El durmiente

El durmiente
- ¡Señor! ¡Señor! – El ingeniero Stulbright no daba crédito a lo que veían sus ojos.
- ¿Qué sucede, Stulbright?
El Ingeniero Jefe Silas era un hombre difícil de sorprender. Había estado rehaciendo aquella nave durante los últimos diez años de su vida, y creía que nada de lo que encontrasen sus hombres en ella iba a ser capaz de sorprenderle. Stulbright tampoco era un novato. También había visto cosas muy raras a lo largo, ancho y profundo de aquella monstruosidad. Silas apretó los dientes y se dispuso a ver qué parte de la estructura fallaba aquella vez, o qué elementos habían decidido funcionar por su cuenta, ignorando alegremente todas aquellas leyes y convenciones científicas que él tan claras tenía en su cabeza.
- ¿De qué se trata esta vez? – Menos de un año para finalizar el proyecto, y aún andaban así. Los archivos históricos decían que se habían tardado diez años en construir aquellas bañeras gigantes pero, por lo que él sabía, la reparación y puesta en funcionamiento de aquella se estaba prolongando por más de cincuenta. Obviamente la corporación no estaba nada satisfecha con los resultados.
- Este panel.
- Esto no es un panel, Stulbright. Esto es una pared – Silas golpeó repetidas veces la pared con la palma abierta, mientras acuchillaba a su ayudante con la mirada. Éste, con expresión entre indiferente y divertida, presionó una de las secciones de la pared con su mano enguantada.
La pared se movió, y Silas, con dificultad, logró mantener el equilibrio sin dejarse llevar por el impulso del que iba a ser su siguiente manotazo.
- Este pasillo lleva a…
- ¿Quién revisó esta sección?
- ¿Señor?
- ¿Fuimos nosotros, o alguno de los equipos anteriores?
- Espere un momento, señor – Stulbright consultó los informes – Nosotros… y el primer equipo.
- ¿Qué resultado dieron los informes?
- En ambos casos: Ningún rastro de actividad energética, y los análisis no mostraron maquinaria ni cableado.
- Entonces ¿Quieres decirme cómo cojones se ha abierto esta condenada pared?
- ¿No es sorprendente?
- Cada día que pasa odio más esta nave.
- ¿Qué hacemos, señor?
- Manda a la cuadrilla de Jensen a inspeccionar los túneles. Quiero un informe en mi matriz de datos en cinco horas.
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Silas consultaba la hora mientras le llegaba el aviso. Su matriz de datos había sido actualizada.
- Cuatro horas y media – farfulló – ¿Por qué les gustará tanto apurar el tiempo? Seguro que han estado tomando algo antes de acabar el informe.
Con paso lento, recorrió el exterior del casco hasta llegar a una de las escotillas de acceso al interior. Una vez más se le había hecho tarde revisando los motores de la nave. Aquellos motores le fascinaban y le aterraban. Hasta soñaba con ellos. Su funcionamiento, su construcción, incluso su misma apariencia se le hacían completamente incomprensibles. Lo mismo había sucedido con los otros cuatro grupos de ingenieros que, antes que el suyo, habían estado tratando de poner en funcionamiento aquella nave. Definitivamente, aquello no era de factura humana.
Una vez en su oficina, y libre de su traje de vacío, se conectó. Tras ver y escuchar el informe, tomó el primer transporte que llevaba a aquella sección. Lo que le faltaba. A los jefazos les iba a encantar aquello.
- ¿Doctor Akagi? – llamó mientras se dirigía hacia el lugar – Me gustaría que se reuniese conmigo en la cubierta noventa y seis. ¿Ya le han llamado? Bien, nos vemos allí – colgó – Perfecto. Esto es jodidamente perfecto. ¿No puedes ir más deprisa, Hopkins? A este paso llegaremos mañana. ¿Quién me mandaría meterme a ingeniero? Tendría que haberme dedicado a la pesca. Como mi padre.
Una hora más tarde estaba allí.
- Decidme, cuadrilla de desgraciados, que nadie ha tocado nada.
- Está todo tal y como lo encontramos – respondió Jensen. Sí, Jensen era un tipo responsable. Seguro que no había dejado que ninguno de sus hombres se acercase.
- ¿Y bien, doctor?
- Al parecer, la habitación estaba esterilizada. No se ven agentes víricos ni bacteriológicos en el exterior de las cámaras. La sala está estabilizada. Sean quienes sean estas tres personas, o no estaban enfermos, o lo que sea que les afectó no ha escapado de esos contenedores.
- A ver si lo adivino, Stulbright – comentó Silas sarcástico - Tampoco hay nada que esté alimentando estos contenedores.
- Así es, señor.
- Entonces… ¡¿Cómo cojones están conservados estos tipos?! ¡A ver! ¡Que alguien me lo explique! Me vais a matar, cabrones. De ésta me da un ataque de algo.
- Debería tomarse un calmante.
