Reunión

Reunión
- ¿Falta mucho? - preguntó Abner.
- No seas vago, y mira tú mismo los monitores - fue la respuesta de Amy.
- Estoy ocupado.
- Deja de trastear con el “mastodonte”, y tendrás más tiempo.
“Mastodonte” era el termino que utilizaba Amy para referirse “afectuosamente” al inmenso exoesqueleto que se había construido Abner para tratar de comunicarse con los harakani a su mismo nivel. Había integrado entre las funciones de Amy la capacidad para llevar a cabo tal función, pero aquella vez sería él quien generase los impulsos, sin necesidad de la “libre interpretación” que hacía la androide de sus palabras.
- Siempre te comportas como un crío cuando nos dirigimos a su encuentro - continuó Amy.
- Perdóname por no ser tan “maduro” y “equilibrado” como tú.
- Una lección que tienes aprendida para el próximo androide que crees.
- Y dale - se quejo para sus adentros Abner - No se cansa nunca de tocar las narices, y lo que más me jode es que tiene razón.
- Alcanzaremos Elistan en ocho horas, treinta y siete minutos - dijo la voz de Mya.
- Gracias. Tú sí que eres un encanto.
- Pelota - Amy se burló de la inteligencia artificial de la nave.
El viaje continuó sin contratiempos, pero a cada momento el nerviosismo de Abner se hacía mayor. Durante casi setenta años su vida había transcurrido en un estado de paz y tranquilidad casi absoluta, pero el último mes se había vuelto demasiado agitada para su gusto. Al abandonar la civilización había dado por cerrados todos sus lazos con ésta, pero parecía que algunos fantasmas de su pasado se negaban a desaparecer.
Y encima aquel condenado aparato se negaba a funcionar bien.
- Sabes que acabarás con jaqueca, como siempre que lo usas - volvió a hablar Amy al rato.
- Cállate y acércame el ajustador manual.
- Me encanta cuando utilizas la terminología técnica para referirte a la maquinaria especializada – dijo Amy entregándole el martillo.
- Siempre que me meto en esta maldita máquina me hago alguna herida con esta juntura - se defendió Abner - Y además, si me dedico a golpear a esta cosa, se me pasaran las ganas de desahogarme golpeándote a ti.
- Veo que hoy estamos de buen humor – le replicó Amy – Más te vale desahogarte ahora, porque no sé que tal se tomaría Kriig las proyecciones de tu frustración.
Abner no podía evitar estar ansioso, a la par que preocupado. Desde que conociera al harakani, siempre le había fascinado aquella criatura.
El descubrimiento y estudio de especies alienígenas era algo que siempre le había apasionado, pero aquella era otra cosa más para la que había nacido demasiado tarde. Para el momento de su concepción todas las razas alienígenas habían sido ya descubiertas o presentadas a la humanidad.
Dado que su gran vocación le había sido arrebatada por la época en la que le había tocado vivir, dedicó su ansia de descubrimientos hacia otros campos, hacia todos aquellos que pudieran dar respuesta al resto de preguntas que la humanidad (y él mismo) se había hecho desde el comienzo de los tiempos.
Pronto desecharía la filosofía, así como los campos teóricos y de elucubración (como gustaba de llamarlos), centrando sus esfuerzos en todo lo que le diera unos resultados palpables. Pero de su mente nunca desaparecería la esperanza de que quedase alguna nueva especie por descubrir, pese a no poder evitar considerarlo como algo englobado dentro de esos campos que había tachado como no viables. Como una ficción o un sueño de infancia.
El tiempo y el azar le demostrarían lo equivocado que estaba.

