La verdad es que cuesta, y mucho.
Pero si quieres conseguir algo. Conseguirlo de verdad (vamos, obtenerlo y conservarlo) no queda más remedio que recurrir a la disciplina.
(Sí, hoy toca columna de Perogrullo)

Y ¿que queréis que os diga?
Pues la verdad es e que bien poco, que es un peñazo.

Hace unas semanas, viendo la serie Studio 60 (otra gran serie del gran Aaron Sorkin) uno de los personajes realizó una de esas afirmaciones con las que no estoy para nada de acuerdo.
Sí, lo reconozco.

- El lunes… no… es demasiado duro… no quiero decirlo.
- Venga, ánimo, que tú puedes hacerlo.
- Esque… ¿que pensarán de mí?
- ¿Quienes?
- ¿Como que quienes?... “ellos”
- Es verdad… ¿Que dirán “ellos”? Tienes una imagen que mantener. Una reputación que mantener.
- Veo que lo entiendes.
- ¿Pero tú te escuchas?
- No. No estoy verbalizando lo que escribo.
- Prueba a hacerlo.
- No quiero, me sentiría ridículo.
- Pues vuelve a leerlo y me cuentas.
- …
- ¿Y bien?

Esto de la motivación y la confianza en uno mismo es como la bolsa. Tan pronto está en alza y parece el valor más seguro del mundo, como se va al traste sin razón aparente y te vuelves a quedar a dos velas.

La cosa es que, sí, he vuelto (vuelto a otro de mis eternos proyectos postergados) Y es que yo no aprendo.

Y como colofón a la trilogía comunicativa que ha tocado estos días:

Farfullar.
(De farfulla).
1. tr. coloq. Hablar muy de prisa y atropelladamente.
2. tr. coloq. Hacer algo con tropelía y confusión

No. Esta columna tampoco va sobre mí.

La lengua que hablo no es lo que me define. El lugar en el que he nacido no marca quien he sido, soy o seré. El pasado no será quien marque mi camino.
No negare que estos elementos son condicionantes de quien voy siendo. Algunos de ellos guías, otros meros elementos accesorios y prescindibles.

No, el título no va por mí.

Pese a lo que pueda parecer en persona, me gusta hablar. Bueno, más que hablar me gusta comunicarme con la gente, entendiendo por comunicarme el intercambio de información de interés para todos los participantes en el acto comunicativo (tranquilos, no es una de esas columnas en las que me dedico al lloriqueo porque soy un inadaptado, un minusválido social y esas cosas)

Los famosos no me dicen nada.
No es que no quieran hablarme, o que no se capaz de recibir las ondas sonoras que producen sus cuerdas vocales. Simplemente es que no despiertan en mí ninguna clase de curiosidad especial que me haga desear el conocerlos o rondar sus cercanías.
Ya pueden ser tipos que hayan creado obras que me haya encantado, que hayan logrado descubrir algo que hace de este un mundo mejor, o que sean tipos que en pantalla me den la sensación de ser gente simpática. Nada, me dejan frío.
Como ya decía en la anterior columna, vivimos reaccionando. Unas veces reaccionamos ante elementos externos, y otras antes los impulsos que emanan de nosotros mismos (aunque, por lo general, esos impulsos vienen provocados por agentes externos, así que…)
Somos esclavos.
Vale, sí. Eso ya lo decía hace unas semanas. Pero no sólo somos esclavos de nuestros sentidos, también somos esclavos de otra multitud de factores y elementos. Vivimos condicionados por ellos.
¿Quienes son “ellos”?
¿Malvados alienígenas?
¿Las hordas de Belcebú tratando de tentar nuestras pobres corruptibles almas?
¿Los avatares del destino tratando de conducir nuestros pasos hacia nuestro inevitable final?
Pues no.
Es todo eso, y aún más (lo que pasa es que se disfrazan muy bien)
Es…
Tachaaaaan