De (re)encuentros inesperados

Hace tiempo comencé la creación de un mundo. Uno al que siguieron otros muchos y que también tuvo, en alguna intentona previa y fallida, su semilla.
Este mundo empezó como, supongo, muchos otros, como algo pequeño. Algo trivial, sin importancia real para nadie, ni siquiera para mí. Con el tiempo pareció convertirse en una carga, en algo que, parecía, no merecía la pena mantener. Aún no era demasiado grande, no era demasiado complejo, no era... no parecía, gran cosa. Lo cierto que mi tarea como Demiurgo era, cuando menos, bastante deficiente. Hay mucho mundos por ahí fuera, me decía, mundos mejores, mundos más complejos, no te humilles, no te pongas (aún) más en evidencia, y tira del cable.
Pero no pude, lo sabes, ya que no dejo de dar el coñazo por aquí sobre él. Sí, sobre Daegon.
No pude desenchufar a aquel paciente que parecía terminal al poco de haber nacido porque, quizás no fuera gran cosa, quizás nunca sería apreciado por nadie, pero era mio. Porque, en lo poco que había creado, en lo poco que viajado por él, una pequeña parte de mi mismo había quedado anclada en aquel lugar. De ahí la carga, de ahí la inseguridad, de ahí, también, el deseo de mejorarlo, de no rendirme.
Yo cambié, y el mundo cambio. Yo crecí, y el mundo creció. Se fue haciendo más triste, más complejo, más coherente, más sólido. Por momentos una carga más pesada pero también más fácil de llevar.
De vez en cuando vagaba por las calles de sus ciudades o el vacío que comunicaba los mundos. Atisbando pequeñas historias, buscando aquellas que merecían ser contadas, aquellas que me tocaban y emocionaban, aquellas que consideraba que podían transmitir lo que yo veía en aquel lugar, lo que lo hacía mío. Entonces descubrí que no era sólo mío.
Soy (somos) la suma de nuestras experiencias, la suma de lo que hemos vivido, cómo lo hemos vivido y con quién lo hemos vivido.
Hasta que un amigo murió. Una persona a la que quería mucho, una persona que me había marcado, alguien que, aún a día de hoy, me emociono cada vez que pienso en él. Ya no estaba aquí, pero, estaba seguro, había dejado una marca indeleble en mi interior y, si vivía en mi, sabía que también estaba en Daegon.
No sabía en qué lugar, no sabía bajo qué aspecto, no sabía en qué momento. Muchas veces volví a recorrer aquel mundo interior preguntando a sus habitantes por mi amigo. En todas las épocas, en todos lugares del cosmos, en todos los niveles de existencia, pero nadie lo conocía. Nadie era capaz de contarme su historia así que, desanimado, dejé de buscar y, sólo entonces, él me encontró a mi.
No era un héroes de épicas gestas, no era un guerrero indómito o un arcano capaz de doblegar la materia de la que está formada la existencia, era una persona más. Alguien que hacía más alegre la vida de aquellos que le rodeaban. En aquel mundo triste y condenado en que había convertido Daegon, él era un pequeño atisbo de luz. Un pequeño recoveco en el que refugiarme. Una historia que, para muchos, podía ser intrascendente, pero que a mi me llenaba. Una historia que podría haber compartido con los demás, pero que decidí dejar sólo para mi.

Y el tiempo pasó y, de vez en cuando, encontraba en aquel mundo a otros amigos. No los buscaba, pero estaban ahí. En aquellos momentos nos juntábamos alrededor de una mesa y les dejaba que me contasen su historia. Cuando tenía que marcharme, lleno de egoísmo, detenía el tiempo en aquel lugar y este no retomaba su curso normal hasta que yo no regresaba.
De vez en cuando aparecían en otras historias. En ocasiones una leve mención, quizás una conversación o un consejo al protagonista, quizás ni siquiera eso, quizás sabía que habían estado en la habitación unos minutos antes de la escena que estaba contando. Sólo yo sabía quienes eran, sólo yo era consciente de su razón de ser.
Entonces uno de ellos me contó una historia. Una que definía lo que veía en él. Una que quise compartir con él. Con su “Él real”. Así que la escribí y, cuando llegó su siguiente cumpleaños se la envié.

Con el tiempo, escribí más y las reservé para momentos puntuales. Una vez escrita y enviada no la publicaba en ningún otro sitio. Era algo que quedaba entre nosotros.
Pero no es fácil. No son “cualquier historia”, no pueden ser contadas de cualquier manera, no pueden ser narradas con prisa o artificio, no pueden ser “creadas”, no puedes “forzarles” a que te la cuenten. Tienen que ser ellos quienes te la narren de manera voluntaria.

Hace unos meses, comencé uno de esos viajes de búsqueda. En esta ocasión buscaba a unos amigos en concreto. Se iban a casar en breve y quería contarles su historia. Pero no di con ellos.
Sí que pude escuchar alguna indicación de por dónde habían pasado, alguna anécdota, alguna pista de la que traté de tirar de manera infructuosa. Y se casaron.

Hoy, mientras caminaba por el mundo real, una canción ha sonado en mi reproductor. Una canción que he escuchado cientos de veces antes y que no tiene nada que ver con ellos y, entonces, cuando no los buscaba, alguien me ha hablado de ellos.

Alguna de las anécdotas que había escuchado sobre ellos han comenzado a tomar forma, a ganar contexto. Ante mis ojos se ha desplegado su historia de manera inesperada bajo la forma de una rápida sucesión de imágenes. De detalles a los que juntar y dar forma. Una historia que, como casi todas, es complicada de traducir a palabras.
Entonces ha sonado esta otra canción. Al igual que la primera, sin ninguna relación con ellos, al igual que la anterior, llenando mi cabeza de imágenes y de una frase. De un comienzo.

- Cuéntame, padre. Cuéntame de nuevo cómo la conociste.

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