Ahora era uno de los pocos (sabía que no era el único) que había contemplado a uno de los harakani, pero sería el único que habría logrado comunicarse con ellos por sus propios medios, y no sólo eso, sino que lograría ver el universo como lo hacían ellos.
Llevaba setenta años desarrollando aquel artefacto. Setenta años de frustración y logros parciales. Setenta años de trabajo febril.
- ¿Por qué serán tan condenadamente complicados? - se decía a sí mismo cada vez que sus intentonas fracasaban.
Pero en el fondo daba las gracias a aquella criatura. Gracias a ella había recuperado la ilusión por crear que perdiese hacía ya tanto tiempo. Sabía que cada pequeño fracaso le acercaba más al éxito. Cada fragmento compartido de la percepción de los harakani le hacía desear más.
- ¿Vas a esperar a última hora para probarlo, como siempre? – le interrumpió Amy – ¿O tu ego ha sufrido ya lo suficiente y lo probarás antes de hacer el ridículo delante suyo una vez más?.
- Si me dejas acabar estos ajustes – le respondió Abner dando los últimos martillazos a la juntura rebelde – podré hacer que te tragues esas palabras en breves instantes.
- Sigo sin entender por qué no quieres hacerte un implante neuronal – le dijo Amy, como le había dicho todas las veces anteriores que habían probado el mastodonte – Con uno sencillo tendrías una velocidad de transferencia mucho más estable, a parte de una mayor movilidad.
- Ya te he dicho montones de veces lo que opino sobre las mutilaciones en favor de la tecnología.
- Sí, ya me sé ese cuento. “Lo que pasa es que los científicos de las corporaciones son demasiado vagos como para dedicar el tiempo necesario para desarrollar una tecnología no-invasiva” – dijo Amy, imitando los gestos y la voz de Abner – Lo que realmente pasa es que eres demasiado orgulloso como para aceptar el camino que toma todo el mundo. Si el universo no acepta tus preceptos, el universo está equivocado.
- Blablablablablablabla – se quejó Abner – Deja ya esa cháchara. Ya me la conozco.
- Así me gusta – se burló Amy con una amplia sonrisa en su rostro – Una reacción muy madura, digna de un “genio”. Pero no vas a conseguir desquiciarme. Ese es otro de esos detalles que se te olvidó implementar en mi programación.
- No sabes cuánto puedo llegar a odiarte – gruñó Abner.
- La última vez que cuantificamos tu odio hacia mí la cantidad resultante fue de trescientas quince unidades.
- Es verdad – dijo Abner llevándose la mano a la cabeza – Había olvidado las unidades de odio – Continuó mientras se levantaba – ¿Cuánto había bebido?
- Dos vasos de Colús - le respondió Amy.
- Recuérdame que no vuelva a tomarlo – le pidió mientras comenzaba a desvestirse.
- Ya lo hice en aquella ocasión. Deberías avisarme cuando vayas a hacer esas cosas - se burló apartando la vista del cuerpo desnudo de Abner – Quizás no pueda ruborizarme, pero esa visión es una afrenta contra mi buen gusto.
Ignorando el comentario de Amy, Abner se enfundo en el ajustado traje neuronal que había diseñado para controlar el mastodonte. En un principio los sensores de la maquina se adherían directamente sobre su piel, pero un cierto pudor (aunque hasta cierto punto injustificado, ya que su interlocutor no “veía” o compartía cánones de belleza o estilismo con los humanos) y sobre todo, por el frío que pasaba cada vez que lo usaba.
Tomando impulso, se subió hasta el asiento del mastodonte, y con un pulso firme y decidido se ajustó los anclajes de seguridad de manera mecánica, mientras iba repasando con la vista los distintos indicadores de la cabina. Todo parecía funcionar correctamente.
No sin cierto nerviosismo, apoyó la cabeza contra el respaldo. En aquel momento surgieron los sensores repartidos por todo el asiento, y se ajustaron a la red neuronal del traje. Abner no pudo evitar una sonrisa al recordar el tacto frío de aquellos contactos sobre su cuerpo. Una pequeña victoria lograda, y además, gracias al traje, la transferencia de información era mucho mejor, y no tenía que raparse el pelo cada vez que usaba aquel trasto.
Finalmente, insertó los dedos de sus manos en las aberturas para esa función situadas en los extremos finales de los reposa brazos y cerró los ojos.

