Biografía fabuladora I: Héroes de metal y grafito

Por Javier Albizu, 22 Abril, 2018
No recuerdo cuándo fue la primera vez que escribí algo con la intención de contar una historia propia. La primera que recuerdo se remonta a los tiempos de la educación primaria, pero no sé si existió alguna previa.
En aquella ocasión fue un encargo. Un trabajo del colegio que hice tan mío que aún recuerdo con claridad lo que sentía mientras escribí. No recuerdo el enunciado del trabajo al igual que tampoco recuerdo la reacción del nadie ante el resultado. Era una historia de dos amigos obligados a enfrentarse en un circo romano.
Su extensión no llegaría a tener una página, pero el trasfondo de esos personajes ocupa mucho más. De vez en cuando vuelvo a ellos y me hago más preguntas sobre las razones que les llevaron hasta allí, pero eso ya es otra historia. Una que ya llegará en su momento, o que quizás no vuelva a retomar jamás.

Por ahora volvamos al principio. A los momentos previos a que, con doce años y estudiando en un colegio de curas, hiciese una historia en la que un cristiano acababa con la vida de su amigo.
Porque hubo muchos historias previas. Historias jamás escrita, pero vividas como pocas. Aquellas en las que pilotaba a un robot gigante.

Porque fui un niño de los setenta. Uno que no sentía especial afición por la lectura de todo aquello que no fuese acompañado de dibujos. Alguien para quien las musas llevaban mallas o misiles. Para quien se movían al mismo ritmo los personajes de la tele y los de los tebeos.

Mis primeras referentes, quienes resultaron ser mis musas en aquellos tiempos fueron Go Nagai y Jack Kirby.
Entonces no sabía ni necesitaba saber lo que eran las musas, el arte, la creatividad o el deseo de contar historias. Ante mis ojos no existían los autores, la trama o el medio, sólo sabía que todo aquello que se encontraba ante mi era emocionante. Algo de lo que quería ser partícipe. Unos impulsos y unos referentes que apenas han cambiado desde entonces.

Porque nunca he buscado la inspiración sino que esta siempre ha estado frente a mí. Ante mis ojos son tan relevantes los autores que acabo de mencionar como Shakespeare o Cervantes. Tengo claros los valores y el impacto histórico de cada uno de ellos, pero esto no les hace más atractivos a la hora de escoger que ver o leer.

También tengo claro que estoy siendo injusto. Que de haber sido adulto la primera vez que leí a estos creativos mis visión cambiaría radicalmente. Que tendría que leerlos con un interés y una mirada arqueológicas para poder comprender lo que significaron, pero eso no importa. Yo estaba ahí cuando Mazinger voló por primera vez. Yo estuve ahí cuando una bota gigante trataba de aplastar a La Cosa en su viaje a la Zona Negativa. Yo estaba ahí con ellos y con muchos otros.
También viajé junto con Hols, y luché contra Craneo Rojo en la luna. Estaba con los Vengadores cuando trataban de detener al Rojo Ronin, y con Ultraman o Flash Gordon, Grendizer o Groizer, con Bud Spencer o Yoko Tsuno.

Mis referentes son esos clásicos y mi manera de entender la épica, el humor o el heroísmo viene dictada por ellos. Mi camino siempre ha ido parejo al que ellos marcaron y el descubrir a los “otros clásicos”, a “los buenos” o “los serios” no ha cambiado este hecho.
Y esto no es algo que se limite al campo de lo literario o lo fílmico. Puedo reconocer el valor histórico de Tezuka o la ambición de Moore, pero no consiguen despertar mi interés de la misma manera. No quiero escribir como ellos ni busco cambiar el medio, lo que no implica que no me hayan enseñado nada.

Pero me estoy adelantando y esto sólo acaba de empezar. Apenas me has visto aprender a leer y ya pretendo empezar a romper el espacio y el tiempo.

Hay muchas preguntas cuya respuesta reside en aquellos tiempos que jamás seré capaz de responder, pero esas respuestas tampoco son especialmente relevantes. No sé cuál de estas influencias fue la responsable de encender la llama, pero estoy convencido de que todo empezó ahí.
Seguramente no sería una sola sino la suma de todas ellas, pero aquella llama tardaría aún muchos años en viajar desde mi cabeza hasta las manos.
Entonces ni tenía ni necesitaba preguntas sino que tenía todas las respuestas que necesitaba. Aún faltaba mucho para que diesen comienzo los proyectos, el deseo por compartir aquellas historias… y la frustración por no conseguirlo.
Las historias no necesitaban de estructura, continuidad o coherencia, los personajes no tenían trasfondo o personalidad. Aquellas no eran historias complejas y muchas veces su creación era algo compartido. Cuando el medio pasaba de ser mi mente la calle era el lienzo donde quedaban plasmadas.
Los barrios de Alsasua eran planetas lejanos o países con nombres inventados, los personajes eran intercambiables y sus diálogos dependían de quien los declamaba con absoluto convencimiento, la emoción y la destrucción de lo que nos rodeaba cesaba con la llegada de la hora de cena pero la historia continuaba en nuestras cabezas.

En ocasiones echo de menos aquello. Trato de buscar en mi interior a aquella persona pero hace mucho que desapareció. Que se fusionó con el resto de mis yoes pasados.
Cada vez que he tratado de recuperarlo para escribir alguna historia destinada a niños me veo incapaz de dar con él en el maremagnum de quien soy, y me apena no ser capaz de crear historias para que mis amigos cuenten a sus hijos. Siempre acabo haciendo algo más complejo, algo de lo que sentirme orgulloso, que pueda ser capaz de satisfacerme a mí. Un imposible.

Así como acepto que aquello que publico en la red no sea perfecto, el hacer algo destinado a un niño que no cumpla unos mínimos es algo que no me permito.

Pero estoy divagando y me adelantando una vez más.
Ese es un tema sobre el que hablar en otro momento y otro lugar.

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