Biografía fabuladora XLVIII: El fin del principio (de una nueva era)

Por Javier Albizu, 25 Diciembre, 2022
Cuando llevamos más de una decena de entradas mareando el noventa y uno, supongo que ha llegado el momento de señalar al elefante que tenemos en medio de la habitación (y del que veo que empecé a hacer “foreshadowing” hace algo más de un año1).

Durante el noventa y uno, cuando al curso le debía quedar poco para terminar, la formación reglada y yo separábamos nuestros caminos. Como ya indicaba en la entrada en la que mencionaba este asunto por primera vez, la única razón por la que soy capaz de ubicar (aproximadamente) el momento en el que dejé los estudios es porque recuerdo una conversación unos compañeros del instituto en la que bromeaba diciendo que, dado que acababa de cumplir los dieciocho, ya podía ir a la cárcel. No recuerdo el contexto concreto en el que tuvo lugar aquella conversación pero, por más que recuerde la conversación, tengo claro que se trataba de un comentario sin la más mínima relevancia o trascendencia.

Sea como fuere, dado que soy de marzo, esto quiere decir que aquel momento llegó cuando aún estaba yendo al instituto. A su vez, y dado el funcionamiento del curso escolar, esto indica que faltaban menos de tres meses para que el curso llegase a su fin. A partir de esta información, solo puedo especular acerca del momento concreto en el que se detectó mi úlcera.

Lo único que puedo afirmar a ciencia es que los dolores de estómago llegaban con la cercanía de los exámenes. Cierto es que podrían haber llegado durante el verano al acercarse las recuperaciones... pero todo cuanto me viene a la cabeza relacionado con aquel asunto apunta a que el curso aún no había terminado.
Recuerdo el sofá en el que estaba tumbado en casa. Recuerdo la pregunta (aunque no el detalle de la misma, o cuál de mis padres la hizo) de si quería dejar los estudios. Recuerdo la sensación de alivio.

Pero, claro, también hay otras cosas que “recuerdo” a pesar de saber que no son ciertas. Porque hay una parte de mí que se las da de señor del mal. Un segmento de mi persona que, por más idiota que sea, no deja de estar conmigo. Una parte que se atribuye esto como una victoria. Aquella que se niega a aceptar que soy alguien “débil”. Esa que me repite una y otra vez “BWAHAHAHAHA, logré engañar al mundo” (a mis padres, a los médicos, a las máquinas que hicieron los análisis). Todo ha salido de acuerdo al plan. Mi maquiavélica treta para abandonar los estudios finalmente ha dado resultado. Esa misma parte que me “miente” de manera similar en lo referente a los meses que pasé postrado en cama como consecuencia de mi reuma. Esa que dice “Todo era un truco para dejar de ir a clase, y nadie se dio cuenta”.

Porque tengo una parte chunga por ahí dentro, y esta no se limitan únicamente a mis funciones motoras, o a mis sistemas nervioso y digestivo. Unos ciertos rasgos2 de un trastorno obsesivo-compulsiva (diagnosticados, pero no comunicados formalmente, ya que me enteré del resultado al acceder a mi historia clínica) que se juntan con lo que (esto sí, totalmente auto diagnosticado) entiendo que son aspectos de una personalidad anancástica. Aspectos de uno mismo que, una vez reconocidos y comprendidos, me sirven para explicar (que no justificar) ciertos patrones que venían acompañándome desde siempre.

Con esto, supongo que podría acharar a ese rasgo compulsivo el hecho de que, estando aún en Alsasua (esto es, con siete u ocho años), robase en la tienda mientras utilizaba la excusa de “ayudar a hacer caja / contar billetes” para poder ir a jugar a las recreativas. Fui descubierto (el dueño del salón recreativo vio “raro” que un crío tuviese un billete de 5,000 pesetas, así que se lo comentó a mis padres) y se me hizo una “intervención”, pero esto solo sirvió para que tuviese más cuidado en las siguientes ocasiones. Al final, la decisión de dejar de robarle a mi madre monedas del bolso antes de ir a clase no vino por causas externas. Pero una cosa es que fuese capaz de dejar de hacerlo, otra muy distinta será que la vergüenza por haberlo hecho me llegue a abandonar jamás.