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- ¿Se acercan? – preguntó Kriig.
- Atracarán en kilen – respondió la nave, refiriéndose al tiempo que tardarían en acoplarse a ella: cuando las corrientes de ylgur alcanzasen la formación conocida por los harakani como kilen (las corrientes de ylgur son... bueno, mejor lo dejamos así) – Deberías controlar tus niveles de gantú (equilibrio vibracional) – le recriminó – No vaya a pensar nuestro invitado que estas ansioso por recibir su regalo.
- ¿Crees que esta vez funcionará su artefacto?
- Es muy obstinado, y para ser humano, intelectualmente dotado.
- Hay que reconocer sus méritos.
- Sin olvidar su inmunidad al lavado cerebral.
- Eso sería un mérito de tratarse de algo genético, o ligado a su voluntad y control neuronal. Yo optaría por lo primero: una anomalía mutagénica.
- Sea como sea, no te puedes librar de él.
- ¿Quién te ha dicho que pretendo hacer tal cosa?
- Cierto, cierto. Logró desarrollar el Nyali Dyaga.
- Algún día lograré hacerme con el proceso.
- ¿Y entonces qué? ¿Dejarás de comunicarte con él?
- Es posible.
- Sabes que eso no es cierto. Podrías haberme ordenado que transifiriese todos los datos de su nave en cualquier momento. Podrías haber sondeado sus frecuencias de pensamiento para sacar por ti mismo la información que quieres, y ni siquiera se habría enterado. Pero no lo has hecho, porque en el fondo te gusta estar con él.
- No digas estupideces.
- Ambos sois iguales; dos anacronautas. Navegáis por el presente anclados en los tiempos antiguos, tratando de imponer vuestra visión de las cosas (que por cierto es muy similar). Os negáis a adaptaros a los tiempos que corren, y sabéis que éstos no se van a adaptar a vosotros. Pero sois demasiado arrogantes como para reconocerlo, y en el fondo esa pequeña quimera es la que os hace avanzar, el saber que nunca lograréis vuestros objetivos por completo.
- Se te ha olvidado decir lo de “Ambos sois unas rarezas, unos parias en vuestras respectivas especies, y estáis orgullosos de serlo”.
- No se me ha olvidado. Como sé que es algo que te encanta escuchar, he preferido omitirlo.
- Por cierto, me ha gustado lo de anacronauta.
- Lo tendré en cuenta para posteriores sermones.
- Pero con palabras amables no lograrás que admita lo que quieres.
- Reconoce al menos que le tienes simpatía.
- Reconoceré que respeto su tenacidad. Y me encanta que se esfuerce en “comprenderme”.
- ¿Entonces, volverás a interpretar ante él tu papel de alien-misterioso-e-insondable-que-no-comprende-las-acciones-de-las-demás-razas-”alienígenas”?
- Por supuesto. De no hacerlo me perdería el respeto. Además, me divierte cuando se pone tan ampuloso y pedante.
- ¿Y qué hay de aquello de “jamás lograré entender a los humanos”?
- Y no los entiendo. Pero por alguna razón que me supera, algunos de ellos me parecen graciosos. Pintorescos, podría decir. Utilizando una expresión suya “no hace falta que entiendas un chiste para que te haga gracia”.
- Cómo desearía que no hubieras logrado comprender el sentido del humor humano, y lo que hubiera dado por que no lo compartieses.
- Tú eres la que siempre dice que no todo lo humano es inferior a lo nuestro. Reconoceré una cosa más para ti: Antes de conocerle, mi existencia era mucho más aburrida. Para una cosa en la que te doy la razón...
- Yo no comparto su sentido del humor. A mí me parece humillante lo que haces. Y no se qué opinaría él de saber que estas jugando con él. Pero ésta es una pequeña victoria para mí. Al menos has reconocido que te divierte estar con él.
- Es una manera de verlo.
- Dejémoslo así entonces.
- Me gustabas más antes de perder tu carcasa. Tardabas más tiempo en rendirte. Desde que te uniste a la nave has perdido tu instinto mordaz, y tu persistencia dialéctica.

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En realidad esta conversación no fuese “exactamente” así, pero es una “traducción” los más aproximada y aceptable para los estándares de comprensión y comunicación humanos, sin dejarnos llevar por pirotecnias narrativas (algo que pretendemos dejar para vuestro deleite y disfrute en la que tendrá lugar a continuación).

