. Sólo tenía una imagen de radar, que no era especialmente descriptiva. De cualquier manera, prefirió dejar libre su imaginación y, de paso, ensanchar un poco su ego en lo referente a aquella pequeña batalla.
La “cámara subjetiva” de la mente de Abner fue acercándose a gran velocidad hasta la nave y, atravesando el casco (permitiéndose el “narrador” la licencia poética del visionado de parte de la circuitería que recorría los huecos entre el armazón y las paredes internas). Llegó hasta la sala de control, donde se veía a un Abner más joven sentado en la silla del piloto, manejando con frialdad los controles (aquello tampoco había sido así, y Abner lo recordaba perfectamente. Él se movía como un poseso pulsando botones, tratando de zafarse de su perseguidor. Pero prefería dar una buena impresión a su contertulio).
Tras varias maniobras imposibles (físicamente imposibles en el espacio), uno de los motores fallaba debido a la tensión a la que lo habían sometido las acrobacias espaciales de Abner. Era acertado por uno de los disparos de su perseguidor, aunque no le apetecía recordarlo así. La nave, impulsada sólo por la inercia, daba vueltas avanzando fuera de control, cuando era sujetada por los anclajes magnéticos de su perseguidor.
La acción regresaba al interior de la nave. Esta vez se veía a Abner colocándose con calma el traje espacial. Los indicadores de los filtros de emisión del mastodonte se veían saturados. El subconsciente de Abner les estaba dando mucho trabajo. Por el contrario, el cortafuegos no tenía actividad alguna. Kriig no estaba tratando de “leer” las imágenes que Abner quería ocultar. O Kriig se estaba creyendo todo lo que le soltaba Abner, o bien le daba igual. Abner no sabía que le molestaba más.

Ahí estaba lo que buscaba Kriig.
La frustración que sentía Abner se veía reflejada en su metabolismo, y los cambios en su química corporal provocados por esa clase de emociones afectaban a la manera en la que ciertas frecuencias del espectro lumínico lo atravesaban. La resultante (desde el punto de vista harakani y más concretamente desde el punto de “vista” de éste) era una imagen (por llamarlo de alguna manera) tremendamente divertida, y no sólo eso. Al alcanzar ciertas partes de la esencia de Kriig le causaban una honda y placentera sensación. La química de todos los humanos no reaccionaba de la misma manera, ni con la misma intensidad, a los mismos estados de ánimo. Kriig se había encontrado con bastantes más durante su larga vida. Por eso (al menos aquello era parte de la excusa) no había roto el contacto con Abner.

Mientras el álien alcanzaba un estado similar al orgasmo. Abner, que no comprendía el cambio de actividad de ciertas partes de Kriig, continuaba con su relato.

Su nave había sido asaltada, pero su atacante no era alguien desconocido. Abner, tratando de alardear de su dominio de la comunicación harakani, “insertó” en uno de los cuadrantes superiores de la proyección escenas en las que se les veía juntos a él y a Steve Crimlain, su agresor. Se les podía ver colaborando en el laboratorio para, a continuación, pasar a presenciar sus cambios de indumentaria y edad a lo largo de su escalada dentro de los distintos estratos de la corporación.
A cada cambio físico acompañaba también el cambio de percepción que había tenido Abner sobre él, mostrándose en la manera de un oscurecimiento en los escenarios que lo rodeaban, así como un endurecimiento en sus facciones, y un brillo (deliberadamente) diabólico en su mirada.
La mente de Abner trató de sacar a flote más detalles de su relación pasada, pero éste logró mantenerlos encerrados bajo control. El esfuerzo de la doble narración le había provocado una migraña, pero estaba demasiado concentrado como para recriminárselo a sí mismo en aquel momento. No dudaba de que Amy se encargaría de recordárselo.

En el monitor principal de su nave aparecía el sonriente rostro de Steve, mientras los hombres a los que comandaba alcanzaban la sala en la que se encontraba Abner tecleando como un poseso. Tras forzar la puerta, Abner se les entregaba sin ofrecer resistencia. Tras un registro intensivo, era “escoltado” hasta la otra nave.
La acción pasaba acto seguido al interior de la nave enemiga. Los dos antiguos colegas se encontraban sentados frente a frente. Steve tenía una cargante sonrisa en su rostro. Pese a que sus labios se movían, no surgía sonido de ellos (Abner no quería que Kriig supiera por qué le perseguían).
De regreso a la Ircant III, se veía como estallaba uno de sus motores dentro del muelle de atraque del crucero.
De nuevo en la sala, Abner arrojaba de una patada la mesa que le separaba de Steve, y salía corriendo. La gravedad artificial fallaba, y las luces parpadeaban de manera irregular. Conocía de memoria los planos de distribución de aquellos cruceros, pese a no haber visto ninguno antes de aquel día. Mientras corría por los pasillos, ignorado por la tripulación que no sabía que pasaba, y buscaba la fuente de la sacudida, sobre su cabeza aparecía una cuenta atrás. Cuando ésta llegaba a medio minuto Abner entraba en una de las cápsulas de salvamento. Al llegar el contador a cero, todas las pequeñas explosiones que recorrían el crucero se convertían en una enorme llamarada que se consumía a sí misma acto seguido. En realidad habría estallado al menos quince, pero aquello era un detalle sin importancia.
Esta última parte de la narración pareció afectar de alguna manera a Kriig, y una de sus funciones comenzó a emitir unas frecuencias que Abner nunca había visto.

Traducido ésto al lenguaje hablado, era tan sencillo como:
¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?
Me perseguía un tipo, y yo creía que murió cuando fue lanzado al espacio
¿No verías qué pasó con él?

A su lado, la nave le preguntaba a Amy por qué no era ella quien traducía. Ésta le respondía proyectando un encogimiento de de hombros, mientras miraba con expresión entre inocente y burlona a Abner.
- Tengo que practicar más antes de volver a intentar esto – se dijo Abner.
- La sala en la que estaba se solapó sobre sí misma, mientras Kriig proyectaba una recreación perfecta de como era la habitación en aquel día. Abner, Amy y el mismo Kriig habían sido borrados por completo de ella, y ni siquiera era capaz de verse a sí mismo.
La carcasa de Kriig se encontraba sentada bajo un haz de luz negra, mientras su “cerebro” analizaba una serie de datos. Su función contemplativa (en otro extremo de la nave) registraba una explosión que tenía lugar en la frecuencia cero, y calculaba la distancia. Sin formular ninguna orden, la nave se dirigía hacia allí.
Definitivamente no le tenía pillado el truco a aquella manera de comunicación. Mientras él proyectaba una “película”, lo que Kriig le mostraba no era para nada comparable.
- Entre los amasijos de hierros de la nave se veían los cuerpos sin vida de la tripulación y los soldados que no habían logrado alcanzar las cápsulas de salvamento. Abner dio gracias de no ver aquello bajo la percepción humana, pero a continuación pasaría a arrepentirse de aquella impresión.
De los cuerpos sin vida surgía una extraña forma de energía. Los sensores del mastodonte no eran capaces de identificarla como nada comprensible. Pero él sabía lo que eran: El último aliento vital de aquellos hombres y mujeres. La vida que escapaba de sus cuerpos. Dibujadas en aquellas formas extrañas se encontraban los últimos pensamientos de todos ellos. La vida de todos ellos pasaba directamente al cerebro de Abner a una velocidad imposible, pero de alguna manera él era capaz de sentir y paladear cada uno de aquellos momentos, e incluso compartir su desesperación durante aquella lucha ya perdida de antemano.
Hasta aquel momento no había pensado (o no había querido pensar) en todas las vidas con las que había acabado al destruir la nave, y aquella visión le obligó a contemplar las consecuencias de aquel acto, la pérdida que representaba aquella matanza para cientos de familias. La culpa que no había sentido entonces le golpeó con dureza, y se sintió como la criatura más vil.

Kriig interrumpió su narración al contemplar la caída de los signos vitales de su invitado. El mastodonte se apagó y Abner comenzó a toser. Amy, preparada para lo que iba a suceder, se apresuró en desconectar todos los cables del traje neuronal, así como los anclajes que sujetaban a Abner. Acto seguido, lo extrajo con facilidad de la máquina, depositándolo en el suelo. Abner temblaba sin control. Aquello había sido una impresión demasiado fuerte e inesperada para él. Su mente se había cerrado por completo para proteger su cordura.

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Abner despertó. Se encontraba en su cámara de reposo y no recordaba como había llegado allí. Trató de hacer memoria, de recordar lo último que había sucedido, pero no lo lograba. Entonces, sin previo aviso, apareció en su mente la imagen de los cuerpos vagando sin vida en el espacio. Pero no era una visión traducida por los sensores del mastodonte, sino visión humana. A las imágenes de los últimos momentos de la tripulación, se le añadía la de los cuerpos. Había visto a demasiados hombres y mujeres desgarrados por el vacío y la descompresión como para no saber lo qué había causado. Sin poder controlarlo, vomitó.
- Buenos días, bello durmiente - le saludó Amy.
- No estoy de humor
- ¿Qué tal hemos descansado? – continuó ella con tono burlón.
- Código desconexión: Siete, siete, cero, dos, cuatro, dos, cero, cinco.
Amy se apagó. En los cincuenta años desde que había creado aquella versión de la androide, era la primera vez que Abner utilizaba aquel código. En otras condiciones se habría sentido culpable por ello. Pese a ser una máquina, era la única criatura que le había hecho compañía en sus largos años de auto impuesta soledad, pero en aquel momento nada podía hacer que se sintiese peor.
- Mya, ¿cuanto tiempo he permanecido en la cámara?
- Ocho días de Ilman.
- ¿Se ha ido Kriig?
- Sí.
- ¿Finalizó su respuesta?
- Amy hizo que el mastodonte lo grabase.
- Reprodúcelo
- ¿Traducción o transcripción sensorial?
- Traducción – Un escalofrío recorrió la columna de Abner mientras respondía. Deseaba a toda costa olvidar aquella visión, pero ésta se negaba a desvanecerse.
- Aparte de ti – comenzó a narrar la voz de Mya – Quince personas más lograron alcanzar las cápsulas de salvamento situadas en la dirección opuesta a la que tú te dirigiste.
Estas cápsulas fueron arrojadas en dirección hacia el planeta Valpur. Pese a que la atmósfera no era habitable para los humanos, habían lanzado un mensaje de socorro antes de la destrucción de la nave. Calculé que tenían aire como para dos días en las cápsulas, y que el rescate llegaría antes de ese tiempo.
Tú, por el contrario, habías sido arrojado en dirección opuesta a la suya, por lo que habrías vagado por el espacio durante más tiempo del que hubieras podido sobrevivir antes de que tu ruta hubiese coincido con alguna transitada. Por esta razón fuiste el único al que ayudé.
- Así que el muy bastardo sobrevivió. Toda esa gente que le seguía murió, y el muy cabrón sigue vivo.
Abner soltó una carcajada desquiciada, mientras la locura trataba de apoderarse de nuevo de su mente. Sus ojos se encontraban fuera de sus órbitas. La ironía de todo aquello le superaba. Él sólo quería escapar. No tenía intención de matar a toda aquella gente, y la única persona con la que no le habría importado acabar, seguía viva.
Mya liberó un gas tranquilizante, en un intento de controlar los niveles vitales de Abner. Al poco tiempo, una vez que Abner se encontró en un estado sugestionable, continuó hablando.
- Hay algo que deberías ver – Sin esperar una respuesta, proyectó las imágenes finales del relato de Kriig.
A unos dos mil kilómetros de donde habían impactado las cápsulas de salvamento de los supervivientes se podía ver una forma no natural. Claramente se trataba de una construcción de apariencia humana.
El diseño era arcaico, pero reconocible. Se trataba de una nave-colonia generacional humana encallada en aquel planeta. Aquellas naves se habían construido hacía más de mil años antes de que la tecnología humana pudiese generar portales de salto. Pero había algo en ella más valioso que el simple valor arqueológico. En su casco se podían ver modificaciones importantes, vestigios de una tecnología que no encajaba con nada que hubiese visto el hombre hasta aquel momento.
Los ojos de Abner se abrieron con curiosidad. Pese al sedante, aquello había despertado su curiosidad.
- Mya – dijo con voz adormilada – Pon rumbo a Valpur.

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Las naves se separaron con suavidad. A bordo de la nave multi-vibracional, Kriig observaba a través de los muros, transparentes a sus sentidos, como la Raiyel se alejaba. En términos humanos, se podría decir que se encontraba meditabundo.
- ¿No has sido demasiado duro con él? – preguntó la nave.
- No.
- Podrías haberle ahorrado muchos de los detalles que le has dado. Podrías no haberte ensañado tanto con él.
- Estoy cansado. No sólo de los humanos, sino también de los míos. Esa obsesión que tienen de convertir en una insignificancia algo como la muerte.
Abner se vanagloriaba de su gran hazaña, de su “magnífico” plan de huida. No hacía falta superar sus cortafuegos para verlo. Todo su aura lo decía. Estaba orgulloso de aquella acción. En aquel momento sentí asco por aquella criatura.
No me he sobrepasado, sólo le he dado algo en lo que pensar. Le he mostrado la consecuencia de su gran acto. No me importa su intención, debería haber sido consciente de la envergadura de su crimen antes de apresurarse a llevarlo a cabo. Por mucho que se empeñe, su vida no es más valiosa que aquellas que quitó.
Pensaba que era alguien distinto. Mi equivalente dentro de su especie. Pero me equivocaba.
- ¿Volverás a verle?
- No. Este chiste ya ha perdido su gracia.

Javier Albizu

Reunión II

Reunión II
- ¡¡¡¿Despedido?!!!
Hola. Mi nombre es William H. Kirk. Bienvenidos al final de mi carrera periodística.
- No me jodas, Scotty. Debes estar de coña.
- ¿Que no te joda?
Este es mi jefe. Bueno, ahora ya mi ex-jefe. Scott Doohan. Director de la filial de la cadena de noticias Enterprise en Quain, Daikushu, Corlen. No lo busquen en las enciclopedias. En este planeta nunca ha pasado nada interesante (salvo un pequeño revuelo que organicé hace unos años, cuyos resultados han sido “borrados” de la historia). El eslogan de la cadena proclama: “Llegamos hasta donde nadie ha llegado antes”. El problema es que este planeta es un lugar al que nadie debería haber llegado nunca.
- ¿Que no te joda? Hace cinco años que no haces un reportaje decente. Más de diez desde que no haces un buen reportaje.
- ¿Qué me estas contando? Cuando destapé todo aquello de la fabricación de ciborgs ilegales de Mycroft, bien que saqué a la cadena del pozo en el que estaba hundida. Bien que me encumbrasteis como el periodista del momento. Todas, y no hablo metafóricamente, TODAS las cadenas me ofrecían contratos millonarios, pero me quedé con vosotros. Me llamaron de C.O.B.O.L., me llamaron de M.U.L.L.E.R. La cadena me ofreció ir a la central. Pero yo les dije que no a todos. Les dije que me quedaba aquí con mi amigo Scotty. Que me quedaba con quien me había dado mi primera oportunidad.
- Maldita sea tu primera oportunidad. Maldito sea aquel puto reportaje. No me lo recuerdes. La demanda que nos puso la Mycroft casi nos manda más abajo de lo que estábamos cuanto te contratamos. La central pasaba de nosotros como de la mierda, mientras ellos se forraban a costa de tu reportaje. Y mientras tanto, tú dando palos de ciego con tu obsesión por los harakani. ¿Tienes la más mínima idea de lo que nos han costado tus viajecitos durante los últimos ocho años? ¿Y todo para qué? ¿Dónde está tu gran reportaje?
El tiempo pone a cada uno en su sitio, y no ha hecho más que demostrar que aquel reportaje no fue más que un golpe de suerte. Si quieres seguir con él por tu cuenta, adelante. Pero la cadena no va a pagar más por tus excentricidades.
- ¿Eso es todo lo que tienes que decir?
- Es más de lo que te mereces.
Mi portazo ha sido casi instantáneo. ¿Qué iba a hacer? El muy desgraciado tiene razón. Pero sé que tengo razón. Estoy a medio paso de dar con esos bichos escurridizos.
Bueno, al menos he ido engordando mis cuentas de gastos durante los dos últimos años. Eh, ¿qué queréis que le haga? Soy un periodista de investigación. Obsesiones aparte, soy un tipo bastante listo, y ya veía venir esto desde hace tiempo. Lo cierto es que me sorprende que Scotty me haya aguantado tanto tiempo.
De acuerdo. Moderando mi tren de vida puedo aguantar un par de años con la pasta acumulada, pero me conozco demasiado bien y la moderación no es lo mío. En cuanto me siente en casa empezara ese hormigueo de nuevo, y volveré a salir a desenmascarar a esos bichos. En ese caso… me parece que el dinero se me acabará en… Vaya, mañana vuelvo a estar en la ruina.
¡Qué diablos! Voy a celebrar esto al Rancho de Moe. Mañana a estas horas no podré ni emborracharme como es debido. Lo sé, lo sé. Os he dicho que soy bastante listo. Pero todos tenemos nuestro propio umbral de estupidez.
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- ¡No me podéis hacer esto!
Este es mi amigo Warren Jenkins. Si, sigo siendo yo, Kirk. No estaba allí, pero a esto se llama reconstrucción de los hechos. Hoy también es un día muy malo para él.
- Vamos, Jenkins. El rendimiento en su primera misión de campo ha sido, siendo generosos, decepcionante. No ha sido capaz de traer hasta nosotros a un hombre que debe rondar los ciento cincuenta años y, no contento con eso, el material que hemos agregado a su cuerpo, pero que continúa perteneciendo a la corporación, nos lo trae severamente dañado. Por no hablar de la nave.
- Hombre. Viéndolo así…
- Me alegra que comparta nuestro punto de vista.
- Pero ponerme a cargo de la seguridad de una nave… ¿Qué digo una nave? Un cacharro más viejo que esta ciudad. Me parece algo humillante.
- Siempre le queda la posibilidad de devolvernos los implantes, y pagarnos los desperfectos causados en su misión a nuestro material (así como las operaciones de mejora y sustracción, mas el dinero que hemos gastado en su entrenamiento) y entonces podría cancelar usted su contrato con nosotros.
- Pero…pero…Tendría que trabajar durante doscientas vidas para poder devolverles todo eso.
- En ese caso, realice la misión que se le encomienda. Y esta vez no la cague.
- Sí, señor.