Por otro lado, y regresando al tema de mi salud, la úlcera solo fue un síntoma más. Uno que, ubicándolo dentro del conjunto de lo que ya había padecido, sería uno de los más “leves”. Porque, mucho antes de aquello, mis resultados escolares me habían hecho plantearme muy seriamente la posibilidad de quitarme la vida. Tanto es así que, a lo largo de la EGB, en más de una ocasión dedicaba mi tiempo a penar en las maneras de llevar esto a cabo. Y, a pesar de que, por fortuna, esto no fue algo que pasase del campo teórico, pudo llegar a salirse de madre mucho antes de aquel noventa y uno.

La primera de las ocasiones en las que regresa hasta mi memoria el haber “mirado el abismo” fijamente, esta mirada fue literal. Recuerdo con claridad el momento en el que me quedé contemplando la carretera que pasaba debajo del puente que separaba Larraona de mi casa pensando en saltar.
La segunda ocasión fue mucho más “íntima”. Sentado en mi habitación con un destornillador apoyado contra mi estómago preparándome mentalmente para empujarlo.

Pero no lo hice. Ninguno de estos “proyectos” llegó a buen puerto, precisamente, por algunos de estos mismos rasgos de los que estoy tratando. Por no creer en “el otro lado”. Por no ser capaz de conceptualizar la no existencia. Por asociar la muerte a un cierto estado de claustrofobia en el me veía incapaz de moverme o hablar. Por el temor que me generaba la posibilidad de no poder hacer nada siendo al mismo tiempo consciente de “todo”.

Y, no me entiendas mal. No era un niño infeliz. No recuerdo mi infancia como algo desgraciado. No tenía problemas en clase, el patio o casa. Mi ocio estaba cubierto. Tenía barra libre de tebeos en los kioskos que frecuentaba mi padre. VHS y consola a mi disposición desde los siete y ocho años. Compañeros de clase que compartían alguna de mis aficiones. Gente a la que, pese a no ver desde hace décadas, no insultaré al decir que entonces no eran o los consideraba como mis amigos. Mi sensación de “angustia” no era algo constante sino puntual.

Simplemente no era capaz de gestionar las malas caras al llegar a casa con unas notas cada vez peores. Una notas que, en gran medida, venían como consecuencia del bloqueo que ya entonces me generaban los exámenes. Por mi incapacidad para identificar el significado “concreto” de las preguntas. Por ver en ellas una infinidad de interpretaciones posibles y no se capaz de quedarme solo con una (algo que, curiosamente, no solía pasar con la misma frecuencia durante los exámenes de recuperación).

Sea como fuere, y aunque mis resultados académicos continuaban siendo desastrosos, “mejoré”. Estos pensamientos suicidas dejaron de estar tan presentes a partir de un momento indeterminado. A pesar de no ser capaz de ubicar cuándo se produjo este cambio, siempre he asociado su “ausencia” al mundo de rol y los amigos que conocí gracias a esta afición pero, por más que los tiempos puedan cuadrar, esto no deja de ser mera especulación. Proyectando las cosas en el tiempo, no sé hasta qué punto puede ser que aquella úlcera llegase por no tener esta “vía de escape”. Pero, de nuevo, esto no deja de ser psicología de todo a 100, así que tampoco me hagas mucho caso.

La cosa es que, en aquel momento, “la pesadilla” había terminado. No más exámenes (al menos durante unos años). No más “malas caras” (al menos por los estudios). Se abría un nuevo mundo en el que tenía que encontrar mi lugar.

Por supuesto, mi “condición” no cambiaba con esto. Aún me quedaban muchas cosas por conocer acerca de estas “particularidades” y ellas encontrarían otras manera en las que presentarse. Nada más abandonar el instituto mi padre me apuntó a un curso de mantenimiento de ordenadores que ofertaba “el paro”. Algo a lo que fui con ganas... pero estas ganas no fueron suficientes como para que entendiese nada. Sí, abrí ordenadores. Sí, ejecuté las PCTools. Sí, jugué al Prince of Persia. Sí, había una sala con “ordenadores tope gama” (386) que ejecutaban Autocad. Sí, escuché por primera vez hablar de UNIX. Pero al terminar el curso seguía siendo incapaz de montar un ordenador, instalarle un sistema operativo o diagnosticar un problema.

Después de aquello vinieron un par de cursos de autómatas programables. Un par de cursos que finalizaron con el mismo resultado.