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- Acoplamiento efectuado con éxito – La dulce voz de Mya se dejó escuchar por los altavoces de la sala – Se detecta actividad en sus generadores de atmósfera.
Dentro del mastodonte, Abner realizaba sus ejercicios de relajación. No quería que su nerviosismo fuese proyectado por aquella máquina. Por el momento fracasaba en su intento, y veía ante sí las imágenes que trataba de contener.
- Sigues proyectando – Amy lo estaba disfrutando – ¿Quieres una pastillita? – Agitaba un bote de calmantes con su mano, mientras su inconfundible sonrisa maliciosa se le dibujaba en el rostro.
- No – Los pensamientos de Abner se verbalizaron a través del sintetizador de voz del mastodonte. Cuando estaba “conectado” su cuerpo quedaba completamente inerte – Tengo que ser capaz de hacer esto por mí mismo.
- Tus constantes vitales dicen que no lo estas logrando – Amy continuaba burlándose. La odiaba cuando mostraba tan abiertamente que tenía razón – No sólo eso, sino que vas a más. Y no me vengas con tus reticencias a la química ahora. Llevas más de media vida drogándote con esa mierda de retardador del envejecimiento, y nada más sentarte en esa cosa, te inyecta los amplificadores de señal neuronal.
- Está bien, está bien – gruñó Abner – Dame una maldita pastilla.
Amy se alzó hasta el asiento en el que permanecía inmóvil Abner, separó con delicadeza sus labios, y le introdujo la pastilla. Apenas un minuto después sus signos vitales se normalizaron.
- Ya estamos listos – dijo tras asegurarse de que aquellas nuevas constantes eran estables – ¿A qué estás esperando ahora?, ¿Quieres que te lleve de la manita?
Mordiéndose los labios mentalmente, Abner eligió no responder a aquel comentario. Parecía que los calmantes servían para algo más. Acto seguido ordenó al mastodonte que avanzara.
El amasijo de hierros comenzó a caminar con paso lento y estruendoso guiado por la mente de su pasajero. En el interior de la máquina, Abner, sumido en el trance provocado por los potenciadores psíquicos, no notaba como el suelo vibraba a cada paso, y el sonido de las pisadas le llegaba como algo muy lejano.
Su consciencia se encontraba proyectada fuera del cuerpo, y desde esa posición guiaba los pasos de la máquina. No podía evitar contemplar su cuerpo “desde fuera” cada vez que probaba el mastodonte, y siempre lo veía como el de un extraño. Le gustaba la sensación de ingravidez que le proporcionaban aquellas drogas, y el cuerpo perfecto que creaba para sí mismo en sus proyecciones. Siempre le costaba regresar de nuevo al peso de la carne, y a los dolores y achaques de un cuerpo de ciento veinte años, por muy cuidado y mil veces depurado que éste hubiera sido. No sabía cuánto de aquello era fruto de su sentir interno, y cuánto debido a que se estaba volviendo un adicto a aquella experiencia.
En aquel momento decidió alejar aquellos pensamientos de su mente, pero aquello era algo sobre lo que tenía que pensar. Tenía tiempo, ya lo haría más adelante. Siempre se decía lo mismo.
Sus pasos le llevaron a través de los pasillos de la Raiyel hasta la compuerta de embarque. La pesada escotilla que separaba su nave de la del harakani se abrió con un ruido neumático, dejándolo ante el túnel de acceso a la nave multi vibracional (como le gustaba llamarla).
Aquel artefacto existía en varios niveles de realidad diferentes, y en cada uno de ellos era distinta. Los ojos humanos solo eran capaces de percibir uno de ellos, e intuir aquellos que se solapaban levemente con este “primario”, dando al observador una sensación de inmaterialidad. Pero los sensores del mastodonte estaban preparados para registrar y transmitir al cortex de Abner los distintos niveles vibracionales, así como todo el espectro de radiaciones y frecuencias visuales que había ido descubriendo.
Imbuido en aquel exoesqueleto Abner era incluso capaz de contemplar los pensamientos de otras personas, pues había descubierto que estos eran visibles en algunas frecuencias. Pese a que tendían a ser muy caóticos, los pensamientos de una persona podían llegar a ser entendidos por otros. De cualquier manera, ésta tampoco era tarea sencilla, ya que la frecuencia de vibración de las imágenes proyectadas por la mente humana variaba con cada persona, así como con sus estados de ánimo.
Abner podía contemplar todas las salas que se iban abriendo a lo largo de su camino, a pesar de que no podía acceder a algunas de ellas, ya que el mastodonte, pese a ser capaz de “ver” los niveles en los que estaban construidas, sólo podía vibrar en la frecuencia “humana”. Los conocimientos y la tecnología para construir algo capaz de vibrar simultáneamente a distintas frecuencias, o incluso de variar su frecuencia de una en una, era algo que el hombre aún estaba lejos de lograr.
Finalmente llegó al lugar en el que se encontraba Kriig. El corazón de la nave. La primera vez que llegó hasta aquel lugar, tan sólo fue capaz de contemplar una inmensa sala vacía, pero con cada nueva visita, y las mejoras en la tecnología de los sensores de su máquina, descubría poco a poco las maravillas “ocultas” en aquella estancia.
Ahora era capaz no sólo de ver la portentosa maquinaria de la que estaba repleta la sala, sino de sentir cómo la información era transmitida de unas a otras a través de los conductos nakt. Esta información era interferida por Kriig quien, simplemente con sus manos y el resto de las partes que formaban su “todo”, era capaz de manipularla, introduciéndola de nuevo en aquellos canales una vez modificada y corregida.
Abner sabía que el alienígena había detectado su presencia antes siquiera de escuchar las pisadas del mastodonte y que, al carecer de ojos y oídos, no necesitaba de la comunicación “direccional”, pero en deferencia hacia él (o al menos eso supuso), Kriig se volvió, encarándose hacia el lugar en el que se encontraba.
- Un aluvión de imágenes surgieron ante Abner, proyectadas por los órganos comunicativos ubicados a lo largo de toda la carcasa de Kriig. Aquellas imágenes mostraban primero a un Abner setenta años mas joven. El aspecto que tenía cuando lo conoció, pese a que aquella forma no era ni remotamente humana.
Los sentidos de los harakani eran capaces de percibir una serie de longitudes de onda y espectros del campo visual lumínico, sub lumínico y extra lumínico desconocidos para el resto de razas, aparte de que también eran capaces de percibir la gran mayoría de aquellos conocidos, aunque para aquellos que no eran capaces de percibir por sí mismos, habían creado máquinas que suplieran estas “deficiencias”. Algo tan sencillo como la forma humana, para ellos era igual a la suma de las interferencias que causaba el cuerpo en todas estas longitudes de onda. Igual a los armónicos que generaban éstas, algunas al atravesarlos, y otras al ser parcial o totalmente interrumpidas por la barrera que representaba lo físico. Pero no sólo esto, ya que también eran capaces de percibir “visualmente” las interferencias que creaban lo que para nosotros está englobado en otros sentidos como el oído o el olfato.
La forma en la que era representado Abner era una masa informe de colores que vibraban en diferentes frecuencias sónicas y del espectro visible. Había colores con texturas propias y casi sólidas, colores que iban más allá de la sencillez de una paleta plana, para expandirse hasta alcanzar cuatro dimensiones. Sonidos que Abner podía “palpar” mentalmente gracias a los sensores del mastodonte. “Olores” que no existían pero cuyo “tacto” podía sentir.
Aquellos eran los recuerdos de Kriig proyectados por él mismo. El universo no era tan sencillo como cosas ocupando un espacio hasta entonces ocupado sólo por el aire. “Todo” estaba ocupado por cientos de miles de “cosas” al mismo tiempo. Las “imágenes” proyectadas por Kriig se solapaban o interactuaban sobre todo lo que “existía” simultáneamente en aquel lugar.
Lentamente la forma fue cambiando, mostrando la evolución y cambios que había sufrido su cuerpo a lo largo de las ultimas décadas, mientras a su lado iban pasando ampliaciones de las zonas más arrugadas, así como de las manchas, alteraciones y deterioros que habían surgido en partes tanto internas como externas de su cuerpo. (Aquello podría traducirse como un “Hola. Cuánto tiempo. ¿Qué tal estás?” Aunque quizás sobrase el “Hola”).