Bien ¿Dónde va un ex-mercenario, ex-preso y actualmente sicario alegal de una macrocorporación, cuando ha tenido un día tan malo? ¿Hollowood? ¿El museo de historia? ¿Las islas Tarso? Pues claro que no. Esto es Quain, una ciudad periférica de un país periférico de un planeta más periférico aún. Así que, o se va a apostar, o se viene a este pequeño rincón (periférico) de la ciudad que es el Rancho de Moe, lo que le proveerá de más diversión por menos dinero.
Si creyera en el destino (cosa que no hago), diría que creó a Warren para complementar mi carrera como escritor. No es que sea lento, sólo que tiende a creerse mejor de lo que es. Siempre alardea de sus “logros” como si hubiera realizado una tarea épica, y esos alardes son la chispa que prende la llama de mi curiosidad. A parte de todo eso, habla sin pensar en lo que dice. Ello lleva a que, de vez en cuando, suelte alguna perla como si se tratase de algo intrascendente.
Hace mucho que no lo veo. Creo que desde que le arruiné la vida (aunque él no sea consciente de ello). Diréis que soy una mala persona, pero verlo cruzar la puerta hace que se me alegre el día. Estoy convencido de que con él llega una noticia jugosa.
- ¡Warren! – le saludo alzando el brazo para hacerme visible a él. Vaya. Parece que ahora es menos “hombre” que la última vez – ¿Qué le ha pasado a tu mano?
- No me hables de eso – me responde hosco mientras toma asiento – Es lo último de lo que me apetece hablar.
- ¿Y de qué te apetece hablar?
- De nada. Sólo quiero largarme de este puto planeta cuanto antes.
- ¿Realmente te vas, o sólo es un deseo?
- Me destinan a Baylock.
- ¡Joder, qué suerte! ¿Te han ascendido?
- Vete a la mierda.
- ¿Qué es lo que te pasa? ¿No vas a Baylock, Arishem?
- Voy a Baylock, la puta cuarta luna de Bismota.
- ¿Bismota? ¿Dónde cojones queda eso?
- En el sistema Bishamonten.
- Pero si allí no hay ninguna colonia – Perfecto, perfecto. No sabes cuanto te quiero, Warren.
- Hay unos astilleros orbitales de la compañía. Por lo que yo sé deben llevar más de cincuenta años con un trasto que encontraron en un planeta.
- ¿Un trasto?
- Una nave.
- ¡¿Una nave?! – Oooooh tío, sigue, no sabes como me estas poniendo.
- Dicen que es una nave-colonia, o algo parecido.
- Pe…pe…pero esas cosas dejaron de fabricarse antes del abandono de la tierra.
- Pues eso. Un puto trasto que tendrá más de mil años – Más de cuatro mil años, estúpido.
- ¿Y que pintas tú allí?
- Pues eso. Van a fletarlo, y yo voy a ser jefe de seguridad de esa bañera espacial.
- ¿De qué te quejas? Vas a dejar de ser un operativo encubierto, y te entregan algo que la gente mataría por visitar.
- Es un castigo.
- ¿Pero qué dices?
- La cagué en mi última misión, y ahora esto es lo que me encomiendan.
- Tampoco lo harías tan mal. Esto que me estas contando no parece nada malo. ¿Qué misión es esa en la que la cagaste?
- ¿Ves este muñón?
- Claro. Es lo primero por lo que te he preguntado.
- ¿Sabes quién es Abner Biuler?
- No me suena de nada.
- La cosa es que debe ser algún cerebrín que desapareció hace nosecuanto tiempo.
- Espera, espera. Me quiere sonar. ¿No fue un tipo que se la jugó bien jugada a la Mycroft?
- Me da igual lo que hiciese.
- Pero eso fue hace más de… Antes de que naciéramos cualquiera de los dos. Debe llevar muerto por lo menos cuarenta o cincuenta años.
- No esta muerto.
- Ya se que he bebido un poco, pero no me vas a colar eso.
- Está vivo. Y no sólo eso, tiene un androide de aspecto completamente humano, y más duro que nada que haya visto nunca. Ella me hizo esto.
- A ver, a ver. Vayamos por partes. ¿Qué me estas contando?
- ¿Conoces a Stephen Crimlan?
- ¿El pez gordo?
- El mismo.
- Me encantaría entrevistarlo.
- No te lo recomiendo. Ese tipo da miedo.
- Bueno, bueno. Sigue.
- Estuvo aquí, en Quain. Me dio unas coordenadas, una nave, y me mando a buscar a Biuler.
- ¿Qué aspecto tiene?
- ¿Biuler?
- No. Crimlan.
- ¿Por qué?
- Porque también hay montones de rumores sobre él, y no se deja ver.
- Pues… No sé. Unos cincuenta y bastantes. Estatura media. Pelo muy corto y canoso, con abundantes entradas. Y dos tipos que me hacían parecer un enclenque.
- ¿Eran como tú?
- ¿A que te refieres? ¿A si estaban potenciados?
- Eso mismo.
- Yo diría que sí. Aunque no les vi en acción.
- Qué cabrones. ¿Así que os siguen “fabricando”?
- ¿Fuiste tú?
- ¿Si fui yo, quién? – No me digas que después de tantos años, este imbécil va a sumar dos más dos por un puto descuido.
- El artículo. Fuiste tú, so cabrón. ¿Tienes idea de lo que he pasado desde entonces?
- Sólo hacía mi trabajo – Eso, tu arréglalo. Creo que acabo de ser yo quien ha abierto la bocaza cuando no debía.
- Empezaste a investigar después de hablar conmigo, ¿no?
Menos mal que sólo tiene una mano. Si no ya me puedo dar por muerto. Bueno, mejor no me las prometo tan felices aún. Qué fuerza tiene el desgraciado. Me esta ahogando sólo con cogerme de las putas solapas de la camisa.
- Cuando salió aquel reportaje nos encerraron. Nos acusaron de haber filtrado información a la prensa. Estuvimos un año incomunicados, hasta que se acabaron los juicios. Joder, tío. Te cuento una buena noticia, y tú la conviertes en mierda. Ya no sé ni cuánto tiempo llevo así. Tenemos una semana cada nosecuanto tiempo para salir. La vida son misiones y reclusión. Hasta la vida en prisión era mejor.
- A mi no me eches la culpa – Por favor, por favor, que se trague esto y me suelte – Todo lo hice por ti.
- ¿Por mí? – Bueno, arrojarme contra la barra no era mi idea de soltarme, pero es una mejora – Te voy a matar.
- ¿No te das cuenta de lo que te han hecho? ¿Por qué te crees que existían leyes contra esto?
¡Mírate, joder! ¿Tú crees que con toda la chatarra que llevas encima y dentro de ti puedes tener una vida normal? ¿Cada cuánto tienes que pasar por revisión? ¿Cuánto tiempo sobrevivirías sin las máquinas de la corporación? – Que no vea lo asustado que estoy, quenomemate, quenomemate.
Espera, se detiene ¿O sólo se esta frenando? Venga tío, mientras te jodía no pensaba en lo que te acabo de decir, pero tiene mucho sentido.
- Pe…perdona, tío – ¡Salvado! – Nu…nunca lo había visto así. No tienes ni idea de lo deprimente que es mi vida.
- Tranquilo amigo – La palmadita en el hombro siempre es efectiva – Ya has salido de todo eso – aunque ayudaría que no sonase metálica – Te vas a ir lejos de todo esto. Vas a mandar a tomar por culo a este planeta de mierda.
- Si. Me voy – Con esa lagrimita, casi parece humano. Debe ser algún fallo de diseño. No, será sudor.
- Pero podemos joder a la corporación – Me la estoy jugando. Calma, calma – Les puedes devolver todo lo que te han hecho.
- ¿Cómo? – Vale, William, cruza los dedos.
- Llévame contigo a Baylock – Vale, en sus ojos hay odio. Pero ¿es hacia mí, o hacia la corporación? – Si lo han llevado en secreto, seguro que esconden algo turbio. Llévame hasta allí y destaparé toda la basura que tratan de ocultar – Venga, la puntilla final – Y si aún siguen creando a ciborgs potenciados, estando dentro podré obtener pruebas. Se les va a caer el pelo a todos. Esta vez no habrá juicio posible. Les obligaremos a hacerte de nuevo humano.

Vamos Warren, no me dejes en ascuas. ¿Me vas a matar, o me vas a convertir en el periodista del momento (otra vez)?.

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Qué hermosa es la vida. Cómo me encanta estar rodeado de pardillos y crédulos. En dos horas Warren me introducirá como equipaje en la nave de la corporación que le lleva a Baylock. Aunque hay algo que me intriga. Detrás de sus ojos, en aquel momento definitivo me pareció ver una luminosidad extraña. Puede que se tratase del reflejo de alguna luz del exterior, pero no me gustó aquello.
¿Puedo fiarme de mi “amigo” Warren, o me esta llevando a una encerrona?
A ver. Repasemos.
Stephen Crimlain, uno de los peces gordos, corrijo, EL pez gordo de la Mycroft, se viene hasta una pocilga perdida entre los pelos del culo del universo, para encargar a un ciborg obsoleto que capture a un tipo que debería estar muerto antes de que cualquiera de los dos hubiéramos nacido.
¿Qué se de Crimlain?
Veamos los hechos. Hijo adoptivo de Joseph Crimlain, anterior jefazo en la sombra de la corporación. Su partida de nacimiento desaparece de manera muy oportuna. No tiene historial delictivo, ni de ningún otro tipo. Vamos, que no existía hasta que se hizo con el puesto.
¡Joder! Sí que sé poco.
Vale. Rumorología.
¿Mató a su padrastro para acceder al puesto?
¿Tiene agarrado por las pelotas a Jerry Mycroft, y es él quien realmente dirige la compañía?
¿Ordenó él los asesinatos de Silas Marcum y Aldus Webmaker?
¿Controla a través de la Mycroft el gobierno, la policía y el ejército de Arcana?
¿Murió realmente Joseph Crimlain, o sólo cambio de nombre?
Bueno, dejémoslo por ahora. Lo cierto es que el individuo es todo un pieza. Y por lo que cuentan también es aficionado a la manipulación de factores ajenos a él para cubrirse las espaldas, y no mancharse nunca las manos.
Cierto, corren rumores. Cientos de ellos. Pero la Mycroft comenzó a crecer exponencialmente cuando su papaíto accedió al poder.
Enhorabuena William, te has vuelto a meter tú solito en una encerrona. Hay que reconocer que el tipo es bueno.
Espera, no te emociones. ¿Qué va a querer un tipo como Crimlain de un ex-periodista estrella en horas bajas como tú?
Igual soy el elemento fortuito, la ficha que no pertenece al juego. Quizás no cuenta conmigo para lo que sea que tiene planeado. O quizá me maten en cuanto salga del baúl.

Qué cojones. Si caigo, que sea haciendo algo grande. En otras ocasiones, este dolor de estomago que me causan los nervios me jodería vivo. Pero hoy me encanta esta sensación.

¿Para que llevará Warren un puto conejito rosa en su petate?
Qué más da, es muy mullido. Mañana promete ser un día movido.

Javier Albizu

El erudito

El erudito
- ¿Dónde estarán esos malditos archivos?
Tobías Alderson, profesor en el centro de estudios y enseñanzas superiores de Vashul, tenía poco tiempo para acabar de preparar la clase que comenzaría en breves minutos.
- Sé que estaban por aquí.
La clase de aquel día, una de sus especialidades y debilidades personales: Historia pre-colonial de la vieja tierra.
En aquel momento se encontraba conectado con las bases de datos del centro, en busca de las grabaciones de la partida del Arca. Estaban grabadas en un 3-D muy rudimentario, pero valdría para ilustrar ante sus alumnos aquel momento histórico en la conquista de las estrellas.
Su avatar rebuscaba por las bases de datos, como si de una antigua biblioteca se tratase. Tobías era un nostálgico de los tiempos que nunca conoció. Le encantaba sentirse rodeado de papel (aunque fuera virtual), y sentir el tacto que en nada se parecía al que debían de desprender los auténticos libros.
Ya no quedaban libros. Al menos no quedaban libros como soporte para el estudio, la lectura o el entretenimiento. Éstos habían desaparecido siglos antes de que él naciera. Sí, por supuesto, aún se podían conseguir, pero estos eran artículos de coleccionista. Excentricidades para gente anclada en el pasado.
Toda la información se recogía en formato electrónico. Literatura antigua, informes secretos, archivos personales. Todo. La escritura como tal casi había perdido su significado, sepultada bajo la avalancha de imágenes y sonidos.
Aún quedaban irreductibles que se empeñaban en utilizar la letra, en ver como los caracteres tomaban forma ante ellos, en sugerir formas, en describir antes que mostrar. Pero en el universo quedaban pocos románticos, la gente se conectaba e introducía la información masticada y digerida directamente en sus cerebros. ¿Para qué perder el tiempo leyendo, cuando había maneras más rápidas y fáciles de hacerse con la información? ¿Para qué tratar de sacar tus propias conclusiones, cuando alguien ya las ha sacado por ti?
- Otra nueva generación de estúpidos – se decía Tobías cada vez que paseaba por las calles de la ciudad, y escuchaba la manera en la que hablaban y se comunicaban los jóvenes. La inmediatez predominaba sobre la claridad. El impacto sobre la sustancia. La forma sobre el contenido. Aprendían a leer, se les enseñaba el lenguaje y sus matices, pero no eran capaces de utilizarlo debidamente. Se les insertaba la información pero no se les enseñaba a asimilarla. No eran capaces de utilizarla debidamente.
La curiosidad y la individualidad estaban muriendo. Larga vida a la estandarización.

Finalmente encontró el archivo. Entre las manos de su yo virtual se encontraba la información. Se le mostraba como un pequeño marco en cuyo interior se podían leer los caracteres “El arca: peregrinaje en busca de Dios”. Sus manos tiraron de los extremos de aquel marco, haciendo que este creciera tanto como daban de sí sus brazos. El texto desapareció para dar paso a las imágenes. Satisfecho con el resultado de su búsqueda, lo almacenó junto al resto de contenidos de su clase.

Una butaca apareció detrás suya, mientras las inmensas estanterías que formaban su biblioteca privada desaparecían. Se sentó en ella y revisó cuántos de sus alumnos se habían conectado hasta el momento a la clase.
En la esquina superior izquierda de su campo de visión sólo aparecían como conectados los avatares de Roberto, Ethan y Fernando. Faltaban unos minutos. El resto no tardaría en conectarse. Se preguntaba que aspecto tendría aquella gente en el mundo real, si aquellos rostros que solía ver serían los auténticos. Sun Park y Adam se conectaron segundos antes de la expiración del tiempo de espera.
- Buenos días – saludo Tobías.
- Buenos días – respondieron todos.
- Son las siete de la tarde – respondió Roberto burlón.
Los rostros enmarcados de los alumnos que se habían dignado a conectarse aquel día (o tarde) se encontraban flotando en el aire frente al sillón de Tobías, dispuestos en un semicírculo.
- Muy bien, señor mío. Visto que se encuentra con ánimo parlanchín. ¿Puede recordar a sus compañeros donde dejamos la clase el último día?
- La unión de Europa y Asia, y la compra por parte de estos de la deuda africana para formar el Conglomerado Eurasiático-africano.
- ¿Qué propósito tuvo esta unión?... ¿Ethan?
- La explotación en exclusiva por parte del Conglomerado de los recursos pertenecientes a todos sus los territorios.
- ¿Año?
- Dos mil cuatrocientos setenta y dos del calendario terrestre.
- ¿Qué otro evento significativo está relacionado con esta fecha?
- Más adelante se tomaría como año uno del calendario D.P.C.
- Vaya, parece que estuvieron atentos el último día. Pero hay un último evento que se han olvidado mencionar, y que también fue clave a la hora de tomar este año como punto de partida para el nuevo calendario. ¿Alguien sabría decirme cuál fue?
- El atentado reivindicado por el grupo Ateo-radical
- ¿Ateo-radical? Debes estar de broma.
- Encontrarás todo tipo de fanatismos, y toda clase de locos a lo largo de la historia. Sigue, por favor, Roberto.
- De acuerdo. El grupo “Libertad para la mente”, tras hacerse con el control de un silo orbital americano de misiles, los arrojó contra el Vaticano, lo que acarrearía la muerte de Juan XXXII, también llamado el último papa Vaticano. Y, por añadidura, del noventa por ciento de la población de la ciudad (algo que no parece ser de interés histórico).
- ¿Algo más?
- La elección de dos papas. Pío XX en la tierra, quien realizaría la proclama: Dios se ha ido. No sé si alguna vez ha estado aquí, pero ahora no se encuentra entre nosotros, y León XIV en Marte. El otro gran evento sería el comienzo de la construcción del Arca.
- Parece que fue un año movidito.
- También se creó la formula para un nuevo champú mas suave.
- Esa sí que es una razón válida para comenzar un nuevo calendario. Estas cosas me pasan por hablar demasiado pronto.
- Por no mencionar que fue el año del relanzamiento del los microdroides articulados de Trek Wars.
- Me alegra ver que no todos os tomáis estas clases con la misma seriedad que Ethan y Roberto. Hasta aquí quería yo llegar. ¿Alguien sabría decirme a qué debió su nombre la primera nave colonia generacional? ¿Ethan?
- ¿Por una antigua serie de comics?
- Eso me pasa por preguntar sin mirar a quien. ¿Nadie? Supongo que era esperar demasiado.