Seguía siendo incapaz de “estudiar”. De aprender tal y como me enseñaban las cosas en aquellos lugares. Las indicaciones que me daban apenas duraban en mi memoria hasta el final de la clase, pero no llegaba a interiorizar el conocimiento que debía llegar con ellas. No había exámenes, pero la presión interna que sentía no cambiaba. El problema no había sido el colegio o el instituto, el problema lo tenía (y sigo teniendo) dentro. Incuso ahora, con casi cincuenta años, el dolor de estómago regresa cuando tengo que hacer un examen. Da igual que yo haya elegido hacerlo. No importa que domine el tema. Durante el rato que duran esas pruebas vuelvo a la infancia, y no para bien. Puede que haya desarrollado herramientas con las que enfrentarme a estos problemas, pero el síndrome del impostor y el pánico a fracasar, a perder un control que nunca he tenido, siguen conmigo.

Sé que no puedo confiarme.
El abismo sigue ahí.

Enlaces:

1. Biografía fabuladora V: La edad de los descubrimientos I - El papel del papel

2. Cosas del selebro
- TOC
- Personalidad Anancástica

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Hacía mucho que no me pasaba por la sección de comentarios, así que aprovecho el final de año para hacerlo y desearte buenas fiestas y un buen año nuevo ;).

Con respecto al contenido de esta entrada, no sabía que habías dejado los estudios. Creo que es cierto que hay ciertas personas que no son capaces de rendir bien en un examen. Hace poco al hijo de una amiga le han empezado a hacer los exámenes de forma oral porque le resulta mucho más sencillo explicarse así y de repente ha empezado a aprobar muchas más asignaturas. Lo que es la adaptación curricular, ¿eh?

Siento leer lo de las ideas suicidas. Creo que en cierto sentido todos hemos tenido en algún momento la ensoñación de pensar en suicidarnos para dar una lección a alguien, pero yo nunca he llegado a pensarlo en serio o me he visto con un arma en la mano o al borde de un precipicio. Sin embargo, hace menos de un mes un conocido se ha tirado por la ventana y se ha matado (en su segundo intento, esta vez exitoso). Te quedas con una sensación extraña porque sientes que... en fin, que la cabeza no le funcionaba bien, claro. Porque al final vamos a terminar todos en la caja de pino así que, ¿precipitar el momento tú mismo? No sé, entiendo que es una enfermedad mental y que mientras que unos se mueren porque les da un ataque al corazón, otros se mueren porque se les cruza un cable en lo alto de un puente.

Que conste que yo te sigo leyendo, ¿eh? Es solo que a veces se nos olvida dejar un simple comentario en lo que leemos. Ya ves, con lo sencillo que es ;). Un abrazo.

Siempre resulta difícil hablar de estos temas, pero no por ello creo que sea algo menos necesario.

Y, sí, es una enfermedad (por más que nos cueste aceptarlo "en alto", más aún cuando serlo, reconocerlo y decirlo genera semejante cantidad de sensaciones contradictorias y desagradables en aquellos individuos que padecemos estas y otras taras).
Y, sí, leerlo viniendo "de otro" suena aún "peor". Porque da la sensación de que han descubierto "eso que querías ocultar a pesar de haberlo dicho en voz alta" (¿qué es la contradicción?, me preguntas mientras clavas tu pupila en mi CMS, contradicción soy...).
Porque no quieres su lástima o su condescendencia. Porque no quieres que condicione tu relación con esas personas.

Pero, al final, es una parte de quienes somos. Condiciona la manera en la que nos relacionamos con el mundo y, de manera inevitable, también afecta a las cosas que creamos y cómo las afrontamos. En unas ocasiones será porque, a través de ellas, tratamos de huir de estas condiciones. En otras porque intentamos analizarlas, entenderlas y explicarlas a través de lo que plasmas. Todo depende del momento y, en ocasiones (como es el caso del Macroverso), haces las dos cosas al mismo tiempo.
Porque la ficción rara vez puede escapar de quien la crea.

Y, al final, por más que hablemos, tengo claro que nadie “lo va a entender”, de la misma manera en la que yo “no voy a poder entender a nadie”. Que cada uno lleva a cabo una aproximación a lo que otro muestra, dice o escribe proyectándola a través de sus propias experiencias.

En fin, gracias por seguir leyendo, y gracias por el comentario :)

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