- ¡Usted cállese, doctor! Saque estos putos cuerpos de mi nave y que los miren donde sea. Me da igual que los evisceren, que los quemen o que los descompongan molecularmente. Los quiero fuera de mi jodido territorio. No quiero a nadie que no sea uno de mis chicos en todo el maldito perímetro. Quiero que volváis a inspeccionar cada puto centímetro de esta puta nave. Me la suda que sean más de treinta kilómetros, como si son treinta parsecs. Me la sudan las doscientas cubiertas. Me la sudan las paredes. Las tiráis si hace falta. Quiero ser consciente de cualquier bicho vivo o congelado que pisa mi nave. Quiero… quiero… quiero… Déme ese puto calmante.

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- Debo admitir que es impresionante – realmente lo estaba. Stephen Crimlain se encontraba agradablemente sorprendido – ¿Continuáis sin tener la menor idea de cómo funcionan?
- No parece haber ninguna clase de conexión entre la base y las cápsulas. Pero al extraer la primera de ellas, el hombre que se encontraba en su interior pareció despertar, para a continuación ser “atacado” por el tiempo, que parecía haber sido “extirpado” del interior de la cápsula. El hombre envejeció en segundos, y en menos de un minuto ya eran polvo tanto él como sus ropas. Los ingenieros no tuvieron tiempo de reacción.
- ¿Están en cuarentena?
- Cuarentena e investigación. Aunque parece que no fueron expuestos a nada nocivo.
- ¿Me esta diciendo que la del hombre de la cápsula fue una muerte natural?
- Se podría entender como muerte natural de un hombre que, probablemente, llevase ahí varios siglos. Su estado parece similar al de la gente criogenizada.
- Aquellos que salen del estado criogénico no acostumbran a sufrir esa clase de efectos.
- Ya he dicho que su estado parece similar. Pero obviamente no es el mismo.
- Al menos nos quedan estos otros dos para estudiarlos.
- Pero aún no tenemos ningún protocolo para extraerlos de las cápsulas sin que sufran el mismo efecto que su compañero. Los cristales de la base deben emitir alguna clase de radiación (que no somos capaces de detectar) que aísla por completo el interior de las cápsulas.
- ¿Eso es una suposición, o tiene alguna base?
- …
- ¿Profesor?
- … mucho me temo… que todo lo que le he dicho son suposiciones.
- Avíseme cuando tenga algo más sólido.
Crimlain abandonó la sala seguido de los dos guardaespaldas que lo acompañaban a todas partes, y el profesor Mateo Kasarov respiró aliviado. No le gustaba aquel hombre. En realidad no le gustaba su trabajo. Pero al menos pagaban bien.
Volviéndose hacia los sujetos que tenía que investigar, se fijó en el primero de ellos. No debía de tener más de cuarenta años. En su piel no se veían restos de enfermedad alguna, y de no ser por la palidez extrema de esta, diría que aquel era un hombre “sano”. El material transparente en el que se encontraba contenido impedía a los escaners obtener ningún resultado. Para aquellas máquinas, las cápsulas estaban vacías.
En la cápsula central se encontraba el cuerpo de una joven. No aparentaba tener más de veinte años. Al contrario que su compañero, ella parecía dormir placidamente. Mientras él tenía los puños cerrados y el cuerpo rígido. Por el contrario, ella parecía relajada, casi inmersa en un sueño placentero. Aquello era algo que incomodaba a Kasarov. No recordaba haber visto nunca un cuerpo criogenizado, ya fuese para un largo viaje, o por motivos médicos, que no diese alguna muestra de tensión. Se repetía a si mismo que aquellos dos individuos no estaban congelados. Que aquel era un método desconocido. Pero aún así aquella mujer le ponía los pelos de punta. Para alimentar aún más su paranoia, se sentía constantemente observado por aquellos ojos cerrados.
- ¿Qué os sucedió? ¿Quién os introdujo en estos artefactos? – preguntó a los cuerpos inertes. No esperaba obtener respuesta alguna, pero al menos tenía la sensación de hacer algo útil.
Desde que le habían traído aquel artefacto, dos días atrás, lo había sometido a toda clase de pruebas. Todas decían lo mismo. Aquello era un pedazo de material desconocido, que no emitía o generaba ninguna clase de onda o radiación. De no ser por las grabaciones de seguridad que mostraban la desintegración del tercer individuo, habría pensado que lo que se veía en su interior eran estatuas fabricadas con ese mismo material.
Aprovechando que una de las cápsulas estaba vacía, se dedicó a experimentar con ella. Introdujo en su interior elementos orgánicos programados para degradarse en unas horas, con la esperanza de lograr preservarlos en el interior de aquel aparato, pero cada experimento era un fracaso. Dedujo de ello, que los hombres que habían abierto aquella cosa, la habían estropeado.