Efectivamente. Aquel año se dio el pistoletazo de salida a la conquista espacial de la manera más inesperada.
El Conglomerado acusaba a los Estados Unidos de complicidad en el atentado, y los ánimos se caldearon. Una guerra global parecía próxima, y la gente quería abandonar el planeta. Diez años más tarde “El arca” estaría finalizada y abandonaría la vieja tierra capitaneada por el nuevo Papa terrestre, seguido por un millón, trescientos cincuenta y dos mil quinientos veintiséis fervientes seguidores. ¿Su misión? Encontrar a su Dios allá donde hubiese ido (y alejarse de la tierra antes de que esta la humanidad acabase con ella).

Mientras Tobías pronunciaba aquellas palabras, el vacío sobre el que se encontraban suspendidos tanto su avatar como los de sus alumnos, se llenaba con las imágenes que había extraído del archivo. El arca, una nave tan inmensa que no se pudo construir en el planeta. Gran parte de las mayores fortunas personales del planeta se unieron en busca de la salvación junto a su señor en las estrellas.

- Disculpe.
- ¿Si, Sun Park?
- Según Katsuhiro Mishima, la primera nave generacional en abandonar la tierra fue la Yamato.
- Cierto, hay discrepancia en tanto al orden de creación como de partida de las naves generacionales, aunque es comúnmente aceptado que “El Arca” fue la primera. Seis más partirían de la tierra poco tiempo después de esta, en busca de un lugar en las estrellas en el que asentarse. La “Yamato” y la “Tokio II” partirían con bandera japonesa. La “Dama Libertad” y la “Orgullo del sur” con bandera americana. La Sleipner noruega y la Atlantis española
- Ahem.
- ¿Si? – pregunto Tobías resignado – ¿Ethan?
- Para ser el primer Conglomerado una alianza, me parece que todos sus miembros iban muy a su aire.
- Supongo que ese es un mal atemporal. El Conglomerado era una alianza de naciones, y cada una de ellas pugnaba por ser la cabeza visible (y dominante) sobre el resto. En eso no se diferencia demasiado al Segundo Conglomerado en el que nos ha tocado vivir.
- De todas formas, la idea de las naves generacionales siempre me ha resultado un tanto… ¿Cómo decirlo?
- Adelante, Fernando.
- Un tanto… estúpida.
- Era apostar por la posibilidad remota de que sus descendientes encontraran un planeta en el que asentarse, contra una muerte segura en la tierra.
- Pero al final no estalló la guerra en la tierra.
- Cierto, Sun Park. La amenaza de una guerra final flotó por el ambiente durante casi cuatro décadas, para finalizar en… una nueva “paz”. Pero aquello era algo que los colonos no llegarían a saber nunca.
- ¿Al partir de la tierra, no mantuvieron ningún tipo de contacto con ella? ¿Ninguna clase de comunicación?
- No… Por lo que se sabe.
- ¿No se enviaron sondas?… ¿Expediciones, para tratar de dar con ellos?
- Así es. Se hicieron diversos intentos. Pero treinta años vagando por el espacio sin un rumbo definido hacen a uno difícil de localizar. Por lo que se dice, ninguna de las naves continuó por la trayectoria que se había previsto para ellas. Habían sido proyectos mastodónticos para la época (para cualquier época). Hay incluso quien dice que partieron sin haber finalizado por completo su construcción. Todo en ellas era un prototipo, todo en ellas era único.
- Me reafirmo en mi comentario sobre su estupidez.
- La historia humana y el historial científico humano están plagados de grandes dosis de estupidez… y de desesperación. Hay momentos en los que hacen falta grandes dosis de estupidez para llegar a un punto inteligente. De no ser por el diseño y desarrollo de aquellas naves, y el avance que supuso para la ingeniería espacial ¿Quién sabe cuánto se habría retrasado la salida del hombre más allá del sistema solar?
- Serían los primeros en “salir” pero no fueron los primeros en “llegar”.
- Cierto también. El motor Hikari se inventaría casi dos siglos después de su partida, pero permitió al hombre mandar sondas, y alcanzar un planeta habitable mucho antes de que la vigésimo quinta generación de los nacidos en la Sleipner alcanzaran Nueva Midgard.
- Que es la única nave generacional que logró alcanzar un planeta habitable.
- Estos vikingos si que sabían lo que era navegar.
- La única… que se haya puesto en comunicación con el resto de la humanidad.
- También existen cientos de teorías respecto a eso. Más adelante se llevarían a cabo proyectos para tratar de trazar las posibles rutas que tomaron aquellas naves a partir de los registros de sus últimas posiciones conocidas. Pero en aquel momento ya era un trabajo más de arqueología que de rescate. Y pese a los avances logísticos y tecnológicos, los informes en los que se basaban para llevar a cabo aquellas investigaciones databan de más de dos mil años atrás. Las variables son casi infinitas.
- Según leí, hace trescientos años se creyeron descubrir los restos de la Tokio II en el sistema Shinyi.
- Las investigaciones revelaron que eran vestigios de una antigua nave carguero.
- Yo he leído que aquello era falso. Que era una tapadera para ocultar los primeros restos encontrados de una nueva cultura alienígena.
- Yo creo que tendríais que dejar de ser tan aficionados a la ciencia ficción y la teoría de la conspiración, y centraros más en lo que estamos tratando.

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Le gustaban aquellas clases. Realmente agradecía aquellos momentos. Enseñar a aquellos jóvenes, debatir con ellos, despertar su curiosidad. Aunque las clases terminaran siendo (como aquella) un despropósito sin la más mínima coherencia con lo que había pretendido en un principio.
Llamaba a sus muchachos “la ultima esperanza de la cultura”. Le gustaban todos ellos. La irreverencia de Roberto, el inconformismo de Sun park, la curiosidad callada de Adam, la pasión de Fernando. Incluso Ethan y su, en ocasiones, inoportuno sentido del humor.
Comics. No había suficientes elementos culturales minoritarios en la vieja tierra, como para que alguien brillante como Ethan acabase cogiendo cariño a una forma de expresión tan irrelevante como ignorada. En fin. Al menos había demostrado interés por algo remotamente relacionado con lo que estudiaba. De cualquier manera, mirándolo con perspectiva, pese a los obvios cambios tecnológicos y culturales, se podía decir que los comics habían pervivido hasta los tiempos modernos.
- Historiador – recordó las palabras de sus padres – Con la de profesiones útiles y con futuro que tenías a tu disposición, alguien con tu intelecto y posibilidades ha tenido que elegir historiador – y no pudo evitar sonreír.

Tobías se desconectó de la red del centro de investigaciones, y sus ojos tardaron unos segundos en acostumbrarse a la escasa luz de la habitación. ¿Cuántas horas había estado conectado? Sus piernas entumecidas le respondieron: Demasiado. Retiró con cuidado los conectores de sus implantes del cuello y se levantó. Estiró su cuerpo y miró por la ventana. El termómetro exterior marcaba veintinueve grados, y un sol sonriente que no había logrado eliminar de la configuración de aquel condenado aparato. En el exterior ya había anochecido.
- Los aparatos de San-yu le facilitarán la vida – dijo mirando con odio aquel rostro que parecía reírse de él.

Mientras paseaba camino de su casa, miró hacia el cielo. En aquel momento, sobre la ciudad, se podían ver tanto Daisho como Hokuto, dos de las tres lunas del planeta. Por encima de ellas, las estrellas. No pudo contener un suspiro. Siempre había sentido la curiosidad de viajar entre ellas, no de una colonia a otra, sino con la esperanza de descubrir nuevos mundos. De encontrar nuevas culturas, colonias perdidas, historias olvidadas por el tiempo, nuevas experiencias.
- Cuatro mil años viajando por el espacio, y nos llamamos conquistadores. Hemos encontrado restos de dos civilizaciones alienígenas más antiguas que la nuestra, pero jamás hemos visto ninguno de sus ejemplares. Hemos encontrado una especie inteligente con la que apenas logramos comunicarnos y nos creemos los señores del cosmos.
Continuó mirando hacia el cielo, y se imaginó ser unos de los viajeros del Arca. ¿Qué diferencia había entre lo que contemplaban sus ojos, y lo que se presentaba ante aquellos hombres y mujeres de la antigüedad?
Nada.
- Aún queda mucho por explorar.
- ¿Cuántas historias les quedan por contar a las estrellas?

Javier Albizu

El durmiente

El durmiente
- ¡Señor! ¡Señor! – El ingeniero Stulbright no daba crédito a lo que veían sus ojos.
- ¿Qué sucede, Stulbright?
El Ingeniero Jefe Silas era un hombre difícil de sorprender. Había estado rehaciendo aquella nave durante los últimos diez años de su vida, y creía que nada de lo que encontrasen sus hombres en ella iba a ser capaz de sorprenderle. Stulbright tampoco era un novato. También había visto cosas muy raras a lo largo, ancho y profundo de aquella monstruosidad. Silas apretó los dientes y se dispuso a ver qué parte de la estructura fallaba aquella vez, o qué elementos habían decidido funcionar por su cuenta, ignorando alegremente todas aquellas leyes y convenciones científicas que él tan claras tenía en su cabeza.
- ¿De qué se trata esta vez? – Menos de un año para finalizar el proyecto, y aún andaban así. Los archivos históricos decían que se habían tardado diez años en construir aquellas bañeras gigantes pero, por lo que él sabía, la reparación y puesta en funcionamiento de aquella se estaba prolongando por más de cincuenta. Obviamente la corporación no estaba nada satisfecha con los resultados.
- Este panel.
- Esto no es un panel, Stulbright. Esto es una pared – Silas golpeó repetidas veces la pared con la palma abierta, mientras acuchillaba a su ayudante con la mirada. Éste, con expresión entre indiferente y divertida, presionó una de las secciones de la pared con su mano enguantada.
La pared se movió, y Silas, con dificultad, logró mantener el equilibrio sin dejarse llevar por el impulso del que iba a ser su siguiente manotazo.
- Este pasillo lleva a…
- ¿Quién revisó esta sección?
- ¿Señor?
- ¿Fuimos nosotros, o alguno de los equipos anteriores?
- Espere un momento, señor – Stulbright consultó los informes – Nosotros… y el primer equipo.
- ¿Qué resultado dieron los informes?
- En ambos casos: Ningún rastro de actividad energética, y los análisis no mostraron maquinaria ni cableado.
- Entonces ¿Quieres decirme cómo cojones se ha abierto esta condenada pared?
- ¿No es sorprendente?
- Cada día que pasa odio más esta nave.
- ¿Qué hacemos, señor?
- Manda a la cuadrilla de Jensen a inspeccionar los túneles. Quiero un informe en mi matriz de datos en cinco horas.
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Silas consultaba la hora mientras le llegaba el aviso. Su matriz de datos había sido actualizada.
- Cuatro horas y media – farfulló – ¿Por qué les gustará tanto apurar el tiempo? Seguro que han estado tomando algo antes de acabar el informe.
Con paso lento, recorrió el exterior del casco hasta llegar a una de las escotillas de acceso al interior. Una vez más se le había hecho tarde revisando los motores de la nave. Aquellos motores le fascinaban y le aterraban. Hasta soñaba con ellos. Su funcionamiento, su construcción, incluso su misma apariencia se le hacían completamente incomprensibles. Lo mismo había sucedido con los otros cuatro grupos de ingenieros que, antes que el suyo, habían estado tratando de poner en funcionamiento aquella nave. Definitivamente, aquello no era de factura humana.
Una vez en su oficina, y libre de su traje de vacío, se conectó. Tras ver y escuchar el informe, tomó el primer transporte que llevaba a aquella sección. Lo que le faltaba. A los jefazos les iba a encantar aquello.
- ¿Doctor Akagi? – llamó mientras se dirigía hacia el lugar – Me gustaría que se reuniese conmigo en la cubierta noventa y seis. ¿Ya le han llamado? Bien, nos vemos allí – colgó – Perfecto. Esto es jodidamente perfecto. ¿No puedes ir más deprisa, Hopkins? A este paso llegaremos mañana. ¿Quién me mandaría meterme a ingeniero? Tendría que haberme dedicado a la pesca. Como mi padre.
Una hora más tarde estaba allí.
- Decidme, cuadrilla de desgraciados, que nadie ha tocado nada.
- Está todo tal y como lo encontramos – respondió Jensen. Sí, Jensen era un tipo responsable. Seguro que no había dejado que ninguno de sus hombres se acercase.
- ¿Y bien, doctor?
- Al parecer, la habitación estaba esterilizada. No se ven agentes víricos ni bacteriológicos en el exterior de las cámaras. La sala está estabilizada. Sean quienes sean estas tres personas, o no estaban enfermos, o lo que sea que les afectó no ha escapado de esos contenedores.
- A ver si lo adivino, Stulbright – comentó Silas sarcástico - Tampoco hay nada que esté alimentando estos contenedores.
- Así es, señor.
- Entonces… ¡¿Cómo cojones están conservados estos tipos?! ¡A ver! ¡Que alguien me lo explique! Me vais a matar, cabrones. De ésta me da un ataque de algo.
- Debería tomarse un calmante.
- ¡Usted cállese, doctor! Saque estos putos cuerpos de mi nave y que los miren donde sea. Me da igual que los evisceren, que los quemen o que los descompongan molecularmente. Los quiero fuera de mi jodido territorio. No quiero a nadie que no sea uno de mis chicos en todo el maldito perímetro. Quiero que volváis a inspeccionar cada puto centímetro de esta puta nave. Me la suda que sean más de treinta kilómetros, como si son treinta parsecs. Me la sudan las doscientas cubiertas. Me la sudan las paredes. Las tiráis si hace falta. Quiero ser consciente de cualquier bicho vivo o congelado que pisa mi nave. Quiero… quiero… quiero… Déme ese puto calmante.

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- Debo admitir que es impresionante – realmente lo estaba. Stephen Crimlain se encontraba agradablemente sorprendido – ¿Continuáis sin tener la menor idea de cómo funcionan?
- No parece haber ninguna clase de conexión entre la base y las cápsulas. Pero al extraer la primera de ellas, el hombre que se encontraba en su interior pareció despertar, para a continuación ser “atacado” por el tiempo, que parecía haber sido “extirpado” del interior de la cápsula. El hombre envejeció en segundos, y en menos de un minuto ya eran polvo tanto él como sus ropas. Los ingenieros no tuvieron tiempo de reacción.
- ¿Están en cuarentena?
- Cuarentena e investigación. Aunque parece que no fueron expuestos a nada nocivo.
- ¿Me esta diciendo que la del hombre de la cápsula fue una muerte natural?
- Se podría entender como muerte natural de un hombre que, probablemente, llevase ahí varios siglos. Su estado parece similar al de la gente criogenizada.
- Aquellos que salen del estado criogénico no acostumbran a sufrir esa clase de efectos.
- Ya he dicho que su estado parece similar. Pero obviamente no es el mismo.
- Al menos nos quedan estos otros dos para estudiarlos.
- Pero aún no tenemos ningún protocolo para extraerlos de las cápsulas sin que sufran el mismo efecto que su compañero. Los cristales de la base deben emitir alguna clase de radiación (que no somos capaces de detectar) que aísla por completo el interior de las cápsulas.
- ¿Eso es una suposición, o tiene alguna base?
- …
- ¿Profesor?
- … mucho me temo… que todo lo que le he dicho son suposiciones.
- Avíseme cuando tenga algo más sólido.
Crimlain abandonó la sala seguido de los dos guardaespaldas que lo acompañaban a todas partes, y el profesor Mateo Kasarov respiró aliviado. No le gustaba aquel hombre. En realidad no le gustaba su trabajo. Pero al menos pagaban bien.
Volviéndose hacia los sujetos que tenía que investigar, se fijó en el primero de ellos. No debía de tener más de cuarenta años. En su piel no se veían restos de enfermedad alguna, y de no ser por la palidez extrema de esta, diría que aquel era un hombre “sano”. El material transparente en el que se encontraba contenido impedía a los escaners obtener ningún resultado. Para aquellas máquinas, las cápsulas estaban vacías.
En la cápsula central se encontraba el cuerpo de una joven. No aparentaba tener más de veinte años. Al contrario que su compañero, ella parecía dormir placidamente. Mientras él tenía los puños cerrados y el cuerpo rígido. Por el contrario, ella parecía relajada, casi inmersa en un sueño placentero. Aquello era algo que incomodaba a Kasarov. No recordaba haber visto nunca un cuerpo criogenizado, ya fuese para un largo viaje, o por motivos médicos, que no diese alguna muestra de tensión. Se repetía a si mismo que aquellos dos individuos no estaban congelados. Que aquel era un método desconocido. Pero aún así aquella mujer le ponía los pelos de punta. Para alimentar aún más su paranoia, se sentía constantemente observado por aquellos ojos cerrados.
- ¿Qué os sucedió? ¿Quién os introdujo en estos artefactos? – preguntó a los cuerpos inertes. No esperaba obtener respuesta alguna, pero al menos tenía la sensación de hacer algo útil.
Desde que le habían traído aquel artefacto, dos días atrás, lo había sometido a toda clase de pruebas. Todas decían lo mismo. Aquello era un pedazo de material desconocido, que no emitía o generaba ninguna clase de onda o radiación. De no ser por las grabaciones de seguridad que mostraban la desintegración del tercer individuo, habría pensado que lo que se veía en su interior eran estatuas fabricadas con ese mismo material.
Aprovechando que una de las cápsulas estaba vacía, se dedicó a experimentar con ella. Introdujo en su interior elementos orgánicos programados para degradarse en unas horas, con la esperanza de lograr preservarlos en el interior de aquel aparato, pero cada experimento era un fracaso. Dedujo de ello, que los hombres que habían abierto aquella cosa, la habían estropeado.
Estaba casi convencido que los cristales de la base debían de ser los controles, pero la experimentación de prueba y error, jugándose la vida de dos individuos que podían ser muy valiosos para la compañía, no era la opción más viable. Aparte de eso, sólo tendría dos intentos, lo cual no se podía decir que fuese demasiado.
Durante el resto de su jornada laboral, Kasarov se dedicó a contar su vida a aquellos dos individuos cuya atención tenía en exclusiva. Al llegar la hora de irse a casa, apagó el instrumental, se despidió de ellos, y se fue a casa.

