Biografía fabuladora XXXVI: Multiclase

Por Javier Albizu, 28 Agosto, 2022
Desde que soy capaz de recordar, la autosuficiencia siempre ha sido un objetivo que he perseguido. La capacidad de valerme por mí mismo en el mayor número de áreas posibles ha sido un propósito a alcanzar. Siempre he buscado la versatilidad por encima de la especialización. La capacidad para resultar útil allí donde pueda ser necesario.

Esta es una constante que ha sido trasladado a gran parte de mis personajes cuando jugaba a rol y, en cierta medida, también ha sido una característica de la que he querido dotar a mis creaciones. Un atributo común que he encontrado en las ficciones que he consumido y han generado en mí un mayor grado de atracción. Aquellas historias o entornos que pueden explicarse o resumirse con una frase no tienden a resultarme especialmente interesantes (lo que no quiere decir que no puedan resultarme divertidas).

Supongo que, como consecuencia de esto, tanto en mi casa como a la hora de echar una mano a alguien o en algún que otro trabajo, he realizado tareas de chófer o electricista. De técnico en hardware o carpintero. De pintor o porteador. De programador o técnico de sonido e iluminación. Y todo eso estaba bien.

Por otro lado están mis, ejem, “capacidades como artista bohemio”. Esas que rara vez me han servido para otra cosa que no sea generar frustración en mi persona.

Pero apenas he empezado y ya me he desviando varios parsecs del tema sobre el que pretendía escribir hoy. Porque aquí hemos venido a hablar de un conjunto de habilidades que nunca me han resultado atractivas en lo más mínimo. Me estoy refiriendo a aquellas que se desarrollan a través del acercamiento, llamémoslo “mayoritario”, hacia el deporte.

El deporte en sí mismo no es algo que me repela. Es más, he llegado a disfrutar de alguna actividad relacionada con él... siempre que implicase a otra(s) persona(s) que compartiese(n) el mismo acercamiento que tengo yo hacia él. Por otro lado, la mayor parte del tiempo, lo he visto como un “mal necesario”. Como un medio para un fin muy concreto. Para que tu cuerpo no te traicione. Para que sea capaz de hacer lo que tu mente le pide que haga.

Pero cuando la competición se mete por en medio, todo se va a paseo.

Y, a pesar de esto, hubo un momento en el que formé parte de un equipo de balonmano. El tiempo que pasé como jugador de los juveniles “B” del San Antonio1 (aunque aquello no se trató de nada que hubiese buscado, esperado o deseado).

En algún momento del noventa (antes del verano, supongo, ya que tengo el recuerdo de que aquello se prolongó durante curso y pico) un conocido de mi padre debió verme en la tienda, y pensó que aquel chaval de metro noventa y más de cien kilos podía servir para jugar a balonmano. Mi padre me llevó a un entrenamiento, y aquello fue el comienzo. Tan sencillo como eso. Sin dramas, rebeldía juvenil o discusiones airadas.

Si regresé a aquello fue porque los entrenamientos estaban bien. Me servían para hacer ejercicio y tampoco tuve nunca un problema con ninguno de mis compañeros. Por otro lado... tampoco tenía nada de qué hablar con ellos. En las cenas del equipo mi cabeza casi siempre solía estar en otro lado, y lo que esperaba con más ganas en los entrenamientos de miércoles y viernes, era que terminasen para poder ir a la Casa de la Juventud.

Los partidos... Los partidos ya eran otro asunto.
Porque, por supuesto, aquel señor que me había visto estaba completamente equivocado conmigo. Podía tener un “cuerpo para el pecado” pero mi mente no le acompañaba. Quizás habría podido llegar a “servir” para jugar, pero había fronteras que no estaba dispuesto a traspasar.

En la temporada y pico que estuve allí creo que llegué a jugar poco más de cinco minutos, y aquello me parecía bien. No tenía intención de pegarle un empujón a alguien o de interponerme en su camino para impedir que metiesen un gol. No le iba a clavar el codo en la cara o el estómago a alguien mientras giraba para tratar de meter yo uno. Nunca me ha parecido una razón con el suficiente peso como para hacerle daño a alguien. Mucho menos para arriesgarme a lesionarle (unas reticencias que rara vez eran compartidas por mis compañeros, mi entrenador, y mucho menos mis rivales).

Por otro lado, en ocasiones los partidos suponían salir de Pamplona para jugar en algún pueblo. Esto es, me hacían perder uno de los dos días a la semana que tenía para juntarme con mis amigos. Y aquello no estaba tan bien.

Aun así, aquello no fue lo que me hizo dejarlo al año siguiente. El noventa y uno también podría fin a más cosas, pero ya llegaremos hasta ahí.

Enlaces:

1. Sociedad Deportiva Cultural San Antonio

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