Biografía fabuladora XXX: Borotando

Por Javier Albizu, 3 Julio, 2022
Segundo de FP había llegado el año anterior con un gran número de novedades.

Por un lado, y como ya comentaba en otra entrada, cambiaba el emplazamiento del instituto y abandonábamos “la periferia” de Potasas para movernos hasta “el centro” del pueblo. Por otro, la parte de mecánica desaparecía del currículo técnico para hacer que este se centrase por entero en la electricidad.

Pero aquello no era todo. Porque aquel fue el curso en el que “rompería la ley escolar” por primera vez. Aquel sería el curso en el que haría mis primeras borotas1.

¿Puedo estar esto relacionado de alguna manera con el hecho de que tuviese que repetir curso?
Pues, ciertamente, lo dudo.

Pero vamos por partes.

Como con casi todo, existe una razón detrás de cada acción. Una narración. Una excusa argumental. Una historia que comenzaba durante un examen de inglés. Probablemente la única asignatura para la que no necesitaba estudiar.

Y no lo necesitaba porque, tras años de clases particulares, mi nivel se encontraba bastante por encima del de una gran parte de mis compañeros de clase. Es muy probable que, con la excepción del profesor, yo fuese la persona más versada en el habla de la Pérfida Albión. Un hecho que, a su vez, me había servido para granjearme la simpatía (interesada) de varias de las personas que compartían aula conmigo.

Así pues, durante los exámenes tenía la costumbre de poner las respuestas en una hoja, pasársela a la persona que tuviese detrás y hacer otra vez el examen desde cero. La cosa me resultaba tan sencilla que, por lo general, incluso me solía sobrar tiempo. Tan sencilla que no siempre prestaba toda la atención que debía. Una carencia que me llevó a terminar uno de esos exámenes mucho antes de lo esperado cuando el profesor me pilló con la hoja de respuestas en la mano, asumió que era una chuleta, me echó de clase y me suspendió aquel trimestre automáticamente.

Como no podía ser de otra manera, ofendido ante tamaño agravio, me rebelé. Mi yo de quince o dieciséis años tomó la decisión de no volver a pisar aquella clase en lo que que quedaba de curso. Solo me presentaría a los exámenes. Se iba a enterar aquel tipo. Vaya si se iba a enterar de quién era yo. Que buscase tanto como quisiese chuletas en el resto de pruebas, que seguro que no encontraría ninguna.

Así pues, ahí estaba yo durante unas cuantas horas a la semana aburrido en un pueblo en el que no conocía a nadie. En un mundo sin Internet ni teléfonos móviles. En un lugar cuyo único ocio2 (para mí) consistía en la recreativa del Rygar que tenían en la tienda de chucherías, o el Cabal en un hotel. En el improbable caso de poder quedar con alguien, tenía que pillar un autobús para ir de vuelta a Pamplona, y otro de regreso para no perderme la siguiente clase. No, ciertamente aquello no era lo que se dice un planazo. Pero mi honor estaba en juego y de ahí no me movía.

Por otro lado, sí que recuerdo haber pillado en alguna ocasión el autobús que salía de la plaza del pueblo para venir hasta Pamplona. Creo que fue aquel mismo año en el que tuvo lugar la primera “huelga estudiantil” por la que me vi afectado. Posiblemente antes de aquello alguna ya hubiese pasado por la cercanía de mi espacio vital, pero siempre había logrado no enterarme.

La cosa es que todo aquello no me parecía bien (un sentimiento que se extendía también a mis propias ausencias). Lo peregrino de las excusas que se usaban para convocarlas (cuando alguien sabía la razón existente detrás de alguna de ellas) rara vez me resultaban vagamente coherentes. Es más, mi estómago se resentía ante cada una de aquellas “rebeliones ante la autoridad”. Ante la posibilidad de que “me descubriesen haciendo algo indebido”.

Porque, a pesar de lo flagrante de mi expediente académico, era un chico formal. Alguien que nunca había dejado de ir a clase voluntariamente con anterioridad.

El año anterior, y con el fin de no perderme demasiadas clases del día, había pagado un taxi con mi dinero después de perder el autobús.
Aquel mismo año, y tras la suspensión del servicio de autobuses después de una serie de nevadas bastante fuertes, algunos de los profesores se ofrecieron voluntarios para llevar a los chavales que así lo quisiesen en sus vehículos personales. Yo fui uno de los pocos que aceptó aquellas ofertas. Uno de los que se metió en la furgoneta de la profesora de... química, creo, durante un par de días. Una de la media docena de personas que fue a clase mientras todo aquello se normalizaba.

Pero, al final, nada de aquello sirvió para cambiar el resultado. El curso terminó y pasó lo que tenía que pasar.
Suspendí un número indeterminado (aunque excesivo) de asignaturas (entre las que no estaba la de inglés). No llegué a recuperar las suficientes en septiembre. El siguiente curso que empezaba aquel mismo año terminó siendo el que acababa de dejar.

Pero no todo sería lo mismo. Cambiaba de instituto. Cambiaba de compañeros. Volvía a Pamplona. A su vez, aquel sería un curso en el que el tema de las “borotas” se normalizaría y extendería legalmente gracias a las convalidaciones. El que me permitió conocer nuevos lugares de la ciudad. El que me dio la oportunidad de descubrirla en un horario durante el que nunca antes no la había transitado.

Enlaces:

1. Navarrismos
- En el Foral Telegraph
- En el Centro Virtual Cervantes

2. Matando el tiempo
- Rygar (1986)
- Cabal (1988)

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