Mientras la carcasa de Kriig se encontraba “orientada” hacia Abner, el resto de su ser continuaba haciendo sus funciones. Lo que Abner consideraba su mente, estaba situado en medio de un haz de luz caleidoscópica, ubicado cerca del extremo opuesto de la sala al que se encontraba el mastodonte. No es que tuviera forma de cerebro ni nada por el estilo pero, de manera regular, éste percibía como surgían de aquella especie de pequeño amasijo de esfera gótica, impulsos hacia el resto de lo que Abner consideraba las partes que componían al alien (aunque había algunas de las que no sabía con seguridad si se trababan de partes de la nave).
Al lado de muchas de esas partes, los sensores también percibían pautas similares a las de Kriig. En un principio Abner creyó que se trataban de más “partes” del harakani, pero éste le explicó que se trataba de Shu´Tu´Nir. Otro harakani el cual, debido a la pérdida irreemplazable de su carcasa, se vio obligado a quedarse confinado dentro de la nave ya que, fuera de ella, habría acabado dispersándose. Con el paso del tiempo él (lo que sería su “mente”) y la nave se habían fundido completamente. Lo que percibían los sensores del mastodonte eran las proyecciones del resto de su ser.
- Abner dudó antes de “decir” nada. Pese a que no era su deseo y trató de contener esas dudas, éstas fueron proyectadas como una serie de imágenes de si mismo disminuido ante una criatura informe de proporciones colosales.
Una vez controlado este pequeño descuido, pasó a saludar a Kriig como había hecho en las últimas ocasiones. Se abrió un pequeño compartimiento situado en la parte superior del mastodonte, dejando ver su valioso contenido, el Nyali Dyaga. Aquel era un mineral artificial con una característica muy especial: A pesar de vibrar en el espacio “humano”, cuando era tocado por la carcasa de un harakani vibrando a esa misma frecuencia, el mineral comenzaba a vibrar en más y más frecuencias simultáneamente, lo que llevaba a que, por un instante, pasase a ser completamente “opaco”, impidiendo que absolutamente nada lo atravesase, para al instante siguiente, dejar de vibrar, desapareciendo por completo. No se transformaba en ningún tipo de energía, sino que pasaba de existir a dejar de hacerlo. En aquel momento el espacio que había ocupado pasaba del vacío absoluto a un big bang en miniatura, en el que, de la nada, volvía a surgir la energía necesaria para rellenar aquel vacío. Pero había algo más aparte de un mero estallido de energía. Ante los ojos y sentidos de aquellos que se encontraban presenciándolo, en el corazón de aquel evento tenía lugar lo que parecía ser el nacimiento del universo. En aquel lugar y por unos segundos se abría una ventana que mostraba el origen de todo lo que existía.
Los sentidos se veían abrumados ante la avalancha de sensaciones, y las máquinas no eran capaces de registrar, codificar o almacenar aquella información. El recuerdo de aquella visión duraba tanto como la experiencia misma. Una vez finalizada ésta, tan sólo quedaba el vago recuerdo de haber presenciado algo único. Algo que dudaba que nadie más hubiera contemplado.
Después de aquello, silencio. Los sentidos tardaban en regresar, y la mente trataba de comprender todo lo que había visto, pero no era capaz. Ninguna mente humana o alienígena era capaz de hacerlo.