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Leire abrió los ojos. No es que le fueran de ninguna utilidad, pero hacía mucho tiempo que había descubierto que aquello tranquilizaba a los demás. Algo había cambiado a su alrededor. Si, José Luis no estaba a su lado, y Eusebio había muerto. Alguien había alterado los flujos que alimentaban el contenedor. Una pregunta menos. Ya sabía por qué se había despertado.
Más allá de la cápsula, la habitación estaba repleta de conversaciones pasadas. No lograba entender la lengua, pero las formas que habían generado aquellas ondas parecían indicar que eran humanos. De manera pausada el sentido iba despertando y estableciendo los enlaces con las distintas frecuencias. Percibía partes del espectro que no había sido capaz de detectar antes. Más cosas sobre sí misma que estudiar.
- Parece que el sentido ha continuado desarrollándose pese al letargo. A ver si esta vez me sirve para algo.
Percibió alteraciones en el campo perteneciente al oído humano. Pisadas, probablemente. Parecía que alguien se movía acercándose hacia ella. Un hombre se detuvo bajo el umbral que daba acceso a la habitación. El cerebro del hombre dio varias órdenes. Sus pulmones se llenaron de aire, y éste fue propulsado por ellos atravesando su garganta y cuerdas vocales. Sus labios emitieron un sonido. Los músculos bajo la piel se compactaban, generando tensión en todo su cuerpo. Posiblemente una posición defensiva. Sus manos sujetaban un instrumento. Por las frecuencias que bloqueaba, Leire dedujo que aquel aparato no era parte de su cuerpo, y que estaba compuesto por partes metálicas de distintas aleaciones. Por el interior de aquel aparato, tenues impulsos eran contenidos por campos energéticos y sólidos. Debía de tratarse de un arma. No había indicios de transpiración interna o externa. Estaba en alerta, pero no la consideraba peligrosa.
Leire no entendió las palabras, pero la situación recomendaba no alterar a aquel hombre. Decidió no moverse. El hombre echó mano a un aparato sujeto en su hombro, y nuevamente habló. Las ondas generadas por sus labios fueron transformadas, y emitidas en diversas direcciones.
- ¿Dónde estoy? – se comunicó, utilizando los canales perceptibles por los humanos. El hombre no entendió sus palabras, pese a que su actividad cerebral parecía tratar de asimilar aquellos sonidos con alguna de las lenguas que hablaba.
El hombre volvió a hablar. Su cuerpo se relajó, y la parte de su cerebro que trataba de adivinar los posibles movimientos de Leire y calcular respuestas para contrarrestarlas, redujo su actividad.
Ambos esperaron unos minutos hasta que otros hombres se les unieron. Uno de ellos trató de comunicarse con ella en diversas lenguas, pero ninguna de ellas era la suya, pese a la similitud de varias. Llamaron a más hombres. Ninguno de ellos tuvo éxito, así que optaron por la grafía y los signos. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se sumiera en el letargo, pero las reacciones de aquellos hombres eran muy similares a las que había observado en su antiguo hogar. Ya sabía lo que vendría a continuación.
Análisis y más análisis. Unos superficiales y otros exhaustivos. Las maquinas cambiaban, pero no así lo que le hacían sentir. Los primeros cuarenta años de su vida habían consistido en aquello. No iba a permitir de nuevo aquella tortura. No al menos más allá de lo necesario. No les diría la verdad a las máquinas. Para ellas solo sería una joven humana más. No les diría que su cuerpo se desarrollaba diez veces más despacio que el del resto de los humanos, mientras que su mente lo hacía diez veces más rápido. No les diría la tortura que supuso para ella el confinamiento de casi dos años en el vientre de su madre, antes de que los doctores la extrajeran de su cuerpo moribundo. No les hablaría de los casi treinta años que le llevaría atisbar la cordura, del tiempo que le llevó aprender el funcionamiento de su cuerpo sin ayuda externa. De la frustración, del deseo de abrazar de nuevo la locura al no poder desenvolverse por sí sola con soltura hasta casi alcanzados los setenta años.
Aquella vez sería distinto. Generaría los impulsos que las maquinas y doctores querían ver. Sonreiría y fingiría estar desorientada mientras trataba de adaptarse a aquella sociedad. Respondería a las preguntas que le hiciesen según su conveniencia. No destacaría en nada. Al menos no por ahora. Tenía una nueva vida a su disposición. Esta vez sería una vida normal.

Javier Albizu

El líder

El líder
- Julius, nos han alcanzado.
- ¿Ya han llegado?
- O eso, o son unos turistas. En caso contrario, habrá que reconocer que son eficientes.
- ¿Cuántas naves?
- Una exploradora, tres cazas y una Clase VII.
- ¿Una Clase VII?
- Sí.
- Eso significa…
- Sí.
- Fainker.
- Quizás sean unos turistas muy bien equipados.
- Fainker. Joder.
- Parece que esta vez nos hemos llevado algo importante.
- ¿Qué hacemos?
- Podríamos entregarnos.
- Hoy estas gracioso.
- Es un don.
- Al menos, que no se diga que no lo intentamos.
- Tú mismo.
- Estamos jodidos, ¿no?
- ¿Con este ladrillo espacial y nuestra bañera?
- Te olvidas del resto de nuestra flota.
- Tus amigos imaginarios no cuentan.
- Entonces, estamos bien jodidos.
- Como te iba diciendo… ¿Les digo a los chicos que nos largamos?
- Hablar es gratis.
- Muchachos…
- No les digas quién nos sigue.
- De acuerdo… Es hora de salir por patas de aquí. Nos han localizado.
- Déjame que les hable.
- Como quieras, “jefe”.
- Hola chicos. Sólo dos cosas. Primera: Más os vale que terminéis de haceros con los controles de esta nave echando leches. Segunda, y más importante: No se os ocurra abrir fuego. Repito: Bajo ningún concepto se os ocurra disparar. Somos anarquistas, no asesinos.
Ambas cosas eran ciertas. Julius C. Smalls no era un asesino. Lo supo en el mismo momento en el que comenzó su instrucción en las “fuerzas de pacificación” de Vashul (siempre se decía que era una lástima no haberlo descubierto unos cuantos días antes). Él era un anarquista (o al menos la definición que él mismo había acuñado para aquella palabra), un sofista, y unas cuantas cosas más acabadas en “ista”. No es que tuviese un interés especial en acabar con el poder establecido, pero le molestaba que éste no le dejase hacer según qué cosas.
Como por ejemplo, robar un carguero automatizado de una gran corporación, y sacarse una pasta vendiéndolo en el mercado negro. Hey, no era culpa suya el no haber nacido rico. El sólo trataba de lograr los medios para corregir esa injusticia que le había impuesto la sociedad.
Pero parecía claro. El universo, el destino, los hados, y los matones de la compañía Mycroft le odiaban. Fainker. De todos los mercenarios que tenía la corporación, tenía que ir a cruzarse con el más implacable. Donde los demás eran competentes, él era infalible. Su sola mención erizaba el vello del más curtido salteador o contrabandista.
Se decía que se había vendido a la Mycroft. Que había abandonado una prometedora carrera militar a cambio de una lucrativa vida en el mercado privado.
- Se dice, se dice – en su cabeza unas muecas burlonas acompañaban a aquellas palabras – Que digan lo que quieran. A mí no me vas a pillar – Valientes palabras para alguien que se sabía perdido. Quizás aquella era la razón por la que no las decía en voz alta – Si te han mandado a ti, esto debe valer cinco veces lo que esperaba sacar por ello. Vamos a ver qué nos ha traído hoy papá.
Aún quedaban unos minutos hasta la intercepción. Unos minutos para soñar despierto, y averiguar “gracias” a qué mercancía lo iban a enchironar esta vez.
- Mike. Quédate vigilando a los chicos. Voy a estirar las piernas.
- ¿Estas seguro?
- Sí.
- Como luego nos estés dando la paliza todo el viaje de vuelta, lloriqueando por todo lo que pudimos haber sacado, te juro que, aunque me cueste una paliza de los guardias, te machaco.
- Por favor, Mike. Sabes que yo nunca haría nada así – Julius trataba de poner cara de inocente, pero era incapaz de quitar aquella sonrisa entre angelical y resignada que asomaba a sus labios. No podía (ni quería) luchar contra su naturaleza curiosa.
Mientras revisaba aquel carguero se preguntaba por qué alguien con la cabeza tan bien puesta como Mike seguía con él, y por qué se dejaba meter en semejantes embolados. Pocas eran las ocasiones en las que sus planes salían bien, y en más de un (más de dos, más de tres…) “trabajito” habían acabado los dos (junto a quien les acompañase en aquella ocasión) pasado una temporada a la sombra. Las veces en las que habían tenido éxito Julius había pecado de falta de ambición, y el botín obtenido había resultado una decepción. Por extraño que resulte, nada de aquello parecía importar a Mike.
Sabía que no le seguía por motivos “raros” (hacía mucho tiempo que habían tenido la conversación sobre su orientación sexual) y el dinero parecía no importarle demasiado (con su cerebro podría haberse buscado un trabajo muy bien remunerado en cualquier corporación). No hacía aquellas estupideces por amor al riesgo, ni bajo la esperanza de dar el gran golpe y retirarse. Estaba seguro de que, de haber planeado Mike alguno de los trabajos, ya se podrían haber “jubilado” hacía años (pero el muy cabezota se negaba una y otra vez). Cada vez que lo pensaba, Julius sólo llegaba a una conclusión. Mike hacía todo aquello porque era su amigo. Aquella respuesta siempre lograba hacer que se sintiese increíblemente bien y orgulloso de sí mismo.
Era eso, o bien le encantaba verlo fracasar una y otra vez, y disfrutaba de sus repetidas humillaciones en primera fila de celda.
- ¿Puede alguien desbloquear las compuertas de la sección B-7?
- Ahora mismo estamos un poco ocupados por aquí. No es por nada, pero nos siguen de cerca unos señores muy malos que quieren arrebatarnos el fruto de nuestro esfuerzo.
- Vaaaaale, vaaaale. Ya me encargo yoooo.
Una pequeña explosión después, su camino se encontraba despejado.
- ¿Qué ha sido eso?
- Sólo era yo… Encargándome.
- Tu pónselo más fácil a esa gente.
- Deja de gruñir y sácanos de aquí.

Ni siquiera en aquellas situaciones se podía detectar el más mínimo atisbo de preocupación o urgencia en la voz de Mike. Había ocasiones, como aquella, en las que no sabía qué le inspiraba más, si envidia u odio. Qué poco duraba la sensación de orgullo.
Mientras terminaba de aclarar sus sentimientos hacia Mike, comenzó a inspeccionar el compartimento de almacenaje. Los informes de la corporación habían catalogado aquel carguero como “provisiones y maquinaria para la explotación minera de Kay”. Vamos, alimentos, perforadoras, quizás algo de maquinaria pesada y a saber qué más. Debía regresar cargado de “grohl”, el mineral que una vez refinado podía convertirse en ropas, plásticos, o combinarse para crear aleaciones de uso militar.
Allí había dinero, de aquello no cabía duda. Pero cientos de cargueros como aquel cruzaban el sistema de un lado a otro a diario. No. En aquella nave debía haber algo más, y él iba a averiguarlo. Al fin y al cabo, la información era poder. Aunque claro, demasiada información sobre algo que una corporación deseaba mantener en secreto podía acarrear la “desaparición” de uno.
- Tengo que hablar menos con Luigi.
Desde hacía un par de años, Julius “militaba” en la A.P.U.M. Eran gente maja, pero estar demasiado tiempo con ellos sólo ayudaba a acrecentar su paranoia latente. Luigi Romano era su contacto con aquella “organización”, aparte de un gran fan de las teorías de la conspiración para el control universal y otras zarandajas del mismo calibre. Luigi habría sido un hombre muy feliz en su desdicha, de haber ocupado el cuerpo de Julius en aquel momento.
La luz no daba para mucho. Al parecer, los millones gastados en los transportes de mercancías no daban para poner una iluminación decente en aquellos compartimentos. Al menos las lámparas daban para iluminar el amasijo de vete-tú-a-saber-qué, que obviamente no era grohl.
Aquella cosa no era ningún mineral extraído por la mano humana. Estaba manufacturado, pero no se parecía a nada que hubiera visto nunca, ni siquiera en los documentales de los canales científicos. La descripción más ajustada que pasó por su mente fue: Esto es el corazón de una estrella. No es que él hubiera visto nunca uno. Es más, no tenía ni idea de donde había surgido aquella idea. Para hacer aún mayor la contradicción, aquella cosa parecía absorber la luz en lugar de proyectarla. Sólo sabía que no era capaz de quitar sus ojos de aquella maravilla pulsante y cambiante.
No pudo, hasta que la nave decidió moverse bruscamente y tirarlo al suelo.
- ¿Qué ha sido eso?
- ¿No has sido tú?
- No.
- Entonces han debido de darnos.
- ¿Daños?
- Más o menos… todos.
- Nos han cazado, ¿no?
- Sí.
- Ahora subo para allí.
- Tranquilo. Les daremos la bienvenida, y les decimos que llegas enseguida.
- No te olvides de ofrecerles un té.
- Jamás se me ocurriría cometer tamaña descortesía.
- Te odio cuando hablas así.
- ¿Y cuándo no me odias?
- Cuando llegue el momento, te lo haré saber.
- Te estaré enormemente agradecido por ello.
- Por ahora, continúo odiándote.
- Tomo nota.
- ¿Podemos dejar esta conversación tan estúpida?
- Lo haré cuando tú lo hagas.
- Y tú más.
Aquel era un juego que solían practicar. Continuar una conversación más allá de lo necesario (hasta el absurdo y más allá), hasta que uno de los dos se daba por vencido y abandonaba. Julius era una persona competitiva, pero en momentos como aquel a Mike no le costaba demasiado exasperarle. Aquella vez no podía quejarse. Al fin y al cabo, había sido él quien le había dado el pie de entrada.
- Espero que me hayan guardado mi celda. Esta vez sólo he estado siete meses fuera.
Mientras estos pensamientos terminaban de alegrarle la velada, Julius sintió cómo una de las naves atacantes se acoplaba a la escotilla de acceso del transporte. Apuró el paso y llegó a la cabina antes de que los hombres de la corporación lograsen entrar.
- Ábreles, hombre. No seas tan desconsiderado.
- El té aún no esta listo.
- Da igual. Que esperen aquí sentados y cómodos. Tenerlos esperando en la puerta es de mala educación.
- A vosotros dos habría que encerraros – dijo Milo, el piloto de la bañera del espacio que les había llevado hasta aquel lugar. Por alguna misteriosa razón no compartía su sentido del humor.
- Tranquilo. Enseguida nos encerrarán a todos.
- Espero que me pongan bien lejos de vosotros. Pirados.
Mike abrió la puerta. Al otro lado, diez hombres ataviados con armaduras de combate y armados con fusiles pesados aguardaban de modo paciente, mientras otro más trataba de hacerse con los controles de la puerta.
- Qué agradable sorpresa – exageró Julius – No esperábamos visita.
- De lo contrario habríamos preparado un tentempié.
- Señor – aquel hombre no hablaba con ninguno de los tres ocupantes de la cabina. Qué falta tan grande de respeto – Ya los tenemos. De acuerdo. ¿Quién es el genio que ha planeado esto?
- Yo soy medio cabecilla, y éste otro, el otro medio.
- Es usted muy amable, pero llamarnos genios es un elogio excesivo.
- Stevens, Cole, Jensen, llevad a estos dos payasos con el jefe. Tú, chico triste, te vienes con nosotros y el resto de tus amigos directamente a las celdas de contención.
- Que amables – dijo Julius mientras le esposaban – Nos han traído unas preciosas pulseras de regalo.
Los tres mercenarios acompañaron a Julius y Mike hasta sus asientos en la nave exploradora que les llevaría hasta la fragata. Mientras se acercaban a ella, pudieron leer: “Fragata Clase VII” justo encima de su nombre “Vanshu”. Debajo de éste alguien había pintado una caricatura sonriente.
Fainker. No cabía duda. Por fin le conocería. No es que fuese ningún honor (al menos no en aquella ocasión), pero Julius tenía curiosidad por conocer a aquel tipo. De esa manera, caso de cruzárselo por la calle, podría “saludarle” debidamente.
Entre empujones y chistes sobre las tendencias sexuales de los habitantes masculinos del que iba a ser su nuevo alojamiento, los soldados acompañaron a Julius y Mike hasta la estancia en la que les esperaba Fainker. Durante el camino, toda suerte de planes de huida iba siendo desechados en su mente. Una vez en la estancia, cualquier pensamiento más allá de lo tenía ante sus ojos desapareció. Julius tardó unos momentos en reaccionar, pero, como era acostumbrado en él, fue un alarde de elocuencia.
- ¡Tú! – de acuerdo. Podría haber sido más elocuente, pero no más expresivo.
- Julius Cornelio Smalls y Mikhail Osarius – Elena parecía tan sorprendida como sus prisioneros y, al igual que para estos, la sorpresa no parecía desagradarla – Podría decir que éste era el último lugar y situación en el que esperaba veros… Pero mentiría.
- Hola, Elena – saludó Mike, tras los segundos que le costó hacerse a la idea. Al fin y al cabo tampoco era algo tan descabellado.
- ¿Tú eres Fainker?
- Siempre he sido Fainker.
- Tú nunca has sido Fainker.
- Elena Asale… Fainker – De pronto, Mike lo recordó. Y todo encajó.
- ¿Señor? – preguntó Jensen.
- Podéis retiraros. No son peligrosos.
Una vez que los custodios se retiraron Elena ofreció asiento a sus esposados “invitados”.
- ¿Tú eres Fainker?
Era obvio que aquella no era la Elena que ambos habían conocido en su juventud. Los dos habían estado siempre colados por ella. No era especialmente atractiva entonces, y la nariz rota, junto a la cicatriz que cortaba su ceja derecha, no habían echo nada por mejorar su aspecto. Aún así, seguía conservando aquel “algo” que nunca fueron capaces de definir y que siempre les había atraído de ella.
- No me lo digas. Esperabais a un hombre. Posiblemente algún tipo malhumorado con bigote, y con músculos hasta en la cejas.
En aquel momento una sonrisa iluminó su rostro, y Julius recordó qué era lo que tenía aquella mujer, que siempre le había dejado indefenso ante ella.
- De acuerdo. No te lo diré – dijo mientras trataba de alejar su mirada de aquel rostro.
- ¿Cuanto tiempo ha pasado? – La intervención de Mike salvó su honra.
- Dentro de poco hará veinte años. Me alisté en las fuerzas de pacificación unos meses después de vosotros. Pero para entonces ya habíais desertado.
- Que maja. Se alistó para estar con nosotros.
- La cosa es que me gustó la disciplina militar.
- Ya nos conoces. La disciplina nunca fue lo nuestro.
- Lo vuestro… – La sonrisa cambio de amistosa a maliciosa – ¿Tenéis algo que contarme antes de que os mande a un campo de trabajos? – Elena apoyó ambas manos sobre la mesa, mientras adelantaba su cuerpo sobre ésta.
- Nos han pasado muchas cosas juntos… – comenzó a decir Mike.
- Pero nadie ha conseguido separarnos – mientras decía aquello, Julius trató de acariciar con sus esposas el rostro de Mike. Éste trató de evitarlo, y acabó en el suelo con su silla. Aquel momento, junto con la expresión de Mike, compensaban las últimas batallas dialécticas que había perdido Julius.
- Qué monos. Está visto que no habéis cambiado nada.
- Supongo que estarás al tanto de nuestras andanzas. Pero, ¿qué nos puedes contar de ti… Fainker?
- Es muy sencillo. Cuando mi padre dejó a mi madre decidí que todo rastro suyo desapareciese de mi vida. Con el tiempo, no sólo me gustó todo el rollo paramilitar, sino que tenía aptitudes para ello. Así que ascendí rápidamente.
- Y ahora tienes tu propia compañía mercenaria.
- El sueño de toda chica. Todo el día rodeada de tipos grandes y sudorosos.
- ¿Se encuentra el “Señor Fainker” entre ellos?
- No existe ningún “Señor Fainker”.
- ¿“Señora Fainker” entonces?
- Tampoco. Pero visto el percal, tampoco sería descabellado. Una acaba desesperada de tanta prepotencia e incompetencia masculina.
- ¿Tus niños se portan mal?
- A los niños malos los castigo… personalmente – La sonrisa desapareció, y un escalofrío recorrió la columna de los prisioneros ante la mirada que ocupaba su lugar. Incluso la luz de la habitación parecía mas sombría – Vosotros habéis sido muy malos – el tono de voz con el que pronunció aquellas palabras les heló la sangre en las venas – Pero para vuestra fortuna, no trabajáis para mí – la sonrisa retornó, y ambos suspiraron mentalmente. Al parecer, el cambio en Elena había sido algo más que físico.
- Y bien. ¿Qué vas a hacer con nosotros?
- Llevaros a Vashul, y dejar que la justicia decida.
- ¿No podemos hacer nada por evitarlo?
- Dadme una razón para que no lo haga.
- ¿Que siempre has estado colada por mí?
- Eso no es una razón. Sólo un deseo tuyo incumplido.
- De acuerdo. ¿Que siempre he estado loco por ti?
- Esa no es una buena razón para liberaros.
- No has exigido que la razón fuese buena.
- Es cierto.
- Entonces, ¿nos liberarás?
- No.
- ¿Por qué? – Julius fingió ofensa.
- Tampoco os he dicho que os liberaría caso de darme una razón. Sólo la he pedido.
- De acuerdo.
- ¿Ya te rindes? – Mike estaba perplejo. Dos en un día. Julius se sentía afortunado.
- No, sólo preparaba el golpe final.
- Adelante, maestro.
- Es posible que, durante el juicio, se me escape lo que vi en ese carguero con “material de aprovisionamiento”.
- Es posible que trataseis de escapar, y no nos dejaseis otra opción que destruir la nave en la que huíais – de nuevo aquella mirada.
- Tenía que intentarlo.
- Ha sido un muy buen intento – intervino Mike – Yo le daría un siete.
- ¿De verdad? Yo creo que es un ocho y medio.
- No. No ha sido tan bueno.
- Venga ya. Casi la tenía. De no ser por la amenaza de muerte, estábamos fuera.
- No sé. Te concedo un ocho, y de ahí no subo.
- Chicos…
- Bueno, lo dejaremos en un ocho.
- Igual me he pasado con el ocho. Un ocho sería salir de aquí de manera holgada. ¿Un siete y medio?
- No seas tan rácano.
- Chicos…
- ¿Tú qué crees que ha sido? Sinceramente, Elena.
- Cielo, no sabes cómo he echado de menos esto – El rostro de Elena estaba radiante. Casi parecía el de aquella joven de dieciséis años que jugaba con ellos – No sabéis lo que me duele deciros esto… Pero creo que ha sido un seis.
- Es justo. Al fin y al cabo, de ésta no nos libramos.
- ¿Por qué a ella le das la razón con un seis, y el siete que te he dado al principio te parecía poco?
- Cuando te siente el uniforme tan bien como a ella, te dejaré darme un seis.

