El maquinador

El maquinador
- Entonces tenemos un trato.
Joseph Crimlain estaba complacido. Aquel no era el nombre por el que lo llamaba la gente desde hacía mucho tiempo, pero él seguía pensando en sí mismo bajo aquel apelativo.
- No me deja mucha elección.
- Esa es la clase de acuerdos que más me gustan - Joseph sonrío y extendió su mano. El presidente Keane dudó unos momentos antes de estrecharla, pero finalmente cedió. Fue un apretón fuerte, prolongado, como si el presidente de la ciudad de Vashul tratara de mostrarse superior a él por lo menos en el aspecto físico.
Joseph estuvo a punto de sentir una punzada de preocupación al abandonar el edificio. Quizás aquel último comentario había sobrado. Tampoco era conveniente el buscar el malestar, o enemistarse de manera gratuita con alguien tan poderoso como Keane. El pobre hombre lo había hecho muy bien. Le había dado una pelea mucho más reñida de lo que esperaba, dada la situación en la que le había dejado el cargo su antecesor. En cierto modo no podía evitar el sentir algo parecido a la simpatía por él y sus muchachos.
Los últimos dos años habían sido interesantes. Desde que el último de la larga tradición de presidentes-pelele, Cyrus Gronholm, no resultase reelegido (para sorpresa de propios y extraños), siendo superado por la plataforma tecnócrata que encabezaba el desconocido Emerson Keane, las cosas habían cambiado mucho en la ciudad. Habían cambiado para bien para los habitantes de la megalópolis, y para no tan bien para las sedes de las corporaciones ubicadas en ella.
Joseph se encontraba en una curiosa tesitura. Él, el gran escéptico, el intrigante que no conocía lealtad ni señor más allá de sí mismo. Nunca se había considerado orgulloso de su ciudad de nacimiento. Vashul nunca había sido una ciudad de renombre. Sí, había sido la primera colonia que se construyera en el planeta que llevaba su nombre (al menos la primera Vashul, construida hacía más de dos mil años, lo fue. La que existía en la actualidad era la tercera Vashul construida en el mismo emplazamiento). Ni siquiera era la ciudad-estado más poderosa del planeta. Pero ahora las cosas parecían cambiar a mejor, y no podía reprimir un cierto sentimiento de apego hacía sus raíces.
- Nacionalista. A mi edad – No podía evitar reírse ante lo que implicaban aquellas palabras.
No. No se sentía orgulloso de la tierra que le viera nacer. Tampoco se sentía orgulloso de aquel momento concreto que le estaba tocando vivir; la primera tecnocracia auténtica de la edad moderna. No, definitivamente no era orgullo, sino curiosidad. ¿Cuánto tardarían Keane y los suyos en caer en las corruptelas del poder? ¿Cuánto tiempo mantendrían su tan cacareada integridad?
Joseph había sobrevivido a quince gobiernos. Algunos habían nacido corruptos, y otros con la mejor de las intenciones, pero todos habían acabado igual. Y él, al igual que hiciera con algunos de los anteriores “representantes del pueblo”, ya había plantado la primera semilla para su caída.
De cualquier manera, aquello no iba a interferir en sus planes. Tenía preocupaciones más apremiantes que todo aquello.
- ¿Willhem? ¿Qué más tenemos para hoy?
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- Usted va a retirar esos cargos.
- Pe..pe..pero no me puede pedir eso. No tiene la menor idea de lo que me hizo esa mujer.
- No se sofoque, señor Svenson. Ya hablamos de todo esto en su momento.
- Sí, pero en aquellas conversaciones no se habló nada acerca de que me disparasen.
- Aún así. Usted se comprometió a entregarnos a la señorita Cameron. En la cárcel no nos es de ninguna utilidad. Si no cumple con lo pactado, nos veremos obligados a rescindir nuestro acuerdo, y es posible que el Alto Mando de las Fuerzas de Pacificación se haga con información perjudicial para usted.
- ¿Me está usted amenazando?
- Por supuesto – La expresión en el rostro de Svenson no tenía precio. Sabía que el silencio que vino a continuación era el prólogo a la respuesta que estaba esperando.
- De acuerdo – Aquellas palabras sonaron como notas arrancadas de manera dolorosa con un instrumento arcaico de las cuerdas vocales de Svenson – retiraré la acusación.
Para ser alguien tan inteligente, Svenson no era un tipo muy listo. Cualquier persona con dos dedos de frente y un poco de visión periférica para las negociaciones, habría podido ver las implicaciones negativas que supondría aquella amenaza para la corporación.
Durante mucho tiempo Svenson había vendido secretos militares a la Mycroft, a cambio de sustanciosas cantidades de dinero. Descubrir aquello habría destruido su carrera, pero el detener la investigación que habría generado aquello hubiera supuesto un coste muy alto, tanto económico, como de imagen ante el ejército.
En fin. Otro problema resuelto. El día se estaba mostrando de lo más productivo.
- ¿Willhem?