Abner activó los filtros y cortafuegos que había instalado para separar los pensamientos que proyectaba de aquellos que debían permanecer como privados. Hasta que había “soltado” la imagen de inseguridad, confiaba en poder contenerlos sin ayuda externa, pero después de aquello prefería ir a lo seguro. Tomando aire mentalmente se dijo a sí mismo:
- En fin. Vamos a ello.
- Flotando en el espacio situado entre Abner y Kriig, apareció una pequeña porción de vacío estelar, en cuyo centro se encontraba la versión miniaturizada de lo que Abner recordaba de la ”Ircant III”, la nave que pilotaba cuando encontró al alienígena. Aquella era una libre interpretación del sector espacial en el que se encontraba, y tanto la posición de las estrellas, como los detalles del fuselaje de la nave, no eran demasiado exactos. Kriig lo sabía, tenía muy buena memoria. A Abner le parecía que quedaba bonita aquella estampa, y no le daba mayor importancia a esos detalles. Acercándose a gran velocidad, entraba en escena un enorme crucero, que disparaba toda clase de rayos contra el indefenso bajel. Abner no recordaba que clase de nave era la que le perseguía. Sólo tenía una imagen de radar, que no era especialmente descriptiva. De cualquier manera, prefirió dejar libre su imaginación y, de paso, ensanchar un poco su ego en lo referente a aquella pequeña batalla.
La “cámara subjetiva” de la mente de Abner fue acercándose a gran velocidad hasta la nave y, atravesando el casco (permitiéndose el “narrador” la licencia poética del visionado de parte de la circuitería que recorría los huecos entre el armazón y las paredes internas). Llegó hasta la sala de control, donde se veía a un Abner más joven sentado en la silla del piloto, manejando con frialdad los controles (aquello tampoco había sido así, y Abner lo recordaba perfectamente. Él se movía como un poseso pulsando botones, tratando de zafarse de su perseguidor. Pero prefería dar una buena impresión a su contertulio).
Tras varias maniobras imposibles (físicamente imposibles en el espacio), uno de los motores fallaba debido a la tensión a la que lo habían sometido las acrobacias espaciales de Abner. Era acertado por uno de los disparos de su perseguidor, aunque no le apetecía recordarlo así. La nave, impulsada sólo por la inercia, daba vueltas avanzando fuera de control, cuando era sujetada por los anclajes magnéticos de su perseguidor.
La acción regresaba al interior de la nave. Esta vez se veía a Abner colocándose con calma el traje espacial. Los indicadores de los filtros de emisión del mastodonte se veían saturados. El subconsciente de Abner les estaba dando mucho trabajo. Por el contrario, el cortafuegos no tenía actividad alguna. Kriig no estaba tratando de “leer” las imágenes que Abner quería ocultar. O Kriig se estaba creyendo todo lo que le soltaba Abner, o bien le daba igual. Abner no sabía que le molestaba más.

Ahí estaba lo que buscaba Kriig.
La frustración que sentía Abner se veía reflejada en su metabolismo, y los cambios en su química corporal provocados por esa clase de emociones afectaban a la manera en la que ciertas frecuencias del espectro lumínico lo atravesaban. La resultante (desde el punto de vista harakani y más concretamente desde el punto de “vista” de éste) era una imagen (por llamarlo de alguna manera) tremendamente divertida, y no sólo eso. Al alcanzar ciertas partes de la esencia de Kriig le causaban una honda y placentera sensación. La química de todos los humanos no reaccionaba de la misma manera, ni con la misma intensidad, a los mismos estados de ánimo. Kriig se había encontrado con bastantes más durante su larga vida. Por eso (al menos aquello era parte de la excusa) no había roto el contacto con Abner.

Mientras el álien alcanzaba un estado similar al orgasmo. Abner, que no comprendía el cambio de actividad de ciertas partes de Kriig, continuaba con su relato.

Su nave había sido asaltada, pero su atacante no era alguien desconocido. Abner, tratando de alardear de su dominio de la comunicación harakani, “insertó” en uno de los cuadrantes superiores de la proyección escenas en las que se les veía juntos a él y a Steve Crimlain, su agresor. Se les podía ver colaborando en el laboratorio para, a continuación, pasar a presenciar sus cambios de indumentaria y edad a lo largo de su escalada dentro de los distintos estratos de la corporación.
A cada cambio físico acompañaba también el cambio de percepción que había tenido Abner sobre él, mostrándose en la manera de un oscurecimiento en los escenarios que lo rodeaban, así como un endurecimiento en sus facciones, y un brillo (deliberadamente) diabólico en su mirada.
La mente de Abner trató de sacar a flote más detalles de su relación pasada, pero éste logró mantenerlos encerrados bajo control. El esfuerzo de la doble narración le había provocado una migraña, pero estaba demasiado concentrado como para recriminárselo a sí mismo en aquel momento. No dudaba de que Amy se encargaría de recordárselo.

