Biografía rolera IV: Intercambios culturales

Por Javier Albizu, 9 Agosto, 2015
Portada del Skyrealms of Jorune

Se dice que toda gran aventura comienza con un gran viaje, lo que es verdad sólo a veces. En mi caso, la aventura llegó pronto y, pese a que los viajes (más allá de las fronteras de Pamplona) se hicieron esperar, las primeras peregrinaciones hacia los nuevos y recién descubiertos lugares de culto no tardaron demasiado en llegar. Porque, más allá del Club, pronto descubrí nuevos templos que incluir en el recorrido de mis rutas de peregrinación habituales.
Esta historia empezará con el lugar en el que compré mi primer juego de rol: la juguetería Irigoyen, donde acerté a comprar el Toon de Steve Jackson Games (a la sazón, el primer juego que arbitré) la sin par revista Troll (el número dieciocho si no recuerdo mal) y la (según días) no_tan_sin_par revista Lider. Con el tiempo descubrí que ya había visitado con anterioridad aquel lugar para elegir los regalos de reyes, pero esa es otra historia que (quizás) se contará en otro lugar.

La segunda planta de Irigoyen se convirtió durante una temporada en lugar de paso obligatorio todos las tarde de los sábados antes de ir al Club. Allí, ocultos detrás de uno de los mostradores, se encontraban los juegos de rol de importación y las revistas. Hasta donde yo sé, era el único establecimiento de Pamplona que traía material del extranjero. Dicho (o escrito) esto, ahora me hago una pregunta que no me había surgido hasta que me he puesto a escribir estas palabras:
¿Quién era el valiente que se animaba a traerlos?
En una época pre-internet, no tenías mucho entre lo que elegir. Es más, sólo sabía de la existencia de aquello que aparecía en las (escasas) revistas que estaban a tu disposición. Revistas de las que, con suerte, podías encontrar ejemplares nuevos cada dos o tres meses.
Entrar en aquella tienda era ir a la aventura. Sólo tenías a tu disposición lo que había tenido a bien pedir el heroico y valiente desconocido que hacía los pedidos, así que muchas veces salías de allí sin haber comprado nada. Quizás la semana siguiente hubiese más suerte.
En otro orden de cosas, me acabo de dar cuenta de que nunca se me ocurrió encargar a la gente de la tienda si me podían pedir algún juego en concreto. Cosas de la edad (y me acabo de dar cuenta también de que con los juegos de consola me pasaba lo mismo).
Con estas, aparte del anteriormente mencionado Toon, en Irigoyen sólo llegué a comprarme el Air Superiority (el cual jamás llegué a leerme entero ni mucho menos jugar). Los aviones siempre me han gustado, pero los juegos de tablero nunca han sido lo mío. Supongo que el hecho de que la traducción del manual consistiese en una serie de hojas mecanografiadas, fotocopiadas y grapadas tampoco ayudó.

Mis peregrinaciones hasta la juguetería se volvieron más esporádicas cuando me di cuenta de que podía hacer pedidos por correo a las tiendas que aparecían anunciadas en las revistas que compraba. Barcelona (así como Jocs & Games) se convirtió entonces en la distante Meca que me propuse visitar algún día. Hasta que llegó aquel día, les pedí el Titanicus Adeptus. De nuevo, a este tampoco llegué a jugar (robotacos, SÍ, juegos de tablero, no).

Mientras tanto, pasaba algunas tardes de entre semana en casa de Multimaniaco, que se dedicaba a enseñarme los juegos que le compraba su padre (alguno de los cuales, como el D&D me dejó para fotocopiar)
Algún domingo por la mañana también pasé por la oficina de uno de “Los mayores” del club, que mostraba orgulloso su colección de la Serie Europa (que me impresionó bastante menos que el hecho de que aquel señor fuese poseedor de una oficina)

Así llegamos a agosto/septiembre del ochenta y nueve. Mi hermano menor había sido enviado de intercambio a Inglaterra para el verano y, en teoría, el autobús que lo traía de vuelta lo dejaba en el centro a una hora bastante temprana de domingo. Un par de amigos y yo quedamos para ir a recogerle de empalmada (la hora teórica de llegada debía ser cerca de las cinco o seis de la mañana). Para comenzar la sesión de espera, Multimaniaco y yo fuimos al cine tras salir del club a ver Papa Cadillac. Para después de aquello había alquilado dos películas: ¿Quién es Harry Crumb? y Mad Max III, para ver en casa de mis padres junto a EduardoA.
La primera fue un éxito, con la segunda nos dormimos los tres.
Tras recuperarnos de la cabezada, nos dispusimos a ir a recoger a mi hermano. En un ejercicio de descoordinación típico de la era pre-móbil, no coincidimos con él y, tras esperar un rato largo donde suponíamos que tenía que dejarle el autobús sin encontrar a nadie, volvimos a casa. Como no podía ser de otra manera, mi hermano ya estaba allí, pero no sólo estaba él. En el sofá se encontraban depositados los tesoros que había traído de allende los mares: El número ciento cuarenta y seis de la revista Dragón (que aún conservo y por el que he concluido que nos encontrábamos en el ochenta y nueve), la guía del jugador del AD&D segunda, el Top Secret SSI y mi primer amor verdadero dentro del rol, la segunda edición del Skyrealms of Jorune (que también conservo). Se lo había visto antes uno de “los mayores” en El Club, pero nunca me había atrevido a pedirle permiso para echarle un vistazo de cerca.

Aún pasaría un tiempo antes de que mi timidez me permitiese animarme a arbitrar nada. Antes de que llegase aquel momento ya tenía un arsenal mayor entre el que elegir. Gracias a una convención a la que tenía que acudir mi padre en Barcelona y a la que acudimos toda la familia, mi hermano y yo conseguimos arrastrarlos a todos hasta la Meca (del momento). Allí compramos la guia del Dungeon Master que nos faltaba, así como los juegos de Elric y Hawkmoon de Chaosium. También vimos que había un montón de libros de algo llamado “GRUPS” la mar de llamativos, pero el presupuesto no daba para todo.
Aquella misma noche, en la habitación del hotel, mi hermano y yo cambiamos los juegos que habíamos comprado, con lo que yo me quedé con el Stormbringer y él con el Hawkmoon.

Con todo esto a mi disposición, cuando finalmente me decidí a arbitrar, lo hice con el Toon, el libro más finito que tenía y el más fácil de leer con mi aún por desarrollar inglés de la época.
Era un comienzo tan bueno como cualquier otro.

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