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- Buenas tardes, Señor Presidente.
- Siéntese, Stephen – desde hacía más de treinta años, Joseph se hacía pasar por Stephen Crimlain. El hijo que nunca adoptó y pupilo al que nunca preparó.
- ¿Ha tenido éxito en las negociaciones con el tecnócrata?
- Las negociaciones han llegado finalmente a buen término.
- Sé que este proyecto era algo muy importante para usted.
- Atlantis fue el sueño de mi padre.
Setenta años atrás Joseph se había hecho con la, llamada por su autor, “Fórmula Panacéica”. Un cóctel químico que ralentizaba de manera notoria su envejecimiento. A sus ciento veintisiete años apenas aparentaba los sesenta que rondaba cuando experimentó por primera vez con la fórmula.
Aquello, aparte de ilegal, era algo que no deseaba compartir con el mundo. Sólo una persona había sido partícipe de la existencia de aquel secreto: Mark Roxon, quien fuera el máximo dirigente de la corporación hacía ya cuarenta años.
Joseph no sentía ninguna afinidad especial por aquel hombre. Se trataba más bien de una relación de respeto y temor mutuo. Ambos eran hombres prácticos, y sabían de la necesidad de mantener según qué clase de secretos.
Joseph necesitaba de la ayuda y recursos de Roxon para fingir su muerte y su posterior reaparición, mientras que Mark simplemente necesitaba a Joseph, quien, desde siempre, había sido el brazo ejecutor encargado de la totalidad de los trabajos para-legales de la corporación (con los conocimientos que aquello implicaba).
Tras la muerte del “padre”, ambos orquestaron la sorprendente aparición de Stephen Crimlain, (desconocido) hijo adoptivo (y de un increíble parecido físico) del difunto Joseph Crimlain. También juntos acallarían todos los rumores que aquello despertó (así como a los que los propagaron o investigaron).

Después de Roxon se habían sucedido otra serie de directivos, hasta llegar al actual: Richard Cross, el hombre que se encontraba en aquel momento sentado ante Joseph.
Cross era un hombre receloso, pero competente. Como todo buen directivo había dado y recibido su buena dosis de puñaladas traperas, lo cual había hecho que desarrollase una paranoia moderada. Joseph no tardó ni dos meses en desenterrar los primeros cadáveres que guardaba en su armario, y ofrecer su más leal y sincera ayuda para que permaneciesen allí ocultos.

Atlantis había sido el gran proyecto de Joseph. De no haber sido por él, lo más probable habría sido que hubiese abandonado la corporación hacía muchos años. Atlantis. Una de las siete naves generacionales que partieran de la vieja tierra hacía ya más de cuatro mil años.
Si bien el descubrimiento de aquel artefacto fue una mera casualidad, Joseph no había dejado ninguna otra parte del proyecto al azar.
La vería surcar el espacio de nuevo, y recorrer a la inversa la ruta que la llevó hasta el planeta desabitado en el que la encontraron. Descubriría los planetas colonia que dejó en su trayecto… y encontraría a la raza alienígena que reformó la nave, y al humano que habían encontrado durmiente en su interior.
Habían pasado más de cincuenta años desde que se comenzase a investigar aquella tecnología, y aún quedaban enormes incógnitas sobre su funcionamiento y potencial. Pero ya había esperado demasiado. Aquel año la nave abandonaría el astillero orbital en el que se encontraba, y partiría desde Vashul en su viaje.