El viaje de vuelta a Vashul duraría cuatro días más. Cuatro días en los que parecían tratar de recuperar los veinte años perdidos. Al final el juez decretó que estarían separados cinco años más.
Elena se despidió de ellos mientras los ingresaban en prisión. Ya no era la niña que había jugado con ellos, ni la mujer que habían conocido a solas en aquella habitación. En aquel momento no era Elena, era Fainker. La escoltaban cuatro de sus hombres. Aquellos mercenarios eran gente curtida. Algunos de ellos superaban en edad, y casi todos en corpulencia, a Fainker. Pero todos la obedecían sin dudarlo, sin cuestionar ninguna de sus decisiones.
¿Cuánto cambiaría Elena en otros cinco años?
Julius Cornelio Smalls y Mikhail Osarius no estaban dispuestos a esperar tanto tiempo para descubrirlo. Ellos estarían presentes para ver cada uno de aquellos cambios.

Javier Albizu

El navegante

El navegante
- Jane, es la hora.
La voz de su Inteligencia Artificial personal la despertó. A regañadientes, se forzó a abandonar el catre.
- Me cago en el diseñador de estas putas naves nodriza.
La superficie metálica del suelo estaba helada, como siempre. Aquel contacto la despejó, obligándole a abrir los ojos, y buscó sus zapatillas. Echaba de menos su viejo camarote en la Stiletto. En aquel momento concreto echaba de menos la vieja alfombra situada junto al camastro.
Se introdujo en la cámara de limpieza y relajación, y una vez completamente despejada, desayunó y realizó su recorrido matutino en el simulador, sólo que esta vez dobló su duración. Dos vueltas a la cubierta virtual más tarde volvió a la cámara de limpieza.
- Bueno. Esta nave tampoco está tan mal.
Ventajas de “subir” temporalmente de rango. En aquel destino no tenía que ir a las duchas comunales, ni sortear obstáculos (ya se tratase de gente o bultos) mientras realizaba sus ejercicios matinales. Si es que a aquello se le podía llamar “mañana”, claro. Jamás se acostumbraba a la hora estándar espacial.
- ¿Qué hora es en casa, James?
- Las treinta y dos cero nueve.
Perfecto. A estas horas estaría de permiso tomándose algo en la cantina. Algo así le estaba diciendo su cuerpo desde hacía más de una hora. Como odiaba el espacio profundo cuando no se encontraba pilotando una nave monoplaza.
En fin. Aquel era el gran día (por aquellas horas la gran noche en la Stiletto, la nave orbital que había sido su hogar a lo largo de más de la mitad de su vida). El punto final a los meses de prueba en el simulador. Aquel día averiguaría si todas aquellas horas le habían preparado para pilotar el vuelo de prueba del primer caza con capacidad de salto. La navegante de primera Jane Cameron hizo memoria. Aquella debía de ser la única nave de la flota que le faltaba por tripular. Normal. Aquel era el primer prototipo que iba a ser lanzado al espacio.
Si aquello podía surcar el vacío, ella podía pilotarlo. Veinticinco de sus treinta y dos años los había vivido en el espacio. Nadie como ella para pilotarla. Los altos mandos afirmaban: Jane Cameron ha nacido para vivir en el espacio (lo cual no era del todo falso. Los tres años que estuvo asignada a un destino planetario habían sido toda una tortura). Otros, movidos por la envidia, la acusaban de ser una privilegiada, que haber nacido en órbita le había dado una percepción espacial como no poseía ningún otro. Piloto o no.
Vaya estupidez. Aquello no le venía de nacimiento, sino de estudiar cartas de navegación desde que tenía cinco años. Ser la primera en pilotar aquel trasto era algo que se había ganado a pulso.
Su padre, el navegante de primera Kyle Cameron Reese era alguien a quien le gustaba su trabajo, y que había sabido transmitir a su hija aquella pasión.
Mientras se vestía con el uniforme de gala, trató de recordar el rostro de su padre, pero éste ya comenzaba a hacerse difuso. Ya habían transcurrido ocho años desde su muerte.
- James. Holo de Papa.
Mientras la proyección de su padre se materializaba ante ella, se abrochó los últimos botones de la chaqueta.
- No me mires así – le habló a la imagen estática – Ya se que es una estupidez. Échale la culpa al protocolo. Yo también preferiría el uniforme normal.
Terminó de colocar en su lugar cada pieza del uniforme, y se cuadró de manera marcial ante su padre.
- Holo fuera.
Jane comenzó a caminar hacia su destino. La puerta de su camarote se abrió silenciosamente tras confirmar su identidad, y ella atravesó el umbral hasta el pasillo, repitiendo mentalmente todos los pasos que debía seguir durante aquel vuelo. Aquello era algo mecánico para ella. No estaba nerviosa, sino ansiosa. Estaba convencida que la experiencia de un salto sería algo completamente distinto dentro de un caza monoplaza, que dentro de una nodriza o un crucero de batalla.
Una vez en la cubierta de lanzamiento, contempló el caza. Aún quedaban un par de horas hasta que llegasen los encargados de los preparativos. La forma de aquella nave no terminaba de gustarle. Era demasiado afilada para su gusto. Prefería la forma de los modelo Shelter, de curvas mas pronunciadas, sin tantas aristas. Se detuvo un momento ante el grabado con el nombre de la nave; “Torg”. Aquel nombre si que le gustaba. Dio una vuelta más alrededor del caza, acompañando las líneas del armazón con la palma de su mano.
- ¿Nerviosa? – sabía que Svenson sería de los primeros en llegar.
- No. ¿Debería estarlo? – Aquel tipo era uno de los “padres” de la criatura.
- Sólo si no eres capaz de manejarlo como es debido – no aguantaba a los ingenieros.
- Entonces no hay razones para que esté nerviosa.
Durante diez minutos, ambos se evitaron cordialmente. Svenson se introdujo en la cabina, y chequeaba por vez número dos millones todos los controles, mientras Jane comprobaba los niveles de las tres células energéticas, cuando llegó el resto de la comitiva.
No conocía a la mitad de aquellos tipos, pero sus insignias los delataban como peces gordos. Tampoco tragaba a aquella clase de gente. Los saludó según el protocolo, y se dirigió hacia los vestuarios del hangar.
- Ya sé que es una estupidez – la imagen de su padre volvía a estar ante ella – Podría haber venido hasta aquí con el traje para pilotar. Pero tenía que saludar a esa panda de imbéciles con el uniforme de gala.
De regreso al hangar, ya sólo estaba el caza. Se subió a la cabina y comenzó con el ritual. Sabía que estaba siendo observada desde otra habitación por los jefazos, que una proyección de todo lo que sucedía en el aquel cubierta estaba siendo contemplada por todos ellos. Pero le daba igual. La nave fue transportada hasta la tobera de salida. Se enlazo con la computadora de navegación y dio la orden. El caza experimental clase Torg salió por primera vez al espacio.
Los controles iban muy bien. Le entraron deseos de probar hasta donde podía llegar aquella maquina, la maniobrabilidad y el tiempo de reacción de los controles. Pero eso sería otro día. Su mente transmitió las coordenadas de destino al ordenador de salto, y entonces todo lo que tenía alrededor desapareció.
Algo iba mal. El salto en las grandes naves solía ser instantáneo, apenas un segundo, pero su estancia en el espacio cero parecía prologarse demasiado (por no mencionar que aquello la estaba desgarrando). No veía nada, no podía pensar con claridad ni hablar. No podía acceder a ninguno de los ordenadores de la nave, y su enlace con James también parecía bloqueado. Sólo sentía dolor. Un dolor que recorría el interior de su cuerpo y que parecía pugnar por abrirse camino fuera de él, como si una tormenta se hubiese generado dentro de su cuerpo. Finalmente se desmayó, pero el dolor la acompañó en su inconsciencia.

- ¿Jane? – la voz de James en su cerebro la despertó. Trató de abrir los ojos, pero los parpados se negaban a obedecerla. A esta sensación la acompañó la oleada de dolor que le recordó la cantidad de músculos, huesos y nervios que recorrían su cuerpo. Trató de hablar, pero le interrumpió un nuevo espasmo de dolor. Se rindió de nuevo a la inconsciencia.

- ¿Jane? – Esta vez trató de no arriesgar demasiado, y abrió un ojo. El dolor continuaba ahí, pero parecía haberse alejado de primera línea de combate.
Su ojo abierto le describió la cabina del caza. Más allá de ésta, las estrellas.
- ¿Dónde estamos?
- Nuestra ubicación actual es desconocida.
- ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
- Dos días estándar.
- ¿Daños internos?
- Ninguno.
- Pues me siento como si tuviese todo roto. ¿Cuánto tiempo hemos permanecido en el espacio cero?
- Cuatro segundos.
- Hubiera jurado que eran cuatro años.
- ¿Eres capaz de ver algún sistema familiar?
- Negativo.
- ¿Que dice el ordenador de navegación?
- Que estamos en las coordenadas de destino.
Jane se conecto a los ordenadores de la nave y realizó un barrido de los alrededores buscando algo parecido a la nave que debería estar esperándole. No encontró nada, pero tampoco le sorprendió. Al fin y al cabo estaba muy claro que las estrellas que les rodeaban, miradas desde cualquier ángulo, no formaban el dibujo que había memorizado.
- Prueba esta nave – dijo en la soledad de la cabina – Es un prototipo muy avanzado, lo último en tecnología de salto – continuó con tono burlón, mientras su rostro gesticulaba para acompañar a las palabras – Esto me pasa por fiarme de ingenieros militares.
- Vale, admítelo Jane. Estás jodida.
Aquel maldito trasto le había llevado hasta el culo del universo, en lugar de a las coordenadas marcadas. No se podía fiar de aquellos instrumentos, y en la nave base no tendrían ni idea de donde había acabado. Ya lo estaba viendo. Dentro de unos años encontrarían su cuerpo putrefacto y le echarían la culpa del fracaso de la prueba. Como si los oyese: “No deberíamos haberle dado el mando de esta nave a una mujer”.
Claro, eso en el caso de que en algún momento del futuro aquel lugar formase parte de alguna ruta.
Pues no. No les iba a dar el placer a aquella panda de cabrones. Se iban a joder. Aún no sabía como, pero iba a salir de allí. Y cuando pillase a Svenson y los suyos, les iba a arrancar los huevos.
- ¿Tiempo de soporte vital?
- Tienes aire y alimentación venosa para veinte días.
- ¿Energía?
- Para dos saltos más, o un año de travesía.
- Por ahora dejaremos los saltos – era cierto. Aquella experiencia no se parecía en nada al salto con una nave grade. Y tampoco era algo que quisiera repetir – ¿Puedes calcular si alguno de los sistemas que tenemos delante está cartografiado?
- Podría comparar cada grupo de estrellas de manera independiente con los que tengo en mi base de datos.
- ¿Tiempo estimado?
- Diez días.
- ¡No me jodas!
- Ese es el menor de nuestros problemas.
- Alégrame un poco más el día.
- Aunque logre identificar un sistema cercano, lo más probable es que se encuentre a un par de décadas de distancia a velocidad máxima. Y eso con suerte.
- ¿Alguna posibilidad de triangular nuestras posición, y calcular lo que nos hemos desviado en el salto?
- Nos harían falta varios puntos de referencia más.
- Me parece que Svenson va a poder reproducirse después de todo.
- ¿Decías?
- Cállate y empieza a calcular. Yo voy a dormir un rato.
- Puedo reducir tu consumo de oxigeno y alimento para que estés dormida, y prolongar su duración.
- Sería de agradecer. Despiértame cuando tengas algo.
Aún le dolía todo. El sueño no tardó en llegar y esta vez, el dolor se alejaba poco a poco.

