Biografía daegonita XXXIII: El fin del mundo tal y como lo conocemos, la secuela de explotación

Por Javier Albizu, 24 Junio, 2020
Hablábamos la semana pasada acerca de Keldar. Hablábamos acerca del “último elfo”.
Por supuesto, este comentario merece una explicación. Y esta explicación que debo me dispongo a saldarla en este momento.

Ya desde mucho antes de comenzar a conceptualizar Daegon, el tema de las razas clásicas de la fantasía tradicional era algo que no me aportaba gran cosa.
Por más que reconozca lo comodidad que supone su inclusión en las ambientaciones, la suya es una presencia que casi siempre me sobra. Quizás te ahorre el tener que explicar a los jugadores el abanico del que disponen a la hora de crear sus personajes, pero ese lugar común cada vez me resulta más manido.

Por supuesto, este es un gusto que se ha ido desarrollando con el paso del tiempo y la revisión de muchas ambientaciones. Por más que, una vez leído me decepcionase enormemente, cuando salió el Shadowrun yo fui el primero en decir “cómo tiene que molar eso del Cyberpunk con magia y dragones”. También estuve encantado con el “giro” que les daban a las razas clásicas en Dark Sun, o con las particularidades de las que se les dotaba en Glorantha o Shadow World. Tampoco me molestaba su presencia en las ambientaciones de Dungeons o en el universo sombrío de Warhammer. Pero por norma general tendía a ignorarlas a la hora de hacer mis personajes.
Nunca me ha gustado que lo que pueda hacer con un personaje se vea limitado por el arquetipo en el que se basa. En gran medida ese siempre ha sido uno de los grandes problemas que he tenido con el Mundo de tinieblas. Algo que, a su vez, es muy probable que haya sido una parte importante de su éxito.

En fin. A ver si me centro, que me desvío.

He de reconocer que este fue un tema al que no le di demasiadas vueltas cuando comenzaba a pergeñar este universo aunque, aún así, sí que tomé alguna que otra decisión a ese respecto:

- No había hobbits / halflings / kender o equivalentes.
- Los trolls eran como humanos grandes.
- La mera pertenencia a cualquier razas no-humana no implicaba ningún rasgo cultural o físico específico por defecto.
- Los elfos, como decía la canción que crearon mis jugadores, “no vemos de noche, no corremos más pero, qué importa, si morimos igual”.
- La visión nocturna (o sentido oscuro) de enanos y trolls no era algo otorgado por defecto. Sólo ciertos grupos muy concretos poseían este rasgo.
- La nacionalidad de los personajes era la que determinaba su cultura, no su raza.
- No había una única cultura o un único lenguaje élfico, enano o troll.

Con el paso del tiempo, y según iba escribiendo cosas, esto se fue desarrollando, justificando y extendiendo.
Tal y como fueron planteadas en la cronología, estas tres razas jugadoras eran en realidad mutaciones. Alteraciones que habían se llevado a cabo sobre sujetos humanos tras la llegada de uno de los panteones hasta este universo.

Estos fueron elementos con los que me dediqué a jugar en segundo plano. Trataba de ver hasta dónde podía llevarlo sin romper las reglas que me había autoimpuesto. Movimientos que alguno de mis jugadores me llegó a echar en cara porque, ante sus ojos, “los elfos, los enanos o los trolls no eran así”.

Y tenía razón. No quería respetar los cánones. No quería elfos que fuesen elfos, no quería enanos que fuesen enanos, no quería trolls que fuesen trolls. Por otro lado, los orcos no me resultaban de ninguna utilizad y hacía ya mucho que habían dejado de aparecer en las aventuras.
¿Qué sentido tenía mantener aquellos nombres y aquellas apariencias si los conceptos que se ocultaban tras ellas eran otros?

Así que decidí pegar un nuevo cambio de rumbo.
Se acabó. Tenían razón. En Daegon nunca habían existido elfos, enanos o trolls (ni orcos). Todos los que habían conocido eran otras cosas. Otras cosas que ahora tendrían otra apariencia.