La existencia del proyecto Atlantis era algo demasiado grande como para ocultárselo a cualquiera de los altos directivos, y Cross no era una excepción. Sí que había logrado mantenerlo en secreto para el público general, pero el dinero, materiales y gente como para llevar a cabo y mantener aquella empresa era imposible de ocultar para la corporación.
Algunos habían puesto pegas y otros directamente habían tratado de ponerle fin, pero Joseph se había ocupado de todos ellos. La Atlantis volaría.
Pronto.

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- ¿Señor?
- Por favor, no sea tan marcial conmigo, señorita Fainker – Le gustaba aquella joven, pero había ocasiones en las que su cortesía militar le incomodaba. Disfrutaba manipulando a los pretendidamente disciplinados e inmutables, casi tanto como con un buen reto. Pero con ella había ocasiones en las que no sabía cuando estaba siendo marcial, y cuando burlona.
- Disculpe, señor Crimlain – Ahora, por ejemplo, le parecía que le estaba pinchando – Ya sabe, la costumbre.
Elena Fainker había sido una presa relativamente fácil. Demasiado fácil para poseer una mente táctica tan brillante. Pese a sus diferencias, eran muy parecidos. Ambos lograban que la gente hiciera lo que ellos querían. Elena inspiraba confianza a quien estaba con ella, pero Joseph sabía que era una cercanía calculada. Inspiraba lealtad y seguridad, mientras que él manipulaba sus miedos y ambiciones. Ambos eran dos personas con las ideas claras. Dos ganadores. Quizás por eso disfrutaba tanto de su compañía.
- Abandonó el ejército hace más de ocho años. Esas costumbres también deberían haber desaparecido.
- Haré cuanto esté en mi mano, Señor – Ahí estaba pinchándole de nuevo. Sabía que aquello no sólo le molestaba, sino que también le gustaba. Le caía bien aquella joven.
- ¿Ha hablado ya con su amiga?
- No, Señor… Disculpe… Señor Crimlain. Aún no he tenido ocasión.
- ¿Dónde la han alojado?
- En el Verhauer, Señ… – Se interrumpió a sí misma. Sabía que estaba fingiendo todo aquello, sus ojos la delataban, como ella quería que hicieran. Joseph no pudo evitar sonreír.
- Nivel diecisiete. Espero que merezca la pena el gasto.
- Lo merece. Sin duda.
Jane Cameron era una gran piloto de caza, y una navegante muy capacitada. Tres meses antes había sido encarcelada por agresión a un superior y espionaje (no demostrado). Todo aquello había sido orquestado por Joseph. Necesitaba a alguien como ella para el proyecto Atlantis, y por su perfil, sabía que la señorita Cameron no abandonaría el ejército por dinero.
Tenía informes de navegantes más capacitados que ella, que no habrían dudado en aceptar una oferta de la corporación, pero Joseph quería a aquella joven. Los demás eran todos muy competentes, muy disciplinados, demasiado estrictos con la reglas. No, él necesitaba a alguien indisciplinado, alguien independiente, capaz de saltarse las normas e improvisar. En aquella nave, iba a necesitar de toda su capacidad de reacción.
Elena había coincidido unos años con ella durante su estancia en el ejército, y sus informes no hacían sino confirmar y completar los que le había proporcionado sus otras fuentes.
Por supuesto, Elena no sabía de la encerrona a su amiga (o, caso de saberlo, no había dado muestras de ello). Pese a ser una profesional y mantener las distancias para con sus subordinados, la manera en la que le había hablado sobre aquella mujer, la manera en que había recibido la noticia de su detención, y cómo le había afectado, le daba a entender que existía una profunda amistad entre ambas.