- ¿Jane? – el sueño había sido demasiado corto.
- ¿Has encontrado algo? – aun soñolienta no había sido capaz de olvidarse de la situación en la que se encontraba.
- Aún no ha habido coincidencias. Pero no te he despertado por eso.
- ¿Más buenas noticias?
- Podría decirse que sí.
Jane abrió los ojos con cuidado. Al menos el dolor había desaparecido. Ante ellos apareció una nave. Su diseño no se parecía a nada que hubiese visto antes. Los indicadores del caza le dijeron que se encontraba a unos cincuenta kilómetros de ellos. También le decían que era mayor que cualquier nave de la flota. Sus ojos le decían que aquello no era de construcción humana.
- ¿Cuándo ha aparecido?
- Hace diecisiete minutos.
- ¿Has establecido contacto con ellos?
- He enviado mensajes en todas las frecuencias y lenguas conocidas, pero aún no he obtenido respuesta.
- ¿Nos ha detectado?
- No he detectado ningún sondeo. Pero yo diría que si.
- ¿Alguna actividad anómala?
- No. Ha permanecido inmóvil desde que ha llegado.
- ¿Armamento?
- Nada que haya podido identificar.
- Voy a acercarme. Tú sigue a lo tuyo.
No sabía demasiado bien que hacer, pero al menos tenía algo con lo que mantener la mente y las manos ocupadas. Se acercó a una velocidad moderada y una vez cerca realizó varias pasadas a lo largo del casco de aquel artefacto. No parecía poseer armas, no parecía poseer hangares, no parecía poseer ventanales que le permitiesen atisbar en el interior de aquel artefacto. En lo que dedujo sería la parte frontal había un gran orificio, y en la parte trasera, cerca de un centenar de orificios más pequeños. Quizás los motores.
Dos horas después seguía sin respuesta de ningún tipo. Aburrida y cansada, decidió que aquella nave estaba abandonada. Quizás en alguno de los ordenadores de aquel trasto se encontrase el mapa de aquellos sistemas. Quizás su tripulación había programado aquel salto antes de abandonarla. Lo cierto es que aquello no le importaba demasiado. Aunque pudiese encontrar cualquier mapa (o los ordenadores que los almacenasen) estaba segura de que no lograría descifrar el funcionamiento de aquel artefacto. Al borde de una inminente depresión, Jane optó por introducirse en el gran orificio frontal. Quizás a través de él pudiese acceder al interior de la nave.
- Algo en el interior de este orificio esta generando una gran cantidad de energía.
- ¿Eso es bueno o malo? – quizás se había equivocado, y aquello era el motor.
- Aconsejo que salgamos de aquí. Los medidores se están saliendo de la escala – eran raras las ocasiones en las que aquella IA podía transmitir urgencia en su voz.
Jane dio la vuelta rápidamente a la nave y se dispuso a salir. Frente a ella había comenzado a surgir una luz que no parecía demasiado halagüeña. ¿Cómo no lo había visto? Lo tenía delante de sus narices y no se había dado cuenta. Aquello era una especie de cañón gigantesco. Sonaría estúpido, pero no le cabía la menor duda.
- ¿Quién cojones está tan grillado como para construir nada así?
Pese a la distancia, el armazón de la nave, y el traje, comenzaba a sentir el calor que se generaba tras de ella. Si aquella temperatura era causada tan sólo por los generadores, no quería estar ahí cuando aquella cosa disparase lo que fuera.
- ¿Qué clase de arma es éste?
Aquello era ridículo. Durante más de dos horas había estado inmóvil acumulando energía para un único disparo. No tenía el más mínimo sentido. Aquel “arma” jamás sería capaz de acertar siquiera a la nave más lenta de cualquier flota.
Entonces, un haz de luz surgió de la nave alienígena. No había ningún objetivo a la vista. Nada a lo que impactar. Nada durante unos minutos, hasta que se lo dijeron los sensores. Había alcanzado a una estrella. La estrella más cercana. El sol de aquel sistema.
Las consecuencias de aquel disparo no tardaron en hacerse evidentes. Incluso desde la distancia a la que se encontraba del astro, Jane pudo comprobar visualmente parte de los resultados. Y aquello no prometía nada bueno.
Se conectó a los sensores de la nave y lo que vio hizo que se asustase más de lo que había estado en toda su vida. Aquel sol estaba muriendo. En breves momentos se convertiría en una supernova, y arrasaría cualquier cosa que se encontrase en un radio de miles de millones de kilómetros. No pudo evitar que unas lágrimas de pánico escapasen de sus ojos.
Mientras tanto, la nave extraña desapareció.
El sol estalló. Pese a darle la “espalda” Jane quedó cegada.
- ¿Cuánto tiempo nos queda?
- La onda nos alcanzará en cinco minutos treinta y nueve segundos, contando con que nos alejemos a velocidad máxima en dirección contraria a la expansión.
- Vamos a saltar.
- ¿Coordenadas?
- Me da igual. Genéralas aleatoriamente.
- Las posibilidades de dar con un sistema habitado son…
- Ninguna, ya lo sé, pero me da igual. Serán mayores que las de encontrarnos en un sistema que esté muriendo, y aún nos quedará otro salto. ¿Puedes “sedarme” antes de saltar?
- No hay tiempo.
- Maravilloso. Dale.

Esta vez el despertar fue distinto. No le dolía nada. El uniforme y la cabina ya no estaban, y habían sido sustituidos por un med-traje y una habitación que tenía toda la pinta de ser la enfermería de una nave militar.
- ¿James?
- ¿Si?
- ¿Dónde estoy?
- En la Obliterator.
- Genial. De no estar tan jodida, me sentiría afortunada. Dime que la caja negra de la nave registró todo lo que ha pasado.
- La caja negra no estaba activada.
- En otra ocasión me sorprendería. Pero en esa puta nave nada iba bien.
- ¿Cuanto tiempo de inconsciencia esta vez?
- Dos días.
- ¿Cómo es que regresamos aquí?
- Introduje unas coordenadas al azar, pero el ordenador de la nave las ignoró, y las sustituyo por unas que tenía prefijadas.
- ¡¿Me estas diciendo que me la han jugado?! – estaba extrañamente serena para la putada que le acababan de hacer.
- Sí.
- Svenson. ¿Donde esta ese cabrón?
- Pronto lo verás. Hay programado un tribunal para cuando te encuentres bien. Tienes que explicar dónde has estado los últimos días con una nave experimental. Se mencionan por algún lado las palabras “traición” y “espionaje”.
- Qué bonito. Cómo me alegro de haber regresado a casa.
Los médicos no tardaron en aparecer en la habitación tras su vuelta a la consciencia, y la acribillaron a preguntas y pruebas físicas de toda índole. Al final, nada que ella no supiera antes de comenzar los exámenes. Salvo agujetas en cada uno de las fibras nerviosas y musculares por la tensión del salto, no tenía nada. Salir del med-traje (y sus sedantes) fue una tortura, pero no lo fue menos que el embutirse de nuevo en el uniforme de protocolo para encaminarse hacia su juicio. Al menos los dos soldados que le acompañaban hasta el juzgado eran monos. Aunque demasiado serios para su gusto.
El paseo no fue demasiado largo. Se la iba a juzgar en la Obliterator. Antes de entrar a la habitación que pondría fin a su carrera militar se encontraron con Svenson, y alguno de los jefazos que la despidieron. Sabía que dentro de la habitación tratarían de sacarla de quicio, pero no le hizo falta entrar.
Tan pronto pasó junto a Svenson se giro con rapidez y le agarró las pelotas con una mano mientras, con la otra, le arrebataba la pistola a uno de los escoltas.
- No se quién te ha comprado, hijo de puta – le dijo – Pero espero que te haya pagado lo suficiente como para que te clonen esto que va a dejar de colgarte de aquí – y entonces disparó.
El guardia le golpeó con la culata de su fusil.
- Esto no es lo más inteligente que has podido hacer, Jane – se dijo a si misma mientras se sumía en la inconsciencia de nuevo.

El juicio, al que acudió esposada dos días después, fue rápido. Explicó lo sucedido con el caza experimental “Torg” (al que había rebautizado como “Tormento”), saltándose la presencia de la nave alienígena y el cometido que desempeñó en aquel lugar. Aquello no se lo iba a creer nadie, y lo último que necesitaba era que la encerrasen también por desequilibrio mental.
Fue expulsada del ejército con deshonor, y condenada a dos años de prisión por espionaje y a cuarenta más por asalto y agresión a un superior.

Javier Albizu

El místico

El místico
- La vida no es un círculo cerrado – Había pasado mucho tiempo desde que Marcus utilizase aquella expresión por última vez – Quizás tienda hacia una forma circular, pero desde luego no llega a cerrarse nunca. Ni siquiera una vez muerto.
- Pero reconocerás que tu regreso aquí sí que dirige la línea de tu vida de nuevo hacia su punto inicial – y aquel lugar era el último en el que la había usado – Estoy seguro de que no esperabas volver aquí en mucho tiempo (si es que albergabas la intención de regresar en alguna ocasión).
- No reniego de mi pasado, Giacomo. Que ya no sea quien fui no implica que niegue haberlo sido nunca, ni que haya olvidado lo que aprendí siendo aquellas personas.
Marcus Dorell había sido cosas muy distintas a lo largo de su vida. Quizás no muchas en el terreno cuantitativo, pero sí en la distancia que las separaba ideológicamente. Sólo había un punto en común entre todos aquellos Marcus que había sido en cada momento, y ésta era la búsqueda de respuestas. El deseo de saber los cómos y los porqués del funcionamiento del universo y aquellos que lo habitaban. Desde sus comienzos había sabido que aquella sería una búsqueda ardua y larga, pero él era un hombre trabajador y paciente.
Su pasado había transcurrido como un viaje accidentado en busca de su meta. Había sido xeno-biólogo, ingeniero y religioso, para finalizar como asceta y filósofo errante. En aquel momento sólo sabía una cosa: No sabía si se encontraba más cerca de su objetivo que cuando comenzó su búsqueda, pero había encontrado el camino por el que encauzar su vida (o al menos eso creía). Un camino que él mismo se había creado a base de andar. El camino del hombre consciente.
Con la edad había aprendido a reducir sus miras. Había pasado de tratar de conocer el funcionamiento de todo, a intentar conocerse a sí mismo.
- Es una pena que no hayas dedicado más esfuerzo en potenciar a ninguno de tus anteriores “yoes” – Aquel era uno de los típicos discursos de Giacomo – Tu inconstancia nos ha privado de una mente brillante en los campos que has abandonado – Aquellos discursos le halagaban e incomodaban por igual.
- No he venido hasta aquí para que trates de recuperarme para la fé, Giaco – Eso era cierto, aunque en cierto modo agradecía el intento de su amigo.
- Eso ya lo suponía, pero supongo que no me culparás por intentarlo – Giacomo parecía intrigado en aquel momento – ¿A qué debo tu visita?.
- He venido a despedirme.
- ¿Despedirte? – La curiosidad desapareció del rostro del sacerdote, para ser sustituida por la preocupación – ¿Acaso estás enfermo?.
- Tranquilo. No se trata de eso.
- ¿Entonces? – El alivio aún no asomaba en su rostro – Comprenderás que, tras más de veinticinco años sin saber de ti, el que vengas a “despedirte” suena un tanto, no sé, ¿drástico?, ¿dramático?
- No quería asustarte de esta manera – Aunque en el fondo esperaba aquella reacción, y en cierta medida le habría decepcionado no obtenerla – En unas semanas voy a iniciar un viaje fuera del planeta.
- ¿Por eso vienes con todas tus pertenencias?
- Veo que continúas siendo muy observador.
- Contigo no hace falta serlo. Es la diferencia entre verte llevando una bolsa o con las manos vacías. Aunque esa cosa que llevas a la espalda me sorprende.
- Se llama espada.
- Lo sé, pero no deja de ser una cosa.
- Cierto.
- No te creo.
- ¿Qué?
- Hay algo más. Esto es más que un hasta luego.
- No te equivocas.
- Pero no vas a decirme más.
- Ahí tampoco te equivocas.
- ¿Tendrás cuidado?
- Todo el que pueda.
Marcus abandonó la iglesia. Aquel lugar había sido su hogar cuando todo en lo que creía le había fallado. La Iglesia del Perpetuo Retorno.
Aquel lugar situado a las afueras de la gran Vashul parecía algo atemporal. Giacomo lo encontró hacía ya treinta años, desorientado y desvalido, y le había ayudado a recomponerse a sí mismo. Aquel lugar y aquella persona eran los primeros de quienes quería despedirse antes de su último viaje. Quizás no compartiera sus creencias, pero era el único sitio en el que no le habían juzgado, ni pedido nada.
Ante aquel pequeño edificio de piedra se alzaba la gran urbe: Vashul. Aquella que le había engullido y escupido cuando ya no pudo darle más. ¿Cuántos años de su vida habían sido desperdiciados entre aquellos monstruos forjados de las mas variadas y resplandecientes aleaciones?
Palpó las cicatrices que habían dejado los implantes de su cuello al ser extraídos y se adentró en las fauces de la gran bestia. Ahí comenzaría su viaje, y confiaba en que los fragmentos de humanidad de su pasado todavía permaneciesen en sus entrañas. Aún quedaba una persona de la que despedirse.
- Cuando te da por ponerte melodramático, lo haces a conciencia – se recriminó, sin poder o querer evitar que una sonrisa contenida asomara en su rostro. Tomó aire, y retomó su camino.

Los olores, aunque con leves variaciones, continuaban asaltando su olfato. La suciedad del nivel cero no había hecho sino empeorar. La “moda” dominante en aquella zona apenas parecía haberse visto alterada por el paso del tiempo: Andrajos y prótesis hechas con los restos y materiales desechados por los niveles superiores.
Según se adentraba en la ciudad, el panorama cambiaba de manera ostensible. Los olores se iban suavizando hasta llegar a ser medianamente aceptables. Las bases de los edificios apenas tenían suciedad, y la calzada ya no tenía tantas irregularidades. En las alturas se veían los puentes que unían los distintos niveles de la ciudad, y los deslizadores se paseaban por las alturas ajenos a la gravedad y a las miradas de los viandantes de los niveles inferiores.
Suponía que ya no disponía de crédito, por lo que no podría tomar un deslizador para llegar a su destino, así que buscó una plataforma elevadora. Cuando abandonó la urbe no eran muy frecuentes, o al menos no había necesitado nunca de ellas. En aquel momento aquello le parecía frustrante.
Por fin encontró una plataforma, y lo que creyó sería un analizador de ADN. Confiaba en que no hubiesen borrado sus datos de la red central. Se había extraído su identificador junto con los implantes. Introdujo la mano en el escáner.
- Marcus Dorell – dijo una voz femenina. Millones de años de evolución, y la humanidad no había logrado erradicar su machismo – ¿En qué puedo servirle? – aunque él también prefería ser recibido con una voz amable y dulce.
- Acceso al nivel doce – Trató de que su voz no temblase.
La gente se sorprendía de que alguien como él, alguien crecido en la ciudad y con estudios superiores en varias especialidades de ingeniería, desarrollase una tecnofobia como lo había hecho él. A aquello siempre había respondido lo mismo: “Cuando sabes que las leyes en las que se basa el funcionamiento de estos aparatos están sujetas por hipótesis sin confirmar al cien por cien, y la fé ciega de los creadores en estas hipótesis... Cuando algo funciona, pero no sabes a ciencia cierta por qué, o durante cuánto tiempo lo hará, pese a ser tú quien lo ha creado... Entonces es cuando tienes razones para temerla”.
No. No le gustaba la tecnología. Cuando vio que la biología no le daba las respuesta que andaba buscando, busco éstas en las máquinas. Si no podía desentrañar las leyes naturales se fabricaría las suyas propias. Pero éstas eran tanto o más inestables que las funciones físicas y celulares de las especies. Durante años estudió y confió en lo que habían estudiado y dado por cierto otros. Pero al final las maquinas fallaban, y demasiadas veces los creadores decían “No sé por qué ha sucedido esto. Todo está bien, no tendría por qué haber fallado”. Prácticamente dio su vida por un proyecto, sólo para que éste resultase un fracaso demasiado traumático para alguien que había dormido dos horas al día durante los últimos cuatro años.
- Debería haber funcionado – dijeron todos – Los cálculos son precisos, los circuitos funcionan a la perfección, la teoría era correcta.
Pero él era el director del proyecto, él era la cabeza de turco que debía ser cercenada. La vida y la cordura que fueron destruidas por abogados, ejecutivos y contables, eran las suyas.

Nivel doce. Allí estaba la segunda y última persona de la que quería despedirse.
¿Por qué quería despedirse? ¿Qué lograba con aquello?
Ver a aquellas personas por última vez no cambiaba nada. Ya había tomado su decisión y, al igual que a Giacomo, no iba a decirle a Arthur lo que se disponía a comenzar, ni como acabaría para él. Aquella pregunta se la había hecho varias veces antes de decidir su curso de acción. Al fin y al cabo era un hombre consciente. Debía saber de sus autenticas motivaciones antes de emprender cualquier tarea.
Había obtenido algunas respuestas a aquella pregunta, pero sabía que no eran todas. Hacía mucho tiempo que había aprendido que no todas las razones podían ser definibles. Mucho tiempo desde que aceptó que había preguntas cuya respuesta no averiguaría nunca, aunque no por ello dejaría de intentarlo. Aquello era algo que también había descubierto y aceptado sobre sí mismo. Había cosas que no eran ni buenas ni malas. Sólo estaban ahí, y trataba de no intentar anularlas. Aquella, al igual que otras facetas de sí mismo, no podría controlarla. Aunque no por ello dejaba de intentarlo de manera solapada (aunque en el fondo consciente). Había ocasiones en las que aquellos bucles eternos de preguntas y respuestas le daban dolor de cabeza.
¿Por qué despedirse?
Quería saber si aquellas personas se acordaban de él a pesar del tiempo que habían pasado sin verlo. Saber que, una vez que él no estuviera, al menos quedaría su recuerdo en la memoria de aquellos hombres.
Aunque él también quería verlos. Había momentos en los que había considerado la nostalgia un símbolo de debilidad. Pero este razonamiento no tardó en mostrarse como una autentica estupidez.