En el monitor principal de su nave aparecía el sonriente rostro de Steve, mientras los hombres a los que comandaba alcanzaban la sala en la que se encontraba Abner tecleando como un poseso. Tras forzar la puerta, Abner se les entregaba sin ofrecer resistencia. Tras un registro intensivo, era “escoltado” hasta la otra nave.
La acción pasaba acto seguido al interior de la nave enemiga. Los dos antiguos colegas se encontraban sentados frente a frente. Steve tenía una cargante sonrisa en su rostro. Pese a que sus labios se movían, no surgía sonido de ellos (Abner no quería que Kriig supiera por qué le perseguían).
De regreso a la Ircant III, se veía como estallaba uno de sus motores dentro del muelle de atraque del crucero.
De nuevo en la sala, Abner arrojaba de una patada la mesa que le separaba de Steve, y salía corriendo. La gravedad artificial fallaba, y las luces parpadeaban de manera irregular. Conocía de memoria los planos de distribución de aquellos cruceros, pese a no haber visto ninguno antes de aquel día. Mientras corría por los pasillos, ignorado por la tripulación que no sabía que pasaba, y buscaba la fuente de la sacudida, sobre su cabeza aparecía una cuenta atrás. Cuando ésta llegaba a medio minuto Abner entraba en una de las cápsulas de salvamento. Al llegar el contador a cero, todas las pequeñas explosiones que recorrían el crucero se convertían en una enorme llamarada que se consumía a sí misma acto seguido. En realidad habría estallado al menos quince, pero aquello era un detalle sin importancia.
Esta última parte de la narración pareció afectar de alguna manera a Kriig, y una de sus funciones comenzó a emitir unas frecuencias que Abner nunca había visto.

Traducido ésto al lenguaje hablado, era tan sencillo como:
¿Te acuerdas del día en que nos conocimos?
Me perseguía un tipo, y yo creía que murió cuando fue lanzado al espacio
¿No verías qué pasó con él?

A su lado, la nave le preguntaba a Amy por qué no era ella quien traducía. Ésta le respondía proyectando un encogimiento de de hombros, mientras miraba con expresión entre inocente y burlona a Abner.
- Tengo que practicar más antes de volver a intentar esto – se dijo Abner.
- La sala en la que estaba se solapó sobre sí misma, mientras Kriig proyectaba una recreación perfecta de como era la habitación en aquel día. Abner, Amy y el mismo Kriig habían sido borrados por completo de ella, y ni siquiera era capaz de verse a sí mismo.
La carcasa de Kriig se encontraba sentada bajo un haz de luz negra, mientras su “cerebro” analizaba una serie de datos. Su función contemplativa (en otro extremo de la nave) registraba una explosión que tenía lugar en la frecuencia cero, y calculaba la distancia. Sin formular ninguna orden, la nave se dirigía hacia allí.
Definitivamente no le tenía pillado el truco a aquella manera de comunicación. Mientras él proyectaba una “película”, lo que Kriig le mostraba no era para nada comparable.
- Entre los amasijos de hierros de la nave se veían los cuerpos sin vida de la tripulación y los soldados que no habían logrado alcanzar las cápsulas de salvamento. Abner dio gracias de no ver aquello bajo la percepción humana, pero a continuación pasaría a arrepentirse de aquella impresión.
De los cuerpos sin vida surgía una extraña forma de energía. Los sensores del mastodonte no eran capaces de identificarla como nada comprensible. Pero él sabía lo que eran: El último aliento vital de aquellos hombres y mujeres. La vida que escapaba de sus cuerpos. Dibujadas en aquellas formas extrañas se encontraban los últimos pensamientos de todos ellos. La vida de todos ellos pasaba directamente al cerebro de Abner a una velocidad imposible, pero de alguna manera él era capaz de sentir y paladear cada uno de aquellos momentos, e incluso compartir su desesperación durante aquella lucha ya perdida de antemano.
Hasta aquel momento no había pensado (o no había querido pensar) en todas las vidas con las que había acabado al destruir la nave, y aquella visión le obligó a contemplar las consecuencias de aquel acto, la pérdida que representaba aquella matanza para cientos de familias. La culpa que no había sentido entonces le golpeó con dureza, y se sintió como la criatura más vil.

Kriig interrumpió su narración al contemplar la caída de los signos vitales de su invitado. El mastodonte se apagó y Abner comenzó a toser. Amy, preparada para lo que iba a suceder, se apresuró en desconectar todos los cables del traje neuronal, así como los anclajes que sujetaban a Abner. Acto seguido, lo extrajo con facilidad de la máquina, depositándolo en el suelo. Abner temblaba sin control. Aquello había sido una impresión demasiado fuerte e inesperada para él. Su mente se había cerrado por completo para proteger su cordura.

