Sirviendo a la patria II (Levantando el país)

Pues hoy retomamos mis andanzas por las áridas tierras de la cruz roja.
Recapitulando un poco, al final supongo que la objeción tendría lugar entre el noventa y tres y el noventa y cuatro. Mas no importa (que diría Dick Turpin), un error de calculo lo puede tener cualquiera, y supongo que como estos los tendré a patadas (esto no lo diría Dick Turpin, sino que lo digo yo).

En un principio, el puesto que mas me “interesaba” era el de cabina, aunque con el tiempo me daría cuenta de que tuve suerte de no ser asignado a esa sección.

Los pros de esta ocupación:
1 Todo el día quieto en un mismo sitio.
2 Había tele.
3 Supuestamente tenía que haber siempre dos personas, pero se lo organizaban de tal manera, que solo había una, teniendo de esta manera que ir solo uno de cada dos días.

Los contras:
1 La responsabilidad.

No es que me de miedo la responsabilidad (mas que miedo es vagancia y según que responsabilidades, hasta cierto punto problemas estomacales), pero aquella responsabilidad me imponía mucho respeto. Como ya os decía aquel lugar era un caos, y no se hasta que punto la gente de la prestación social sería responsable de sus errores, pero lo de menos es la culpabilidad “legal”, y otra muy distinta la “moral”.
El encargado de cabina estaba ahí para “coordinar” los avisos que llegaban a cruz roja con las ambulancias. No se vosotros, pero a mi me parece una labor demasiado delicada para encargársela a alguien que “pasa por ahí”.
A parte de la carga intrínseca del puesto, en aquella radio (por la que llegaban los avisos, y por la que posteriormente se daban) se oía de pena, teniendo que sumar a todo esto el que ya había un lenguaje establecido para los avisos.
No creo que los avisos que llegaban a diario fuesen de vida o muerte, pero basta que te llegue uno de esos (Murphy es Murphy), y la cagues, para que se te amargue el resto de tu vida (al menos a mi). Así que puedo decir que me alegro de que no me tocara aquel puesto.

Así que me dedique a nuestros mayores. Primero me tocó un señor de Barañain, al que teníamos (íbamos siempre en parejas, como los munipas) que bajar de su casa, y darle un paseo de una hora por el barrio, para dejarlo de nuevo en su casa. No es que se tratase de una tarea apasionante, pero ya me hice a la idea.
A la semana siguiente, cambio de destino. Teníamos que ir a ayudar a una enfermera a limpiar a una señora que no podía levantarse de la cama, y que dado su volumen corporal, no podía mover sola la enfermera.
Aquello me pareció algo de lo mas deprimente. No por el trabajo en si (que también me lo parecía), sino por las condiciones en las que vivía aquella señora.
Solo fui a aquella casa una vez. Habíamos quedado con la mujer que nos asignaba los destinos para ver exactamente lo que teníamos que hacer ¿? (como os decía todo un ejemplo de organización). Una vez allí, esta señora decidió que aquella labor debía realizarla un profesional, y nos fuimos sin hacer nada.
Me alegre de no tener que haber desempeñado aquella labor, pero en el fondo me sentí mal porque no podía evitar pensar que me estaba alegrando de no ayudar a aquella mujer. La verdad es que la gente que se dedica a estas cosas, ya sea de manera voluntaria, o para ganarse la vida, se merece todo su respeto.

Al día siguiente, cambio de destino al que sería el medio definitivo. Hacía la ronda por lo viejo y Paulino Caballero primero levantando a señores mayores que no podían levantarse por si solos, y que vivían con gente que tampoco podía acometer esta labor por si solos.
Esta labor era igualmente deprimente, pero al menos no estábamos demasiado tiempo en cada casa, ya que íbamos, dejábamos a la persona en una silla (de ruedas generalmente), y nos largábamos a la siguiente casa.
Una vez hecho el recorrido de “levantamientos”, nos separábamos para quedar un par de horas después para repetir la ronda, pero esta vez para acostar a la gente.
En estos ratos muertos, solía pasarme por Tebeo, o el salón de juegos Carlos III, donde me solía encontrar con gente del club. Generalmente Patxi, o un “chavalín” llamado Josemi (en aquellos días me enteraría que era mayor que yo).

El recorrido variaría en multitud de ocasiones (generalmente por el fallecimiento de alguna de las personas que teníamos que levantar), pero la labor era siempre la misma.

Había días en los que, sin previo aviso, llegaba a la sede, y me decían que me tocaba hacer algo distinto. ¿Asignarían tan alegremente mis laborea a otro?, no lo se.
Así me tocó acompañar a una niña con retraso al colegio varios días, o acompañar al chofer del microbús mientras recogía a la gente discapacitada para llevarla a centros especiales.

De esta manera cumplí mi “condena” durante trece meses (a los que descontaría el mes de vacaciones, y los quince días de ausencia injustificada), cobrando la friolera de mil quinientas pesetas al mes.

No recuerdo esta época de ninguna manera especial. Si que tengo presente mi nerviosismo las primera veces que entraba en cada casa, sin saber lo que iba a ver, o la sensación mezcla de alivio y tristeza, y cabreo conmigo mismo por sentir alivio, las tres veces que nos dijeron por el telefonillo que “ya no hacía falta que subiéramos”.

Puedo decir que no me arrepiento de mi estancia allí, lo que si que puedo decir que hasta cierto punto me siento avergonzado de mi actitud ante todo aquello, y sobre todo, de que en el fondo esa siga siendo mi actitud ante el dolor de aquellos a los que no conozco.

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