Estaba casi convencido que los cristales de la base debían de ser los controles, pero la experimentación de prueba y error, jugándose la vida de dos individuos que podían ser muy valiosos para la compañía, no era la opción más viable. Aparte de eso, sólo tendría dos intentos, lo cual no se podía decir que fuese demasiado.
Durante el resto de su jornada laboral, Kasarov se dedicó a contar su vida a aquellos dos individuos cuya atención tenía en exclusiva. Al llegar la hora de irse a casa, apagó el instrumental, se despidió de ellos, y se fue a casa.

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Leire abrió los ojos. No es que le fueran de ninguna utilidad, pero hacía mucho tiempo que había descubierto que aquello tranquilizaba a los demás. Algo había cambiado a su alrededor. Si, José Luis no estaba a su lado, y Eusebio había muerto. Alguien había alterado los flujos que alimentaban el contenedor. Una pregunta menos. Ya sabía por qué se había despertado.
Más allá de la cápsula, la habitación estaba repleta de conversaciones pasadas. No lograba entender la lengua, pero las formas que habían generado aquellas ondas parecían indicar que eran humanos. De manera pausada el sentido iba despertando y estableciendo los enlaces con las distintas frecuencias. Percibía partes del espectro que no había sido capaz de detectar antes. Más cosas sobre sí misma que estudiar.
- Parece que el sentido ha continuado desarrollándose pese al letargo. A ver si esta vez me sirve para algo.
Percibió alteraciones en el campo perteneciente al oído humano. Pisadas, probablemente. Parecía que alguien se movía acercándose hacia ella. Un hombre se detuvo bajo el umbral que daba acceso a la habitación. El cerebro del hombre dio varias órdenes. Sus pulmones se llenaron de aire, y éste fue propulsado por ellos atravesando su garganta y cuerdas vocales. Sus labios emitieron un sonido. Los músculos bajo la piel se compactaban, generando tensión en todo su cuerpo. Posiblemente una posición defensiva. Sus manos sujetaban un instrumento. Por las frecuencias que bloqueaba, Leire dedujo que aquel aparato no era parte de su cuerpo, y que estaba compuesto por partes metálicas de distintas aleaciones. Por el interior de aquel aparato, tenues impulsos eran contenidos por campos energéticos y sólidos. Debía de tratarse de un arma. No había indicios de transpiración interna o externa. Estaba en alerta, pero no la consideraba peligrosa.
Leire no entendió las palabras, pero la situación recomendaba no alterar a aquel hombre. Decidió no moverse. El hombre echó mano a un aparato sujeto en su hombro, y nuevamente habló. Las ondas generadas por sus labios fueron transformadas, y emitidas en diversas direcciones.
- ¿Dónde estoy? – se comunicó, utilizando los canales perceptibles por los humanos. El hombre no entendió sus palabras, pese a que su actividad cerebral parecía tratar de asimilar aquellos sonidos con alguna de las lenguas que hablaba.
El hombre volvió a hablar. Su cuerpo se relajó, y la parte de su cerebro que trataba de adivinar los posibles movimientos de Leire y calcular respuestas para contrarrestarlas, redujo su actividad.
Ambos esperaron unos minutos hasta que otros hombres se les unieron. Uno de ellos trató de comunicarse con ella en diversas lenguas, pero ninguna de ellas era la suya, pese a la similitud de varias. Llamaron a más hombres. Ninguno de ellos tuvo éxito, así que optaron por la grafía y los signos. No sabía cuánto tiempo había transcurrido desde que se sumiera en el letargo, pero las reacciones de aquellos hombres eran muy similares a las que había observado en su antiguo hogar. Ya sabía lo que vendría a continuación.
Análisis y más análisis. Unos superficiales y otros exhaustivos. Las maquinas cambiaban, pero no así lo que le hacían sentir. Los primeros cuarenta años de su vida habían consistido en aquello. No iba a permitir de nuevo aquella tortura. No al menos más allá de lo necesario. No les diría la verdad a las máquinas. Para ellas solo sería una joven humana más. No les diría que su cuerpo se desarrollaba diez veces más despacio que el del resto de los humanos, mientras que su mente lo hacía diez veces más rápido. No les diría la tortura que supuso para ella el confinamiento de casi dos años en el vientre de su madre, antes de que los doctores la extrajeran de su cuerpo moribundo. No les hablaría de los casi treinta años que le llevaría atisbar la cordura, del tiempo que le llevó aprender el funcionamiento de su cuerpo sin ayuda externa. De la frustración, del deseo de abrazar de nuevo la locura al no poder desenvolverse por sí sola con soltura hasta casi alcanzados los setenta años.
Aquella vez sería distinto. Generaría los impulsos que las maquinas y doctores querían ver. Sonreiría y fingiría estar desorientada mientras trataba de adaptarse a aquella sociedad. Respondería a las preguntas que le hiciesen según su conveniencia. No destacaría en nada. Al menos no por ahora. Tenía una nueva vida a su disposición. Esta vez sería una vida normal.

Javier Albizu