Finalmente llegó al edificio en el que vivía Arthur. Se detuvo unos segundos en los analizadores de la puerta, hasta que éstos le identificaron.
- ¿Con quién desea contactar, señor Dorell? – Parecía la voz de la señorita de antes.
- Arthur Doyle.
Unos segundos de silencio, y la proyección de su amigo apareció ante él.
- ¿Marcus?
- El mismo.
- ¿Eres tú?
- No.
- Estás increíble.
- ¿Para un hombre de sesenta y cinco años?
- Cuando tenías veintitantos no se te veía tan bien.
- ¿Me vas a dejar entrar, o toda nuestra conversación va a ser aquí?
- Claro. Pasa, pasa. Perdona – Mientras el elevador alcanzaba la vivienda de Arthur, la imagen de éste no desapareció – ¿Qué te trae por aquí?
- Una visita antes de abandonar el planeta.
- ¿Dónde has estado todo este tiempo? Cuando el portero me informó de que eras tú me costó asociar tu nombre.
- Falta uno un par de días, y ya se olvidan de él.
- Dejaste la compañía hace casi cuarenta años.
- Donde he estado los días eran muy largos.
Tras ser repudiado por la corporación, y el fracaso de lo que había considerado el trabajo de su vida, Marcus había sufrido graves problemas mentales causados por la depresión. Lo perdió todo y a todos, o al menos eso pensó su yo de aquellos momentos. Tras eso llegaría la iglesia, pero una vez “sanado” aquel camino tampoco le servía.
También abandonaría aquel lugar, pero esta vez no como una huída, sino como un acto consciente de avance. Antes de tratar de conocer lo que le rodeaba, debería conocerse a sí mismo.
Empezaría con lo más sencillo. Conocer su cuerpo, y hasta dónde era capaz de llegar éste. La tecnología y la ciencia en las que había confiado le habían fallado. A partir de aquel momento sólo dependería de sí mismo para lograr sus objetivos. Tras el desarrollo y control del cuerpo llegaría lo más arduo: El estudio y conocimiento de su propia mente.
Aquel conocimiento aún se estaba llevando a cabo. Mucho se temía que nunca llegaría a completarlo, pero había alcanzado un estado de paz que no había conocido nunca antes.
- Así que te vas – Le sorprendió la expresión de tristeza en el rostro de Arthur.
- Así es.
- No pensaba que te quedasen ganas de volver a trabajar para la corporación.
- Me hicieron una oferta que no pude, ni quise, rechazar.
- Cuando regreses, no tardes cuarenta años en volver a visitarme. Quizás no dure tanto.
- Si regreso, no dudes en que te visitaré – La charla había sido amena. Mucho más de lo que esperaba. Se sorprendió de que le apenase el irse de aquel apartamento. Gustosamente habría prolongado su estancia allí, pero se obligó a levantarse y abandonar la compañía de Arthur.

De nuevo en la calle, permitió que su mente retomase el análisis de lo que iba a hacer. Había pasado mucho tiempo desde que tuviese aquella visión. Sí, la palabra adecuada para describirlo era visión. Contemplar la muerte de uno era algo que marcaba.
Durante mucho tiempo analizó cual podía ser el origen de aquellas imágenes que habían invadido su mente. Finalmente desestimó la búsqueda. Sabía que no encontraría la respuesta. Había estudiado muchas filosofías ajenas antes de encontrar su propio camino. Filosofías antiguas y contemporáneas. De cada una de ellas había tomado aquello con lo que estaba de acuerdo, y desestimado aquello que consideraba erróneo, o no valido para él.
Siempre le había intrigado el concepto del destino, presente en muchas de ellas, pese a que nunca había creído en él.
Pero aquella visión había amenazado con romper todo su equilibrio interno. En su interior la sentía como cierta, pero no tenía intención alguna de montarse en ningún horror tecnológico para abandonar el planeta. Por lo tanto, su lógica le indicaba que aquello que había visto no llegaría a suceder nunca.

Hasta hacía un mes.

No sabía como han dado con él. No había tratado de ocultar su rastro, pero aún así, no entendía cómo o por qué lo habían buscado precisamente a él. No sabía por qué razón le habían ofrecido aquello, y lo que más le sorprendía: No sabía por qué estaba tan dispuesto y ansioso por comenzar aquella tarea.
La único respuesta que se le ocurría para explicar su reacción era que había llegado el momento de volver a ampliar su búsqueda. Sus viejos yoes parecían haber despertado. Viajar en una nave que había visitado lugares no vistos por la humanidad conocida. La posibilidad de encontrar otras culturas humanas, que fuesen alienígenas para todo lo que él conocía. La posibilidad de estudiar una maquinaria no humana, de tratar de extrapolar su funcionamiento mas allá de la tecnología concebida por el hombre.
Pero aquello mismo implicaba más cosas. En el momento en que aceptó el trabajo supo que no llegaría a verlo concluido. Él iba a morir en aquella nave. Más concretamente, en el exterior de aquella nave.
¿Existía el destino? ¿Había una fuerza invisible que guiaba sus pasos? ¿Un ente todopoderoso que manejaba sus hilos y decidía por él?
Se negaba a creerlo. Sus decisiones eran el fruto de sus deseos, de sus elecciones. Pero la trampa ya estaba tendida. Su decisión ya estaba condicionada por la visión, y las sensaciones que ésta le provocaba.
Si no iba, actuaba movido por su deseo de demostrar que aquella visión no era cierta. Si iba, en cierta medida también era por ese motivo; para demostrar que no creía en ella, que él era el único dueño de sus actos. Que no creía en aquello que le había sido mostrado.

En el fondo nunca tuvo opción.
Por mucho que tuviese dos elecciones posibles, sólo podía tomar un camino.
Aquella lucha interna no tenía sentido. Lo sabía. Él era un hombre consciente. Sólo le quedaba tomar la elección correcta.
Su elección.

Javier Albizu

El maquinador

El maquinador
- Entonces tenemos un trato.
Joseph Crimlain estaba complacido. Aquel no era el nombre por el que lo llamaba la gente desde hacía mucho tiempo, pero él seguía pensando en sí mismo bajo aquel apelativo.
- No me deja mucha elección.
- Esa es la clase de acuerdos que más me gustan - Joseph sonrío y extendió su mano. El presidente Keane dudó unos momentos antes de estrecharla, pero finalmente cedió. Fue un apretón fuerte, prolongado, como si el presidente de la ciudad de Vashul tratara de mostrarse superior a él por lo menos en el aspecto físico.
Joseph estuvo a punto de sentir una punzada de preocupación al abandonar el edificio. Quizás aquel último comentario había sobrado. Tampoco era conveniente el buscar el malestar, o enemistarse de manera gratuita con alguien tan poderoso como Keane. El pobre hombre lo había hecho muy bien. Le había dado una pelea mucho más reñida de lo que esperaba, dada la situación en la que le había dejado el cargo su antecesor. En cierto modo no podía evitar el sentir algo parecido a la simpatía por él y sus muchachos.
Los últimos dos años habían sido interesantes. Desde que el último de la larga tradición de presidentes-pelele, Cyrus Gronholm, no resultase reelegido (para sorpresa de propios y extraños), siendo superado por la plataforma tecnócrata que encabezaba el desconocido Emerson Keane, las cosas habían cambiado mucho en la ciudad. Habían cambiado para bien para los habitantes de la megalópolis, y para no tan bien para las sedes de las corporaciones ubicadas en ella.
Joseph se encontraba en una curiosa tesitura. Él, el gran escéptico, el intrigante que no conocía lealtad ni señor más allá de sí mismo. Nunca se había considerado orgulloso de su ciudad de nacimiento. Vashul nunca había sido una ciudad de renombre. Sí, había sido la primera colonia que se construyera en el planeta que llevaba su nombre (al menos la primera Vashul, construida hacía más de dos mil años, lo fue. La que existía en la actualidad era la tercera Vashul construida en el mismo emplazamiento). Ni siquiera era la ciudad-estado más poderosa del planeta. Pero ahora las cosas parecían cambiar a mejor, y no podía reprimir un cierto sentimiento de apego hacía sus raíces.
- Nacionalista. A mi edad – No podía evitar reírse ante lo que implicaban aquellas palabras.
No. No se sentía orgulloso de la tierra que le viera nacer. Tampoco se sentía orgulloso de aquel momento concreto que le estaba tocando vivir; la primera tecnocracia auténtica de la edad moderna. No, definitivamente no era orgullo, sino curiosidad. ¿Cuánto tardarían Keane y los suyos en caer en las corruptelas del poder? ¿Cuánto tiempo mantendrían su tan cacareada integridad?
Joseph había sobrevivido a quince gobiernos. Algunos habían nacido corruptos, y otros con la mejor de las intenciones, pero todos habían acabado igual. Y él, al igual que hiciera con algunos de los anteriores “representantes del pueblo”, ya había plantado la primera semilla para su caída.
De cualquier manera, aquello no iba a interferir en sus planes. Tenía preocupaciones más apremiantes que todo aquello.
- ¿Willhem? ¿Qué más tenemos para hoy?
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- Usted va a retirar esos cargos.
- Pe..pe..pero no me puede pedir eso. No tiene la menor idea de lo que me hizo esa mujer.
- No se sofoque, señor Svenson. Ya hablamos de todo esto en su momento.
- Sí, pero en aquellas conversaciones no se habló nada acerca de que me disparasen.
- Aún así. Usted se comprometió a entregarnos a la señorita Cameron. En la cárcel no nos es de ninguna utilidad. Si no cumple con lo pactado, nos veremos obligados a rescindir nuestro acuerdo, y es posible que el Alto Mando de las Fuerzas de Pacificación se haga con información perjudicial para usted.
- ¿Me está usted amenazando?
- Por supuesto – La expresión en el rostro de Svenson no tenía precio. Sabía que el silencio que vino a continuación era el prólogo a la respuesta que estaba esperando.
- De acuerdo – Aquellas palabras sonaron como notas arrancadas de manera dolorosa con un instrumento arcaico de las cuerdas vocales de Svenson – retiraré la acusación.
Para ser alguien tan inteligente, Svenson no era un tipo muy listo. Cualquier persona con dos dedos de frente y un poco de visión periférica para las negociaciones, habría podido ver las implicaciones negativas que supondría aquella amenaza para la corporación.
Durante mucho tiempo Svenson había vendido secretos militares a la Mycroft, a cambio de sustanciosas cantidades de dinero. Descubrir aquello habría destruido su carrera, pero el detener la investigación que habría generado aquello hubiera supuesto un coste muy alto, tanto económico, como de imagen ante el ejército.
En fin. Otro problema resuelto. El día se estaba mostrando de lo más productivo.
- ¿Willhem?

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- Buenas tardes, Señor Presidente.
- Siéntese, Stephen – desde hacía más de treinta años, Joseph se hacía pasar por Stephen Crimlain. El hijo que nunca adoptó y pupilo al que nunca preparó.
- ¿Ha tenido éxito en las negociaciones con el tecnócrata?
- Las negociaciones han llegado finalmente a buen término.
- Sé que este proyecto era algo muy importante para usted.
- Atlantis fue el sueño de mi padre.
Setenta años atrás Joseph se había hecho con la, llamada por su autor, “Fórmula Panacéica”. Un cóctel químico que ralentizaba de manera notoria su envejecimiento. A sus ciento veintisiete años apenas aparentaba los sesenta que rondaba cuando experimentó por primera vez con la fórmula.
Aquello, aparte de ilegal, era algo que no deseaba compartir con el mundo. Sólo una persona había sido partícipe de la existencia de aquel secreto: Mark Roxon, quien fuera el máximo dirigente de la corporación hacía ya cuarenta años.
Joseph no sentía ninguna afinidad especial por aquel hombre. Se trataba más bien de una relación de respeto y temor mutuo. Ambos eran hombres prácticos, y sabían de la necesidad de mantener según qué clase de secretos.
Joseph necesitaba de la ayuda y recursos de Roxon para fingir su muerte y su posterior reaparición, mientras que Mark simplemente necesitaba a Joseph, quien, desde siempre, había sido el brazo ejecutor encargado de la totalidad de los trabajos para-legales de la corporación (con los conocimientos que aquello implicaba).
Tras la muerte del “padre”, ambos orquestaron la sorprendente aparición de Stephen Crimlain, (desconocido) hijo adoptivo (y de un increíble parecido físico) del difunto Joseph Crimlain. También juntos acallarían todos los rumores que aquello despertó (así como a los que los propagaron o investigaron).

Después de Roxon se habían sucedido otra serie de directivos, hasta llegar al actual: Richard Cross, el hombre que se encontraba en aquel momento sentado ante Joseph.
Cross era un hombre receloso, pero competente. Como todo buen directivo había dado y recibido su buena dosis de puñaladas traperas, lo cual había hecho que desarrollase una paranoia moderada. Joseph no tardó ni dos meses en desenterrar los primeros cadáveres que guardaba en su armario, y ofrecer su más leal y sincera ayuda para que permaneciesen allí ocultos.

Atlantis había sido el gran proyecto de Joseph. De no haber sido por él, lo más probable habría sido que hubiese abandonado la corporación hacía muchos años. Atlantis. Una de las siete naves generacionales que partieran de la vieja tierra hacía ya más de cuatro mil años.
Si bien el descubrimiento de aquel artefacto fue una mera casualidad, Joseph no había dejado ninguna otra parte del proyecto al azar.
La vería surcar el espacio de nuevo, y recorrer a la inversa la ruta que la llevó hasta el planeta desabitado en el que la encontraron. Descubriría los planetas colonia que dejó en su trayecto… y encontraría a la raza alienígena que reformó la nave, y al humano que habían encontrado durmiente en su interior.
Habían pasado más de cincuenta años desde que se comenzase a investigar aquella tecnología, y aún quedaban enormes incógnitas sobre su funcionamiento y potencial. Pero ya había esperado demasiado. Aquel año la nave abandonaría el astillero orbital en el que se encontraba, y partiría desde Vashul en su viaje.

La existencia del proyecto Atlantis era algo demasiado grande como para ocultárselo a cualquiera de los altos directivos, y Cross no era una excepción. Sí que había logrado mantenerlo en secreto para el público general, pero el dinero, materiales y gente como para llevar a cabo y mantener aquella empresa era imposible de ocultar para la corporación.
Algunos habían puesto pegas y otros directamente habían tratado de ponerle fin, pero Joseph se había ocupado de todos ellos. La Atlantis volaría.
Pronto.

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- ¿Señor?
- Por favor, no sea tan marcial conmigo, señorita Fainker – Le gustaba aquella joven, pero había ocasiones en las que su cortesía militar le incomodaba. Disfrutaba manipulando a los pretendidamente disciplinados e inmutables, casi tanto como con un buen reto. Pero con ella había ocasiones en las que no sabía cuando estaba siendo marcial, y cuando burlona.
- Disculpe, señor Crimlain – Ahora, por ejemplo, le parecía que le estaba pinchando – Ya sabe, la costumbre.
Elena Fainker había sido una presa relativamente fácil. Demasiado fácil para poseer una mente táctica tan brillante. Pese a sus diferencias, eran muy parecidos. Ambos lograban que la gente hiciera lo que ellos querían. Elena inspiraba confianza a quien estaba con ella, pero Joseph sabía que era una cercanía calculada. Inspiraba lealtad y seguridad, mientras que él manipulaba sus miedos y ambiciones. Ambos eran dos personas con las ideas claras. Dos ganadores. Quizás por eso disfrutaba tanto de su compañía.
- Abandonó el ejército hace más de ocho años. Esas costumbres también deberían haber desaparecido.
- Haré cuanto esté en mi mano, Señor – Ahí estaba pinchándole de nuevo. Sabía que aquello no sólo le molestaba, sino que también le gustaba. Le caía bien aquella joven.
- ¿Ha hablado ya con su amiga?
- No, Señor… Disculpe… Señor Crimlain. Aún no he tenido ocasión.
- ¿Dónde la han alojado?
- En el Verhauer, Señ… – Se interrumpió a sí misma. Sabía que estaba fingiendo todo aquello, sus ojos la delataban, como ella quería que hicieran. Joseph no pudo evitar sonreír.
- Nivel diecisiete. Espero que merezca la pena el gasto.
- Lo merece. Sin duda.
Jane Cameron era una gran piloto de caza, y una navegante muy capacitada. Tres meses antes había sido encarcelada por agresión a un superior y espionaje (no demostrado). Todo aquello había sido orquestado por Joseph. Necesitaba a alguien como ella para el proyecto Atlantis, y por su perfil, sabía que la señorita Cameron no abandonaría el ejército por dinero.
Tenía informes de navegantes más capacitados que ella, que no habrían dudado en aceptar una oferta de la corporación, pero Joseph quería a aquella joven. Los demás eran todos muy competentes, muy disciplinados, demasiado estrictos con la reglas. No, él necesitaba a alguien indisciplinado, alguien independiente, capaz de saltarse las normas e improvisar. En aquella nave, iba a necesitar de toda su capacidad de reacción.
Elena había coincidido unos años con ella durante su estancia en el ejército, y sus informes no hacían sino confirmar y completar los que le había proporcionado sus otras fuentes.
Por supuesto, Elena no sabía de la encerrona a su amiga (o, caso de saberlo, no había dado muestras de ello). Pese a ser una profesional y mantener las distancias para con sus subordinados, la manera en la que le había hablado sobre aquella mujer, la manera en que había recibido la noticia de su detención, y cómo le había afectado, le daba a entender que existía una profunda amistad entre ambas.

