Biografía rolera XVII: El tiempo y el espacio

Por Javier Albizu, 16 Enero, 2019
Biografía rolera XVII: El tiempo y el espacio

Para el momento en el que comenzó a publicarse el Mercenario mi tiempo de ocio ya se encontraba completamente organizado alrededor del rol. Aunque esto no deja de ser una verdad a medias. Un espejismo del que no me di cuenta hasta mucho después.

Porque, si bien la atención en el resto de mis aficiones fue cambiando su foco de forma alterna, todas ellas seguían ahí y han permanecido conmigo hasta el día de hoy. Se han visto sumidas en una serie de ciclos basados en gran medida tanto en los propios bandazos de sus respectivos medios como en mi inercia o mi evolución personal.

En aquel momento el rol aún se encontraba en el segmento ascendente de su parábola dentro de mi vida. y, mientras que el ciclo de evolución tecnológica me hizo alejarme del mundo de los vídeo juegos tras la muerte de las plataformas de 8 bits, durante los noventa y principios de los dosmiles sí que continué comprando tebeos al mismo ritmo. Tebeos que, mirados con la perspectiva de quien soy hoy eran a todas luces atroces, pero que seguían los patrones de molonismo que resultaban atrayentes para un tardoadolescente que crecía durante los noventa.

De la misma manera, esta tendencia se invirtió más adelante. Si bien la llegada de la emulación no hizo que volviese a comprar juegos “modenos”, sí que devolvió hasta el primer plano a atención a mi amor los píxeles durante el último cuarto de la década de los noventa. Algo que una décadas después se reforzaría con el advenimiento de la escena Indie.
Por otro lado, la aparición y popularización de la narración descomprimida1 fue la excusa que necesitaba para dejar de comprar muchos tebeos que se limitaban a apilarse en mis estanterías sin ser leídos.
Pero estas son historias que, de ser contadas, lo serán en otras secciones.

Porque estábamos hablando del tiempo. De mi tiempo libre, un bien más escaso por mi parte que aquel del que disponían mis amigos. Aquello me llevó a perderme una parte importante de lo que sucedía en el Club. Una situación de la cual mi limitada participación en la creación de nuestro fanzine sólo fue una de las consecuencias.

Como ya he comentado con anterioridad, la sala que ocupábamos en la Casa de la Juventud no era nuestra a tiempo completo. Sólo nos “pertenecía” dos tardes entre semana, todo el sábado y las mañanas de los domingos.
Cuando dimos forma a nuestro propio concepto de campaña yo pasé a quedar excluido de toda aquella que se iniciaba o se tenía intención de jugar principalmente entre semana o los sábados a la mañana. Y, si bien es cierto que me apenaba el perderme algunas de aquellas partidas, aquello no me impedía ir de manera imperativa al Club cuando salía de trabajar.
Porque, como ya comentaba al comienzo, el espejismo me impedía ver una parte importante de la realidad. Mi tiempo de ocio no se construía alrededor del rol, se construía alrededor de la gente con la que compartía esta y otras aficiones. Iba hasta allí porque sabía que siempre encontraría alguien con quien compartía ciertos elementos comunes. Iba hasta allí porque sabía que en aquel lugar podría tener una conversación agradable.

Cuando terminaba la sesión del sábado a la tarde, en la puerta de la Casa de la Juventud se formaban nuevos grupos. Algunos de ellos partían desde allí hasta los bares de lo viejo, pero un reducido número de gente se venía a mi casa a saquear la bollería industrial que compraba mi madre, a hacer que colisionasen los repartidores de comida a domicilio en el portal, y a estar hasta las tantas de la mañana viendo películas en las que, en gran medida, la calidad ni estaba ni se la esperaba.

El gran hueco a llenar era el de los domingos a la tarde. En aquella franja temporal, los padres acostumbraban a estar en casa, y el poder reunirnos para jugar dependía de este hecho.

Alguno de “los mayores” disponía de casas en propiedad, oficinas alquiladas u otro tipo de emplazamientos en los que juntarse. Recuerdo que JR, poco después de entrar al club, nos llevó a un par de personas un domingo por la mañana hasta su oficina. Un lugar en el que nos mostró orgulloso su colección de cajas de la Serie Europa2 mientras que nos explicaba que tenía tres copias de cada una de aquellas cajas; una para exponer, otra simplemente abierta pero sin destroquelar y otra para jugar. También he de decir que, por más que insistiese en lo raro y valioso de aquella colección, lo único que me dio envidia de todo aquello fue el hecho de que aquel señor fuese poseedor de una oficina.

Pero estoy divagando.

Como decía, el lugar de reunión en aquella franja temporal era algo totalmente aleatorio. Algo fuera de nuestro control que algún que otro domingo nos dejó sin reunirnos. Pasamos por la práctica totalidad de las casas de quienes formábamos el núcleo duro de aquel grupo… y por la caseta de una huerta donde fundíamos dados con una lámpara de gas. Una situación que cambió drásticamente el día en el que obtuve las llaves del negocio familiar.

Antes de aquello ya habíamos jugado allí en alguna ocasión esporádica, de la misma manera que también habíamos hecho sacar humo a las fotocopiadoras que vivieron y murieron allí, pero a partir de aquel momento los domingos y algún que otro sábado a la tarde /noche pasaron a desarrollarse por entero en sus distintas estancias.

Con cada cambio en su mobiliario o en la distribución de sus pasillos nosotros también cambiábamos la sala en la que jugábamos. Durante las primeras incursiones algunos bautizaron a aquel lugar como “El Dungeon” dado lo intrincado de los pasillos del sótano.
Antes de ser una tienda de música aquello había sido un supermercado y alguna de sus señas de identidad se conservaba dentro de su orografía. Elementos como el montacargas que te adentraba en la oscuridad o los portones de las cámaras frigoríficas que, aun estando siempre abiertos limitándose a comunicar el almacén, la sala de muestras, el taller y, más adelante, la academia, daban la impresión de custodiar o dar acceso a un lugar peligroso.

Entre aquellas paredes se desarrolló en gran medida Daegon, descubrimos el Japón de Bushido o la Kèthîra de Hârn. Allí recorrimos el Viejo Mundo, la Tierra Media, la Grecia Mítica, Kulthea o la Tierra Alternativa. Allí jugamos varias sesiones la campaña del Enemigo Interior o de La isla de los Grifos. Sesiones como aquella que se prolongó desde las cinco de la tarde de un sábado hasta las cinco de la mañana del domingo e hicimos que, nuevamente, los repartidores de comida rápida colisionasen.

Se convirtió en mucho más que un mero local comercial cerrado y pasó a ser un punto de encuentro. Sólo tenían que llamar con una moneda en el lugar adecuado de la cristalera y cruzar los dedos para que en el dungeon la batalla no se encontrase en su auge. Porque, claro, en aquellos días la comunicación a través de las ondas sólo tenía lugar en Night City.

No importaba que no participase en la aventura que se desarrollaba en su interior, se pasaba para saludar. Porque, al igual que la Casa de la Juventud, sabía que cada domingo iba a poder encontrar a otra gente como ellos. A sus amigos.

Enlaces:

1. La narración descomprimida o el no contar nada en cientos de páginas

2. La Serie Europa

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