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Abner despertó. Se encontraba en su cámara de reposo y no recordaba como había llegado allí. Trató de hacer memoria, de recordar lo último que había sucedido, pero no lo lograba. Entonces, sin previo aviso, apareció en su mente la imagen de los cuerpos vagando sin vida en el espacio. Pero no era una visión traducida por los sensores del mastodonte, sino visión humana. A las imágenes de los últimos momentos de la tripulación, se le añadía la de los cuerpos. Había visto a demasiados hombres y mujeres desgarrados por el vacío y la descompresión como para no saber lo qué había causado. Sin poder controlarlo, vomitó.
- Buenos días, bello durmiente - le saludó Amy.
- No estoy de humor
- ¿Qué tal hemos descansado? – continuó ella con tono burlón.
- Código desconexión: Siete, siete, cero, dos, cuatro, dos, cero, cinco.
Amy se apagó. En los cincuenta años desde que había creado aquella versión de la androide, era la primera vez que Abner utilizaba aquel código. En otras condiciones se habría sentido culpable por ello. Pese a ser una máquina, era la única criatura que le había hecho compañía en sus largos años de auto impuesta soledad, pero en aquel momento nada podía hacer que se sintiese peor.
- Mya, ¿cuanto tiempo he permanecido en la cámara?
- Ocho días de Ilman.
- ¿Se ha ido Kriig?
- Sí.
- ¿Finalizó su respuesta?
- Amy hizo que el mastodonte lo grabase.
- Reprodúcelo
- ¿Traducción o transcripción sensorial?
- Traducción – Un escalofrío recorrió la columna de Abner mientras respondía. Deseaba a toda costa olvidar aquella visión, pero ésta se negaba a desvanecerse.
- Aparte de ti – comenzó a narrar la voz de Mya – Quince personas más lograron alcanzar las cápsulas de salvamento situadas en la dirección opuesta a la que tú te dirigiste.
Estas cápsulas fueron arrojadas en dirección hacia el planeta Valpur. Pese a que la atmósfera no era habitable para los humanos, habían lanzado un mensaje de socorro antes de la destrucción de la nave. Calculé que tenían aire como para dos días en las cápsulas, y que el rescate llegaría antes de ese tiempo.
Tú, por el contrario, habías sido arrojado en dirección opuesta a la suya, por lo que habrías vagado por el espacio durante más tiempo del que hubieras podido sobrevivir antes de que tu ruta hubiese coincido con alguna transitada. Por esta razón fuiste el único al que ayudé.
- Así que el muy bastardo sobrevivió. Toda esa gente que le seguía murió, y el muy cabrón sigue vivo.
Abner soltó una carcajada desquiciada, mientras la locura trataba de apoderarse de nuevo de su mente. Sus ojos se encontraban fuera de sus órbitas. La ironía de todo aquello le superaba. Él sólo quería escapar. No tenía intención de matar a toda aquella gente, y la única persona con la que no le habría importado acabar, seguía viva.
Mya liberó un gas tranquilizante, en un intento de controlar los niveles vitales de Abner. Al poco tiempo, una vez que Abner se encontró en un estado sugestionable, continuó hablando.
- Hay algo que deberías ver – Sin esperar una respuesta, proyectó las imágenes finales del relato de Kriig.
A unos dos mil kilómetros de donde habían impactado las cápsulas de salvamento de los supervivientes se podía ver una forma no natural. Claramente se trataba de una construcción de apariencia humana.
El diseño era arcaico, pero reconocible. Se trataba de una nave-colonia generacional humana encallada en aquel planeta. Aquellas naves se habían construido hacía más de mil años antes de que la tecnología humana pudiese generar portales de salto. Pero había algo en ella más valioso que el simple valor arqueológico. En su casco se podían ver modificaciones importantes, vestigios de una tecnología que no encajaba con nada que hubiese visto el hombre hasta aquel momento.
Los ojos de Abner se abrieron con curiosidad. Pese al sedante, aquello había despertado su curiosidad.
- Mya – dijo con voz adormilada – Pon rumbo a Valpur.

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Las naves se separaron con suavidad. A bordo de la nave multi-vibracional, Kriig observaba a través de los muros, transparentes a sus sentidos, como la Raiyel se alejaba. En términos humanos, se podría decir que se encontraba meditabundo.
- ¿No has sido demasiado duro con él? – preguntó la nave.
- No.
- Podrías haberle ahorrado muchos de los detalles que le has dado. Podrías no haberte ensañado tanto con él.
- Estoy cansado. No sólo de los humanos, sino también de los míos. Esa obsesión que tienen de convertir en una insignificancia algo como la muerte.
Abner se vanagloriaba de su gran hazaña, de su “magnífico” plan de huida. No hacía falta superar sus cortafuegos para verlo. Todo su aura lo decía. Estaba orgulloso de aquella acción. En aquel momento sentí asco por aquella criatura.
No me he sobrepasado, sólo le he dado algo en lo que pensar. Le he mostrado la consecuencia de su gran acto. No me importa su intención, debería haber sido consciente de la envergadura de su crimen antes de apresurarse a llevarlo a cabo. Por mucho que se empeñe, su vida no es más valiosa que aquellas que quitó.
Pensaba que era alguien distinto. Mi equivalente dentro de su especie. Pero me equivocaba.
- ¿Volverás a verle?
- No. Este chiste ya ha perdido su gracia.

Javier Albizu