El deslizador aterrizó en el hangar superior del hotel Verhauer con suavidad.
- ¿Puedo confiar en que aceptará nuestra oferta?
- No puedo asegurarlo con completa certeza, pero lo daría por hecho.
Elena abandonó el deslizador, dejando a Joseph solo con el piloto.
- ¿Señor? – escuchó a través del comunicador.
- No partiremos aún. Puede tomarse un descanso.
Joseph se conectó al sistema de vigilancia del hotel. La corporación Mycroft les había vendido e instalado aquellos sistemas, así como las puertas traseras y códigos para acceder a ellos sin ser detectados. Lo cierto es que habían hecho un buen trabajo. Podía moverse por la habitación como si estuviera en ella.
La señorita Cameron no se encontraba en el salón. Los detectores de movimiento le dijeron que se encontraba en el compartimiento de limpieza y relajación. Después de tres meses encerrada le pareció algo de lo más normal. Accedió a los registros. Había accedido a aquel compartimiento tres horas antes.
- Tiene una visita – Una impersonal voz masculina informó a la ocupante de la habitación.
- ¿De quién se trata?
- La señorita Elena Fainker – Dada la rápida reacción de Jane, Joseph dedujo que le alegraba la noticia. No pudo comprobar su expresión facial en el momento, pero sí la rapidez con la que se puso el albornoz y abandonó su terapia relajante.
Había preferido “esperar” en el salón. Joseph aún conservaba algún atisbo de pudor, lo cual le sorprendía, dada su notable carencia de escrúpulos para casi cualquier cosa.
- Hágale pasar – Apenas había tardado un minuto en ponerse presentable.
Elena atravesó el umbral de la puerta. Había algo distinto en su manera de caminar. Algo extraño que no sabía definir. Tardó unos momentos en asimilarlo. No recordaba haberla visto nunca tan relajada. Aquella no era “su” Elena.
Por el contrario, Jane pareció tensarse al ver entrar a su amiga, pero aquella reacción apenas duró antes de que se abalanzara sobre ella. Ambas se abrazaron durante unos momentos.
- ¿Qué tal estás? – preguntó Elena mientras la separaba con sus brazos, y miraba el rostro de Jane con alegría y una pizca de preocupación.
- Todo lo bien que puedo estar con los pies puestos en un planeta – La señorita Cameron fingía aflicción.
- Eres una desagradecida. ¿Has visto todo lo que tienes en esta habitación?
- No esta mal.
- Si lo prefieres te devuelvo a tu celda.
- ¿Has sido tu quien ha pagado mi fianza?
- Que más quisiera. No tengo tanto dinero.
- No es eso lo que he oído. Se dice que Fainker “el” terrible se forró al dejar el ejército.
- No me quejo de mi sueldo. Pero tú, cuando te metes en líos, no te andas con chiquitas.
- Aún fui suave con ese cabrón.
- ¿Y las otras acusaciones?
- Sabes de sobra que nunca habría traicionado al ejército.
- Pues parece que ellos no lo tienen tan claro.
- Cambia de tema. No me apetece hablar de eso.
- ¿Te apetece que salgamos por ahí y rompamos unos cuantos corazones?
- Paso. Además, no es por eso por lo que has venido.
- Algún día tienes que decirme qué es lo que hago mal para que me descubras siempre – ¿Inseguridad? Definitivamente, aquella no era la Elena que conocía.
- ¿A qué has venido?
- A proponerte que te vengas a trabajar conmigo.
- ¿Qué quieres que pilote? ¿Un carguero de la corporación?
- No. Quiero que pilotes esto – Elena introdujo la unidad de información en el proyector de hologramas de la habitación. Tras actuar sobre los controles, una proyección de la Atlantis apareció entre las dos mujeres.
- ¿Y qué es esto? ¿Un caza amorfo?
- ¿Un caza?
- Treinta metros de longitud y cuatro de altura. Un transporte de tropas no va a ser. ¿Y qué clase de motores son esos? Parece sacado de alguna…
- Te equivocas en la escala.
- ¿¡Eso son kilómetros!? – A Joseph le gustó el brillo en los ojos de aquella mujer. Ya era suya. Se desconectó del sistema de vigilancia, y se dirigió a su piloto.
- Podemos irnos.

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Fin de la jornada. El día había resultado más provechoso de lo que esperaba en un comienzo. Las piezas iban encajando de la manera que él había buscado. Aún quedaba algún que otro pequeño detalle, pero los informes que había recibido del resto de candidatos eran de lo más halagüeños.
- Pronto – se dijo en voz alta – Muy pronto.
Se sirvió una copa de Maltus y la alzó, como brindando con un invitado invisible. Tras el trago, se conectó al canal de películas y seleccionó el modo de invitado. Ya había intervenido en demasiados asuntos aquel día. Por unas horas se permitiría el ser un mero espectador.

Javier Albizu

El ermitaño III

El ermitaño III
- Ya estamos en el Sistema Vanth.
- Ya sabes lo qué debes hacer.
Aquello era lo último que deseaba hacer. Regresar al bullicio, a la falta de intimidad, a no tener tiempo para pensar. Verse obligado a moverse sin descanso… y a la posibilidad de ser detenido por los “crímenes” que cometiera setenta años atrás. La gente tenía mala memoria, pero las máquinas no olvidaban nada. Afortunadamente, al igual que los hombres, las máquinas podían ser engañadas.
Primero navegaría muy cerca de algún carguero automatizado. Copiaría su trayectoria de acercamiento y, una vez dentro de la atmósfera, cambiaría su rumbo para aterrizar en las afueras de la ciudad. Una vez en el planeta se introduciría en la ciudad, gracias a la identificación que había robado al matón que habían enviado a por él. Llegar hasta la oficina de su enemigo ya sería otra historia.
- ¿Qué capítulo toca hoy? ¿Abner súper espía, o Abner hombre de acción? – aquello era algo sin lo que también habría podido vivir muy tranquilo. Tocaba la discusión diaria con su androide.
- Gracias por tu apoyo, Amy. ¿Qué sugieres tú?
- Llámale, y queda con él.
- Que le llame.
- Sí.
- Y el me va a decir: “Pasa, Abner. ¿Por qué has tardado tanto?”
- Tu imitación deja bastante que desear.
- Gracias. No me dedicaré al mundo del espectáculo.
- Les harás un favor.
- ¿Que le llame?
- Sí.
- Cómo se nota que no conoces a Crimlain.
- Tengo de él toda la información que has tenido a bien introducirme.
- Y pese a todo eso, ¿quieres que le llame?
- ¿Sabes que estás siendo muy repetitivo?
- ¿Qué te hace pensar que me recibirá con los brazos abiertos? Introduje en tu banco de datos que traté de matarle, ¿no?
- Así es.
- ¿Entonces…?
- ¿Cuanta gente mandó a por ti?
- Uno.
- ¿De cuántos recursos dispone?
- De todos los de la corporación.
- ¿No te parece que, si realmente hubiera querido llevarte a la fuerza, podría haberse esforzado un poco más?
- Pudo subestimarme.
- Después de eso te dejó un “mensaje” en la estación de la A.P.U.M.
- …eso no quiere decir nada.
- Es verdad. Podría haber ido dirigido a cualquiera que pasase por aquella estación orbital secreta, creada por un grupo de anarquistas paranoides, a la que tú proporcionaste tecnología de la corporación.
- De acuerdo. Hay un vínculo que va hasta mí. Pero era casi imposible de rastrear.
- ¿Ahora quién es el que está ignorando lo que sabe de Crimlain?
- Pudo ser una coincidencia.
- A quien tomas por tonta ahora es a mí.
- Han pasado setenta años.
- Sí.
- Eso es mucho tiempo. Puede estar senil.
- Por eso quieres hacer la “infiltración imposible” en la sede de la corporación.
- Sólo quiero comprobar esa remota posibilidad.
- Te estas comportando como un crío.
- No es cierto.
- Está jugando contigo, y tú le estas siguiendo el juego como un incauto.
- Eso es una estupidez.
- Al niño se le han fastidiado sus planes de hacerse el héroe, y ahora no quiere atender a razones – ya estaba ahí ese tono – pero sabes que tengo razón – aquel maldito tono, entre sarcástico y recriminatorio, tan característico de la auténtica Amy.
- No es cierto – Sí era cierto.
- Eres un crío de ciento treinta años – Odiaba cuando ella tenía razón.
- Puedes decir lo que quieras. No voy a llamarle – ¿Por qué tenía razón tan a menudo? Se suponía que él era más listo. Al fin y al cabo, la había construido y programado.

Amy abandonó la sala dejando a Abner pensativo. Crimlain siempre había sido un manipulador. Cuando aún trabajaban juntos conseguía pulsar sus teclas, obtener las reacciones que deseaba, sin que Abner fuera consciente de ello hasta que era demasiado tarde.
Maldita sea. Él era un genio. Había ocultado más inventos que los que había dado a la corporación. A día de hoy, siete décadas después, sus ideas estaban vigentes, y algunas de ellas aún no habían sido descubiertas por los científicos de ningún sistema. ¿Cómo demonios podía un tipo “normal” manejarlo con tanta facilidad?
Había llegado el momento de acabar con aquello. Dejaría de seguir sus migas de pan para darle el gusto de una entrada teatral… que seguro era lo que el muy cabrón estaba esperando, y listo, probablemente, para convertirlo en una humillación.
El orgullo y la pretendida autosuficiencia siempre habían sido dos de los puntos débiles de Abner. Le habían llevado a cometer muchos errores a lo largo de su vida. Si era tan listo, había llegado el momento de actuar de una manera consecuente con aquel hecho.
Lo odiaba, pero iba a hacer caso del consejo de Amy.
Mientras buscaba de manera furtiva la información para ponerse en contacto con su “Némesis”, deseaba que este le vendiera para acabar en prisión, sólo por tener algo que recriminarle a su androide. A veces le recordaba demasiado a la mujer que había amado y odiado. Había ocasiones en las que se arrepentía de haberla hecho tan igual a ella.
Abner aprovechó para ponerse al día de cómo había evolucionado su ciudad natal durante su prolongada ausencia. Desde el comienzo de aquella huida hacia adelante sólo se había preocupado de cómo había avanzado la ciencia más allá de su reclusión. Lo que encontró no le había impresionado en absoluto. Algunos de sus postulados habían sido aceptados, y otros mal interpretados. De no haberse aislado de la civilización, aquellos años habrían sido mucho más prósperos.
Con respecto a lo social, pocos cambios. Los nombres cambiaban, los nombres de las ideas cambiaban, los nombres de las clases sociales cambiaban. Pero todo seguía igual. Aquellos que pretendían cambios reales, eran ninguneados (cuando no “apartados”) del poder. La inercia continuaba siendo un obstáculo imposible de superar.
Finalmente accedió a los canales internos de la sede de la corporación. Steve, Joseph, Stephen, o como quisiera llamase ahora Crimlain, no estaba en el bloque principal. Accedió a su código de ciudadano, y lo rastreó hasta su casa. Curioso. No esperaba que un hombre como él viviese fuera de la megalópolis. Aún vivía solo. Parecía que él tampoco había sido capaz de olvidar a Amy.
Dudó durante unos segundos antes de acceder a la red personal de aquel bunker que se había construido. ¿Estaba siguiéndole el juego con aquello? ¿Lo habría previsto? Las protecciones parecían buenas, pero nada que él no pudiera sortear. ¿Era aquello demasiado fácil, o él era demasiado bueno?
A la mierda con todo aquello. Estableció la conexión.
Los sensores de la casa, le indicaron que sólo había alguien en el salón. Accedió a las cámaras, y lo vio sentado. Se encontraba como espectador pasivo de una película online.
- Interrumpimos la programación de hoy para ofrecerles la siguiente noticia – No lo podía evitar. Adoraba las entradas teatrales.
- Abner – Su voz no ofrecía signos de sorpresa – Cuanto tiempo sin verte – Aquello empezaba con una decepción.
- Dudo que se trate de una sorpresa – Trató de parecer seguro de sí mismo, y ser él quien llevara las riendas de la conversación.
- De acuerdo. No es una sorpresa – Vaya sorpresa, pensó.
- Te conservas muy bien para tu edad.
- Podría decir lo mismo de ti pero, dado que lo que me ha permitido llegar hasta esta edad es invento tuyo, tu aspecto tampoco es algo que llame mi atención.
- ¿Posees la Formula Panacéica?
- Siempre tan teatral. Incluso al poner nombre a tus descubrimientos.
- Eso no es posible. Al largarme destruí toda la información referente a ella.
- Tú mejor que nadie deberías saber que la destrucción total es algo altamente improbable.
Siglos antes de su descubrimiento, muchos habían experimentados con prolongadores de la vida, pero todos ellos habían topado con el mismo problema: Secuelas psicológicas. El cuerpo envejecía de manera más lenta, pero la mente terminaba por no adaptarse al proceso. Todos aquellos en los que se experimentaban esta clase de sustancias acababan desarrollando problemas mentales (o amplificando los ya existentes).
Pese a la ilegalidad de las investigaciones en ese campo, era conocido que los estudios al respecto continuaban llevándose a cabo. La búsqueda de la inmortalidad era algo tan viejo como el hombre. Por lo general, aquellos experimentos eran llevados a cabo de manera clandestina, financiados por hombres de poder (muchas veces aquellos que habían promulgado y defendido su desaparición), pero no había indicios de que alguien hubiese logrado una formula perfecta.
Abner había logrado dar con una formula sin efectos secundarios (o al menos él no había notado, o aceptado tener ninguno durante los años que llevaba medicándose con ella). Pero dado que estaban prohibidos aquella clase de estudios, no dio a conocer aquel descubrimiento al mundo y, una vez abandonó la civilización, trató de borrar todo vestigio de su existencia.
Al parecer, en aquello sí que había fracasado.
- ¿Qué quieres de mí? – Se estaba arrepintiendo de aquello por momentos. Cuanto antes acabase, mejor.
- Quiero ofrecerte trabajo.
- Debes estar de broma – Aquello tenía que ser alguna encerrona.
- Accede al sector de datos A-T-uno. Acabo de anular los bloqueos, y podrás acceder a él… ahora – Definitivamente, había sido demasiado fácil. Su ego desorbitado le había vuelto a jugar una mala pasada.
La mente de Abner fue bombardeada con unas imágenes vagamente familiares. Ante él aparecieron los planos de la nave colonial “Atlantis”.
- Así que la tienes tú – Había sabido del emplazamiento de aquel artefacto perdido mientras investigaba sobre el paradero de Crimlain.
- En efecto – Pese a la pretendida falta de énfasis en aquellas palabras, Abner detectó un cierto tono de sorpresa e incomodidad en la voz de Crimlain. Aquello parecía ir mejorando.
- Parece que el proyecto de reconstrucción va bastante avanzado.
- Ni la mitad de lo que habríamos avanzado de estar tú al cargo – Aquello lo pillo totalmente por sorpresa.
- Cierto – dijo tratando de fingir indiferencia – Tan sólo en el ensamblaje de esta sección – hizo ampliar parte de la vigésimo segunda cubierta – debéis de haber tardado más de dos años, y se ha hecho mal.
- Es muy probable. ¿Te interesa encargarte de ello?
- Desbloquea la sección de datos A-T-Alfa, y hablaremos.
- Hablaremos ahora – Crimlain parecía molesto ante aquella contestación. Parece que el día no iba a ser un completo desperdicio.
- Abner Biuler, desconectándose.
- Espera.
- No voy a negociar contigo. O seguimos mis reglas, o me largo.
- De acuerdo.
- Desbloquea también A-T-Prima y A-T-Sigma. Ah… también A-Siete-Omega.
- Hecho – Otra vez esa sensación de que estaba siendo todo demasiado fácil.
- ¿Qué me ocultas? – Aquella pregunta parecía alegrar a Crimlain.
- Tendrás acceso a todo lo que me pidas – A todo lo que le pidiera, pero no a todo aquello que existía. No a lo que no estaba a simple vista.
Aquello era impresionante. El proyecto de una vida.
Parte de la tecnología era claramente harakani, otra parte era completamente desconocida incluso para él.
No se fiaba de Crimlain, pero lo que le ofrecía era demasiado grande, demasiado apetitoso como para dejarlo pasar. Otra vez estaba en sus garras. Podía decirle que no, pero entonces se buscarían a cualquier inútil que lo estropearía todo. Y lo peor de todo es que él se quedaría con cara de estúpido por haber desperdiciado aquella ocasión.
No tenía opción. Tenía que aceptar.
- Me lo pensaré.
- Tienes dos días – Sabía que lo tenía pillado a través de su curiosidad.
- Necesitaré dos años sólo para comenzar a procesar toda esta información – exageró.
- La nave partirá a mediados del año que viene.
- ¿Pretendes lanzar eso al espacio?
- Sí.
- ¡Pero si en el estado en el que se encuentra no será capaz de salir del astillero! Hay que reorientar los flujos del motor siete. Lo que le han hecho a la conducción de energía no tiene nombre. Los tipos de la sección H-cuarenta están siendo intoxicados por una radiación que provocará mutaciones en su quinta generación.
- Pese a tus balbuceos, deduzco que procesas más de prisa de lo que dices. Nunca había percibido la modestia como una de tus virtudes.
- Dame cuatro años, y la nave podrá viajar.
- Te doy año y medio. El resto arréglalo durante el viaje.
- No te he dicho que acepte.
- Oh. Sé que lo harás.
- Con esa actitud me estas poniendo muy difícil el aceptar.
- La modestia tampoco ha sido nunca una de mis virtudes. Sé que si no aceptas te estarás dando de cabezazos contra las paredes de tu nave hasta que mueras.
- Yo elijo a mi equipo.
- Entre los archivos que he abierto para ti se encuentra el del personal que he escogido como parte de la tripulación. Veras que son tan disfuncionales como tú o yo. Del resto puedes encargarte como más gustes.
- Una última cosa.
- Dime.
- Tú no nos acompañarás en el viaje.
- Bienvenido de nuevo a la Mycroft, señor Biuler.

Javier Albizu