El deslizador aterrizó en el hangar superior del hotel Verhauer con suavidad.
- ¿Puedo confiar en que aceptará nuestra oferta?
- No puedo asegurarlo con completa certeza, pero lo daría por hecho.
Elena abandonó el deslizador, dejando a Joseph solo con el piloto.
- ¿Señor? – escuchó a través del comunicador.
- No partiremos aún. Puede tomarse un descanso.
Joseph se conectó al sistema de vigilancia del hotel. La corporación Mycroft les había vendido e instalado aquellos sistemas, así como las puertas traseras y códigos para acceder a ellos sin ser detectados. Lo cierto es que habían hecho un buen trabajo. Podía moverse por la habitación como si estuviera en ella.
La señorita Cameron no se encontraba en el salón. Los detectores de movimiento le dijeron que se encontraba en el compartimiento de limpieza y relajación. Después de tres meses encerrada le pareció algo de lo más normal. Accedió a los registros. Había accedido a aquel compartimiento tres horas antes.
- Tiene una visita – Una impersonal voz masculina informó a la ocupante de la habitación.
- ¿De quién se trata?
- La señorita Elena Fainker – Dada la rápida reacción de Jane, Joseph dedujo que le alegraba la noticia. No pudo comprobar su expresión facial en el momento, pero sí la rapidez con la que se puso el albornoz y abandonó su terapia relajante.
Había preferido “esperar” en el salón. Joseph aún conservaba algún atisbo de pudor, lo cual le sorprendía, dada su notable carencia de escrúpulos para casi cualquier cosa.
- Hágale pasar – Apenas había tardado un minuto en ponerse presentable.
Elena atravesó el umbral de la puerta. Había algo distinto en su manera de caminar. Algo extraño que no sabía definir. Tardó unos momentos en asimilarlo. No recordaba haberla visto nunca tan relajada. Aquella no era “su” Elena.
Por el contrario, Jane pareció tensarse al ver entrar a su amiga, pero aquella reacción apenas duró antes de que se abalanzara sobre ella. Ambas se abrazaron durante unos momentos.
- ¿Qué tal estás? – preguntó Elena mientras la separaba con sus brazos, y miraba el rostro de Jane con alegría y una pizca de preocupación.
- Todo lo bien que puedo estar con los pies puestos en un planeta – La señorita Cameron fingía aflicción.
- Eres una desagradecida. ¿Has visto todo lo que tienes en esta habitación?
- No esta mal.
- Si lo prefieres te devuelvo a tu celda.
- ¿Has sido tu quien ha pagado mi fianza?
- Que más quisiera. No tengo tanto dinero.
- No es eso lo que he oído. Se dice que Fainker “el” terrible se forró al dejar el ejército.
- No me quejo de mi sueldo. Pero tú, cuando te metes en líos, no te andas con chiquitas.
- Aún fui suave con ese cabrón.
- ¿Y las otras acusaciones?
- Sabes de sobra que nunca habría traicionado al ejército.
- Pues parece que ellos no lo tienen tan claro.
- Cambia de tema. No me apetece hablar de eso.
- ¿Te apetece que salgamos por ahí y rompamos unos cuantos corazones?
- Paso. Además, no es por eso por lo que has venido.
- Algún día tienes que decirme qué es lo que hago mal para que me descubras siempre – ¿Inseguridad? Definitivamente, aquella no era la Elena que conocía.
- ¿A qué has venido?
- A proponerte que te vengas a trabajar conmigo.
- ¿Qué quieres que pilote? ¿Un carguero de la corporación?
- No. Quiero que pilotes esto – Elena introdujo la unidad de información en el proyector de hologramas de la habitación. Tras actuar sobre los controles, una proyección de la Atlantis apareció entre las dos mujeres.
- ¿Y qué es esto? ¿Un caza amorfo?
- ¿Un caza?
- Treinta metros de longitud y cuatro de altura. Un transporte de tropas no va a ser. ¿Y qué clase de motores son esos? Parece sacado de alguna…
- Te equivocas en la escala.
- ¿¡Eso son kilómetros!? – A Joseph le gustó el brillo en los ojos de aquella mujer. Ya era suya. Se desconectó del sistema de vigilancia, y se dirigió a su piloto.
- Podemos irnos.

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Fin de la jornada. El día había resultado más provechoso de lo que esperaba en un comienzo. Las piezas iban encajando de la manera que él había buscado. Aún quedaba algún que otro pequeño detalle, pero los informes que había recibido del resto de candidatos eran de lo más halagüeños.
- Pronto – se dijo en voz alta – Muy pronto.
Se sirvió una copa de Maltus y la alzó, como brindando con un invitado invisible. Tras el trago, se conectó al canal de películas y seleccionó el modo de invitado. Ya había intervenido en demasiados asuntos aquel día. Por unas horas se permitiría el ser un mero espectador.

Javier Albizu