Veo que el día dieciséis de febrero del noventa y ocho modificaba un par de documentos; Thayshak y Sembia. Uno de ellos se guardaba a las 13:26 y el otro a las 13:27. En estos documentos sólo se realizaban unos pequeños cambios. Me limitaba a sustituir unas palabras (y sus plurales):

- Donde ponía “Elfo” pasaba a poner “Krieg”.
- Donde ponía “Troll” pasaba a poner “Elaen”.
- Donde ponía “Enano” pasaba a poner “Ilawar”.

El resto de documentos en los que se incluían aquellas palabras también fueron modificados pero, dado que los fui ampliando más adelante, y que no conservo las versiones inmediatamente posteriores a aquello, asumiremos esta como la “fecha oficial”.

Bueno. Ya estaba hecho.
En la siguiente aventura Keldar ya no era un elfo sino un Krieg. Por más que su jugador dijese que creía recordad que había tenido orejas puntiagudas, eso debía estar causado por una mala resaca.

Sencillo, ¿no?
Pues no. Claro que no.

No era tan simple como cambiarles el nombre y el aspecto. Ahora tenía que definir todo lo demás. Todo lo que, hasta aquel momento, se podía haber dado por supuesto dado que eran… lo de siempre.
Tenía que explicitar lo que antes sólo eran conjeturas. Tenía que elegir. Concretar alguna de las múltiples ideas que me rondaban por la cabeza para estos nuevos conceptos.
No sólo su presente, sino cómo se propagaba su presencia a lo largo de las eras. Cómo encajaban en aquel nuevo paradigma que me acababa de sacar de la manga.

La primera opción fue la de realizar una pequeña extrapolación directa de sus viejos “yoes”. Una simplificación muy chusca que, en parte, me condicionaba de cara a futuro... y más alla.
Pero aquel no era el único problema o el más grave. Con aquel movimiento también contradecía en parte lo que buscaba con aquel cambio. Pero había prisa.

Sin plantearme hasta qué punto esto tenía sentido, tiré de tópicos. Dividí a las tres nuevas razas de acuerdo al imaginario común. Cada una de ellas tenía “potenciada” una de las características que “definen a la humanidad”.
Krieg, en alguna lengua ya perdida, significaba mente. Como consecuencia de esto, aparte de ser más inteligentes que el humano medio, también tenían una estructura osea más resistente protegiendo su cerebro.
Elaen significaba cuerpo. Eran más grandes y fuertes que el resto de razas inteligentes y también tenían la piel algo más dura.
Ilawar significaba alma. En apariencia no se diferenciaban de los humanos, pero eran los “creadores”. Si inventiva en cualquier campo no tenía rival.

Todo muy burdo. Todo muy simple. Más adelante trataría de dar un poco más de empaque a aquello1. De subvertirlo de alguna manera sin llegar a romperlo. Pero cuanto más pensaba en ello menos me gustaba.

Aún así, pasarían doce años antes de que pegase el volantazo2 definitivo. Un giro muy brusco que se produjo cuando hacía ya mucho que había dejado de jugar a rol con asiduidad. Una decisión que no sé si habría llegado a tomar de haber continuado dirigiendo. Porque a la gente le suele gustar el jugar con las razas no humanas. Algo que se acentúa en el caso de los Munchkins, sobretodo cuando estas son mucho más bestias que un tipo normal.

De cualquier manera, no sé si como consecuencia del cambio, o por algún otro particular, en los dos años y pico durante los que continué dirigiendo después de aquel cambio, creo que sólo dos jugadores eligieron alguna de aquellas razas no humana.
No se si esto sería porque, al no formar parte del “imaginario común” no se encontraban tan cómodos con ellas, porque hice una mala labor a la hora de presentarlas, o porque ya no moría tanta gente.

Y esta, niñas y niños, es la historia cómo desaparecieron los elfos de Daegon.

Enlaces:

1. Los nuevos viejos habitantes
- Las razas
- Y sus características en el juego

2. El volantazo

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